Para el día de hoy (20/07/20):
Evangelio según San Mateo 12, 38-42
La actitud de la dirigencia judía de aquel tiempo para con el joven y humilde rabbí galileo era severísima, furibunda, a menudo encendida de rabia. Ése hombre cuestionaba lo incuestionable, y según ellos, se arrogaba una cercanía a Dios -lo llamaba Padre- y una autoridad inusitada e intolerable. Por ello lo ubicaban como un peligroso blasfemo, pues el pueblo respondía con gratitud a los hechos de bondad que dispensaba sin condiciones y a la enseñanza novedosa que les brindaba.
Pero no debe descartarse otra cuestión, también valedera: ese rabbí provenía de la periferia siempre sospechosa de Galilea, no exhibía pergaminos académicos como ellos, no pertenecía a ninguna escuela rabínica de prestigio, era extremadamente pobre y seguramente tenía acento provinciano. En síntesis, no era un par y en su actitud para con Jesús había una gran cuota de desprecio social y personal. No era ni sería nunca uno de ellos.
Porque ellos creían en un dios severo, verdugo eficaz, a menudo un ídolo cruel rápido para los castigos y, a la vez, infinitamente distante. Esa distancia era perfectamente manipulable por ellos, de tal modo que la religión que detentaban se convertía en un fin en sí mismo, y el poder ejercido en la justificación necesaria.
De allí que le exigieran perentoriamente que realizara un signo portentoso: el término Maestro con el que se dirigen a Jesús de Nazareth es una burlona simulación, un insulto velado tras una mueca de respeto.
Pero Cristo como nadie lee los corazones, y lo que en sus honduras se incuba. Por eso esa generación -esos hombres- son malvados y adúlteros. Malvados pues imposibilitan por todos los medios que florezca el bien y la justicia. Adúlteros, porque se han desposado con sus propios egos, negando la vida de Dios en ellos, de un Dios fiel hasta el extremo, un Dios que con todo y a pesar de todo los ama, un Dios enamorado de la creación.
Así, Él les hablará de antiguas señales como la de la Reina de Saba, que abandona toda pretensión nacional para imbuírse de la sabiduría del rey Salomón.
Pero más aún, les anuncia que les dará un signo que sólo les provocará desconcierto, y es el signo o señal de Jonás.
Como en el vientre de la ballena, Cristo será tragado por la tierra, en una tumba inquieta que cobijará su cuerpo con la Resurrección por horizonte cierto. En la estrechez cordial de esos hombres, sólo pueden imaginarse a un Mesías revestido de gloria y poder, que impone el Reino de Dios mediante una fuerza aplastante.
Un Servidor sufriente que se entrega libremente a la muerte es un escándalo y una locura para aquellos que no son capaces de dejarse guiar por el Espíritu, por una fé que reconoce en los horrores de la Pasión el signo del amor mayor de Dios con nosotros.
Paz y Bien
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