Para el día de hoy (31/07/20):
Evangelio según San Mateo 13, 54-58
Encasillar a una persona es pensarla y juzgarla a partir de un molde o preconcepto que se le imponga de antemano. Sucede con las cosas, con las personas, con Dios. Y cuando no se adecue o encaje en esos preconceptos, comienzan los problemas, los cuestionamientos, los prejuicios devienen en juicios que a su vez desatan enojos y a veces violencia.
No es tarea fácil abandonar esquemas, zonas mentales confortables y exentas de riesgos.
Sin dudas, algo de ello sucedió con los paisanos nazarenos de Jesús.
Lo habían visto crecer, un niñito judío en brazos de su madre que poco a poco jugaba con otros niños del poblado en las calles polvorientas, el muchacho pobre y humilde que aprendía desde que tenían memoria el oficio de su padre, tekton o artesano -no solamente carpintero-, y del que se esperaba una continuación de la tradición familiar, del apellido. Que forme una familia para la grandeza de Israel y para que el nombre no se extinga.
En cambio, Él se largó a los caminos a hablar de Dios de un modo tan novedoso y distinto a lo habitual, que muchos quedaban estupefactos. Él también, en nombre de ese Dios al que llamaba Papá, sanaba enfermos, abrazaba intocables, se sentaba a comer con los despreciados y descastados de todos los sitios. Y para colmo de males, por todo ello se enfrentaba abiertamente con las autoridades religiosas de su tiempo, a tal punto que varios de sus parientes llegan a considerarlo un loco, fuera de sus cabales.
Así Jesús se convierten en motivo de escándalo, en el sentido primigenio del término. Skandalon significa, literalmente, piedra de tropiezo, y esas gentes tropezaban de bruces frente a veredas artificiales de prejuicios que ellos mismos habían establecido, y que a nada conducían. Ese Jesús les trastocaba los pasos.
Los encasillamientos suelen enquistarse y perduran en la historia. Quizás en nuestra historia particular, por esas mismas anteojeras opacas, no hemos podido escuchar la voz de Dios en una vecina, en un amigo, en un transeúnte con el que nos cruzamos, y así la profecía se nos escurre como arena entre los dedos.
Porque lo cierto es que Dios nos sigue buscando todo el tiempo, todo los días, a cada momento, y es menester dejarse sorprender.
Todo comienza allí, cuando nos atrevemos a confiar. Allí, merced al inefable amor de Dios, se inaugura el tiempo de los milagros.
Paz y Bien
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