Cruz, signo definitivo del amor de Dios

















Para el día de hoy (31/03/20): 

Evangelio según San Juan 8, 21-30









La liturgia continúa situándonos en Jerusalem, en plena celebración de la Fiesta de Sikkot o de los Tabernáculos; se trata de la fiesta de la esperanza mesiánica, memorial del peregrinar del pueblo elegido por el desierto en camino hacia la libertad plena, la tierra prometida. En esa fiesta, la centralidad del Dios de Israel es absoluta, toda vez que el pueblo judío adquiere su identidad única desde la presencia constante de ese Dios que no los abandona: por ello, de manera solemne se proclama el Yo Soy, la afirmación eterna con la cual Yahveh se manifiesta a Moisés.

Bajo los enormes candelabros cultuales que iluminan toda Jerusalem y se distinguen a varios kilómetros, el Maestro se revela como la Luz del Mundo.
En ese entorno solemne de devoción al Dios de Israel, precisamente allí el Maestro se autoproclama como Yo Soy, en identidad absoluta con el Padre, de tal modo que Jesús es Dios y Dios es Jesús.

Ello no escapa a los avezados ojos de escribas y fariseos. Esos hombres son tenaces estudiosos de la teología de su época, versados en los mejores comentaristas de la Torah; poseen una gran erudición que no es sinónimo de sabiduría, y en esa experticia detectan la trascendencia de la afirmación de Jesús de Nazareth. 
Pero ellos están cegados, han perdido la capacidad de la verdad y eso será la causa de su perdición. Porque la condena no es tanto una consecuencia de la acción punitiva de un Dios verdugo, sino más bien en privarse de vivir la vida eterna que Dios ofrece. Su camino es un camino de opresión para el pueblo, de dispensa de muerte, de fines justificados por los medios. 
Son esclavos de la literalidad, madre de todos los fundamentalismos. Por ello suponen que el anuncio mesíanico que Cristo les brinda -porque para ellos también se ofrece la bendición y la salvación- es un preaviso de un posible suicidio del Maestro.

A donde Cristo se dirige ellos no podrán ir, pero no se trata de un ámbito físico -un cielo inaccesible, un espacio vedado-, sino de un espacio cordial inconmensurable: no aceptan ni toleran a un Mesías crucificado que impulsa y compromete más allá de las propias limitaciones y fronteras. En su cerrazón que a menudo es nuestra también, les molesta el Cristo que dá la vida, y por ello no podrán superar la biología en donde la muerte todo lo decide. Porque sólo a través del amor la vida trasciende y prevalece.

Para escribas y fariseos, esa cruz en que levantarán a Cristo será un escándalo, una contradicción, una señal de maldición y el final preanunciado de un vano sueño galileo.
Para nosotros, a pesar del horror y de esa muerte que parece masticarse vorazmente la vida del inocente, la Pasión del Señor, el Cristo elevado, será motivo de esperanza, de vida perdurable, de un Dios que nada se reserva y brinda todo a todos.

Aquellas personas que eran picadas por serpientes en el peregrinar de Israel por el desierto se salvaban del veneno mortal si fijaban su mirada en la serpiente de bronce que Moisés colocó sobre un mástil, a la vista de todos.
Nosotros seremos salvos de la muerte, del pecado, si sabemos mirar y ver el sacrificio inmenso del Señor en esa cruz que levantamos, no como señal de muerte atroz, sino como signo definitivo del amor mayor que Dios nos tiene.

Paz y Bien 

Todos somos esclavos declarados de esa misericordia que nos libera















Para el día de hoy (30/03/20) 

Evangelio según San Juan 8, 1-11








Esos hombres no tenían ninguna intención de acercarse a la verdad. Sólo les interesa silenciar al joven rabbí galileo, y para ello son capaces de valerse de todo lo que esté a su alcance, justificando así todos los medios posibles para acceder a ese fin tan oscuro.

Es menester situarse en el tiempo del ministerio de Jesús de Nazareth: Israel, dividido en tetrarquías gobernadas por los hijos de Herodes el Grande, a quien la mayoría de los judíos consideraban un usurpador por su formación helenística y su origen idumeo. Y no sólo ello: el poder de los tetrarcas -brutal, licencioso- se fundamentaba en el vasallaje que rendían a la potencia romana imperial que ocupaba Tierra Santa y Siria; ello acarreaba una pérdida de soberanía tal, que las decisiones del más alto tribunal judío -el Sanedrín- eran pasibles de ser revisadas, conformadas o revocadas por los tribunos y pretores romanos.

En ese ambiente, es que llevan a la presencia de Jesús a una mujer sorprendida en adulterio flagrante. La Ley mosaica prescribe la pena de muerte para la pareja infractora, su ejecución por lapidación, y que a su vez los ejecutores sean los testigos del hecho, y que éstos también estén con sus almas exentas de esa mancha.
Desde el vamos, y volviendo a la expresión inicial de estas líneas, hay una manipulación evidente de los hechos con un fin que nada tiene de veraz. Con cierta misoginia nada encubierta, llevan solamente como inculpada a la mujer, no así al varón copartícipe del pecado. Y la trampa está en el silogismo formulado, que deviene en falacia -sea cual fuere la respuesta, se infiere lapidación-, pero también son tramposas las conclusiones posibles: si el Maestro accede a la pena capital, Él mismo se pone en riesgo al desobedecer tácitamente a la autoridad y al poder romano. Pero de igual modo, si se niega quedará como un rabbí laxo, incumplidor de la Ley y poco digno de respeto ante el pueblo.

Lo peor de todo es el clima, que tal vez no se explicita pero flota denso en el aire, y es que la vida de una mujer está en riesgo, y nadie parece reparar en ello. Y que esos hombres, aún más allá de sus aviesas intenciones, precognizan a un Dios vengativo, severo, rapidísimo en castigar. 
Los castigos en nombre de la fé, la muerte a causa de Dios, tumores endémicos en las almas que siguen persistiendo dolorosamente.

Mientras la exigencia por esos hombres persistía, el Maestro escribe en el suelo con su dedo.
Mucho se ha escrito sobre ello, y mucho más se pergeñará, y está muy bien si su raíz es la piedad. Pero quizás lo importante sea regresar, por un momento, al lugar y tiempo en donde nos encontramos: Palestina del siglo I, calles polvorientas -tierra y arena-: todo lo que Cristo escribe en el suelo, el viento más ligero lo borra, lo levanta por los aires con suma facilidad.
Allí, quizás, se encuentre el símbolo primordial de la misericordia de Dios: hasta las miserias más gravosas ceden frente al amor inmenso y asombroso de Dios.

Es de imaginar la furia de esos hombres iracundos, veloces detectores de los pecados ajenos, que nó de los propios. Su enojo se potencia frente a la impasibilidad de ese Maestro que mansamente sigue escribiendo en el suelo. Frente a la paz de Cristo no hay enojos que persistan.
Pero no podemos soslayar a la otra protagonista del Evangelio, que es precisamente la mujer acusada, asustada hasta los huesos, asombrada por seguir respirando, reconocida como persona -y no como un objeto o una criminal- por ese rabbí que le habla sin ambages pero con afecto y respeto.
No se niegan sus miserias, por el contrario, se inaugura una nueva vida a una existencia mellada por el pecado.

Porque siempre será más fuerte la misericordia de Dios, que restaura y levanta, antes que la virulencia de las piedras del rencor, que nadie tiene derecho a enarbolar.
Todos somos esclavos declarados de esa misericordia que nos libera.

Paz y Bien

Un Dios que nos llora por amor entrañable no suele estar en nuestras estampitas interiores
















Domingo 5º de Cuaresma

Para el día de hoy (29/03/20):  

Evangelio según San Juan 11, 1-7. 20-27. 33b-45







En Betania, pequeña localidad cercana a Jerusalem, había una familia compuesta por tres hermanos, Lázaro, María y Marta. Cada vez que se reunía con ellos, en un clima de profunda amistad, Jesús se sentía tan a gusto que el hogar de Lázaro y sus hermanas se transformaba en su propio hogar, y es precisamente un espejo espiritual de la Iglesia, una familia reunida junto a un Amigo, en donde Dios se encuentra a sus anchas.

Quizás porque se preveía, no sólo por la razonabilidad de la vida sino por una enfermedad grave, Jesús de Nazareth no está presente cuando el fallecimiento de Lázaro. Él trae algo más que la elusión de la mortalidad. Él trae la vida ofreciendo la suya, vida abundante, vida eterna.

No son difíciles de imaginarse las miradas y los rostros. Marta -tan inquieta y proactiva, tan dada a servir a los demás, aún a riesgo de extraviar de a ratos lo más importante- se dirige a Jesús con palabras propias de amigos, con la confianza de mirarse a los ojos y decirse las cosas como son, sin ambages pero sin lastimarse.
Es un momento de intenso dolor por la pérdida, una pérdida que se magnifica por el luto de los otros. Aún así, Marta sale al encuentro del Maestro, abandonando por un momento ese ambiente enrarecido por el llanto, por las sombras de la muerte.
Cuando nada se vé, cuando el horizonte no indica nada más que tristeza, es preciso abrir la puerta e ir al encuentro de los amigos, y del Amigo fiel que siempre se llega allí en donde nos demolemos de angustia.

Entre ellos dos, Marta y Jesús, hay amistad y hay ternura. Y desde allí surge la fé y acontecen los milagros. Porque a pesar de todo y de todos, Marta sigue confiando en el poder asombroso de ese Amigo que no se priva de llorar abiertamente por Lázaro que ha muerto.

Un Dios que nos llora por amor entrañable no suele estar en nuestras estampitas interiores.

Marta porta en su mente viejas ideas, conceptos férreos esgrimidos por los mismos que condenarán a muerte a Cristo, y que proyectan su sombra ominosa desde la cercana Jerusalem.
La precisión y la ortodoxia son importantes, pero más importante es la fé, la confianza en ese Cristo que es la Resurrección y la vida.

Porque contra todo pronóstico, Marta intuye y sabe en las honduras de su alma que nada el Padre deniega a lo que el Hijo le pida.

Esa amistad es también signo para nosotros de que la fé no es una abstracta cuestión doctrinaria. Hay afectos, razón, co-razón,  piel, sangre, huesos, toda la existencia transformada por el encuentro con el Salvador, que es hermano, es Dios y es Amigo fiel por siempre.

Paz y Bien

Los militantes del desprecio no saben escuchar a los profetas


















Para el día de hoy (28/03/20):  


Evangelio según San Juan 7, 40-53






Jesús de Nazareth suscitaba diversos tipos de reacciones; para sus paisanos y familiares estaba fuera de sus cabales, muchos afirmaban que era un profeta, que era Elías, que era un farsante. Era elogiado, vilipendiado o mirado con indiferencia. La gran mayoría estructuraba la opinión que tenía acerca de Él a partir de las Escrituras o de la Tradición.
El pueblo a menudo oscilaba del asombro a la confusión: entre los más versados eran tantas las opiniones, que a pesar de sentirse gratamente contenidos por ese rabbí galileo, las opiniones de los religiosos oficiales tornaban esa intuición veraz y sencilla en un entramado complicadísimo y gravoso.

Entre los que detentaban en poder religioso -el Sanedrín- esta cuestión se acentuaba hasta extremos violentos y peligrosos. Algunos ya lo habían catalogado como un blasfemo -llamaba a Dios su Padre-, y por eso ordenaron su detención a los levitas que ejercían la función de policía del Templo.
Cuando se constituyen en donde el Maestro enseñaba, nada pudieron hacer. Se quedaron paralizados: ese hombre hablaba como nunca antes nadie había hablado, palabra nueva, palabra joven, palabra viva.
Al regresar con la misión incumplida, vuelve a desatarse en el seno del Sanedrín la polémica, y el argumento principal en contra de Jesús es su origen: un profeta y, mucho menos, el Mesías, no puede ser que venga de esa Galilea de los márgenes, de la periferia. Él es un campesino nazareno -se le nota en la tonada-, sin formación por parte de los grandes maestros de la ley, que seguramente es un charlatán, pues no puede ni debe hablar de las cosas de Dios si no sabe.

En cierto modo, gustamos de ser sanedritas, de ser militantes fervorosos de los desprecios. Y así ignoramos o descreemos de muchos profetas que hoy, ahora mismo, caminan entre nosotros, mujeres y hombres sencillos que nos encienden las esperanzas.
Son profetas y profetisas campesinos, empleadas, lavanderas, vecinos de nuestros barrios, abuelos sabios de nuestras comunidades, jóvenes valientes en nuestras calles. No siempre tienen las palabras política o religiosamente correctas, pero a no dudarlo: La Buena Noticia, la vida y la libertad resplandece en sus existencias y no hay música mejor para nuestras agobiadas y pobres almas.

Paz y Bien

Cristo reconocido por una mirada de fé en el pan compartido, en el vino de la vida ofrecida, en el rostro de los pobres
















Para el día de hoy (27/03/20): 

Evangelio según San Juan 7, 1-2. 10. 14. 25-30






El ambiente estaba cada vez más enrarecido, especialmente en Judea: la idea de aplastar y silenciar con la muerte al joven rabbí galileo ya se había tomado, sin importar el derecho y la necesidad de probar debidamente las terribles acusaciones que le formulaban.
Es en parte por ello que Jesús de Nazareth acota su ministerio a su Galilea, un territorio menos hostil, y prosigue con su misión con toda fidelidad, sin vacilaciones, a pesar de todas las trampas que le han tendido, de las frecuentes emboscadas, de las órdenes de arresto.
Pero lo crucial en esta cuestión no pasa por la habilidad del Maestro en eludir las celadas de sus enemigos: la clave está en el tiempo propicio, el tiempo santo, el tiempo exacto. Jesús no morirá por decisión de los que lo persiguen y le odian, ni lo atraparán antes de tiempo. Su muerte será en el momento certero, veraz, propicio, momento santo que sólo puede comprenderse desde la fé y desde el amor de Dios, pues su muerte será oblación suprema y no consecuencia de odios encendidos.

Así entonces Jesús ingresa a la Ciudad Santa de modo clandestino, oculto entre la multitud que sube a Jerusalem para una de las grandes celebraciones de la fé de Israel, Sukkot o Fiesta de las chozas o Tabernáculos, festividad que junto con Pesaj -Pascua- y Yom Kippur -Dia del Perdón- constituye el núcleo solemne de la religión judía. 
En Sukkot se hace memorial del largo peregrinar liberador de Israel por el desierto, en que se armaban pequeños tinglados con rama para protegerse del crudo sol, y en donde se ofrecía culto al Dios que había intervenido por su libertad. La celebración es en otoño y es celebración agrícola de vendimia y cosechas, y el símbolo deslumbra: el Cristo que llega a cumplir plenamente su misión también tiene en su propia existencia una celebración de vendimia.
Él no evitará beber su vino de ofrenda absoluta elaborado en el lagar terrible de la Pasión.

Por más que esté escondido algunos notan su presencia, indignados porque anda por ahí como si nada, con toda la estructura religiosa en su contra. Es la misma reacción de aquellos a los que la imagen que adoptan, prediseñada, de Dios, y cuando ese Dios no se adapta a sus moldes, se quejan airadamente porque creen conocerlo bien, porque un Mesías humilde, servidor, nacido en el medio de la nada periférica es un Mesías que no se condice con esos esquemas, y que su sola presencia todo lo cuestiona.

Nosotros también, a menudo, afirmamos conocerle. Pero en verdad ni lo escuchamos ni ponemos en práctica su Palabra, y nos enojamos cuando no se vuelve dócil a nuestros caprichos.
Sin embargo, Cristo sigue andando por nuestras calles, humilde e incógnito pero escondido a plena vista, y puede ser reconocido por una mirada de fé en el pan compartido, en el vino de la vida ofrecida, en el rostro de los pobres.

Paz y Bien


Cristo, rostro verdadero de Dios

















Para el día de hoy (26/03/20):  


Evangelio según San Juan 5, 31-47




Las posiciones no podrían ser más contrapuestas, y a partir de esas disidencias se iba asomando, ominoso, el camino del calvario.

El saber popular afirma que no hay peor ciego que el que no quiere ver ni sordo que el que no quiera oír, y estos piadosos hombres eran aún peores. Se habían hecho un dios a su imagen y semejanza, un dios que impone su poder despiadado mediante un orden jurídico estricto, cerrado, opresivo, el dios de rictus severo y castigo rápido. Se aferraron sin hesitar a una Ley que deificaron e ignoraron con violencia al Espíritu que la sustenta.

Por ello con la autoridad de su corazón sagrado Jesús de Nazareth puede afirmar que no conocen a Dios, a su Dios, a su Padre.
Un Dios que ama sin límites a la humanidad, de tal modo que se despoja de su divinidad y se hace hombre para que el hombre se haga Dios, el Dios de la vida, el amor y la liberación, el Dios que se revela en la compasión, en el pan y el vino compartidos, el Dios que se h Palabra encarnada para sacarnos del silencio, el Dios del perdón y la paciencia.

A ese Dios no lo encontramos en la letra esculpida en las piedras, sino en el amor que va tallando los corazones y que todo lo transforma. Porque creemos en Alguien antes que en algo.

Quizás nos anden sobreabundando los expertos teóricos en religión, y nos falten más testigos, mujeres y hombres de pan compartido y repartido que con su existencia solidaria son ese vino nuevo de Caná de Galilea, el vino que pide María, el vino de ese Cristo que no quiere que la celebración de la vida se nos apague.

Paz y Bien

El Dios de María de Nazareth germina la vida allí en donde menos se lo espera.















La Anunciación del Señor

Para el día de hoy (25/03/20):  


Evangelio según San Lucas 1, 26-38








Deliberadamente, la liturgia irrumpe la rítmica penitencial de la Cuaresma con la luminosidad de la Anunciación. No es casual, es causal, pues se trata del mismo amor, porque la Pasión del Señor es la ratificación eterna de ese Dios con nosotros que se nos amanece al calor de Nazareth.

La Palabra nos sitúa en Nazareth, pequeña aldea sin mayor relevancia en los mapas ubicada en la Galilea de los Gentiles.
Varios siglos atrás, había sido ruta de invasión de las tropas asirias: Galilea fué ocupada militarmente, gran parte de su población original deportada y, a la vez, se la colonizó mediante la implantación de población extranjera y pagana. Ochocientos años después, Galilea era mirada con desconfianza y desprecio por la contaminación que suponía esta colonización importada a los ojos puristas de los jerosolimitanos.
Algo de ello veremos en las disquisiciones de Herodes, de los fariseos y de ciertos discípulos -Natanael- al suponer que nada bueno podría esperarse que viniera desde Nazareth, desde Galilea, sambenito clasificatorio de condena perpetua.
Galilea, entonces, es la periferia menor de donde poco o nada ha de suceder, sin un pasado relevante ni un futuro posible y mejor.

Allí en Nazareth se hace presente Gabriel, el mensajero de Dios, despliegue del infinito, irrupción en la historia humana de la eternidad misma. Se le presenta a una muchacha judía -casi una niña- pequeña y sin importancia, comprometida según los usos y costumbres de la época con un hombre llamado José, un carpintero del que se dice que desciende -oscuramente- del rey David; es un carpintero de sangre noble pero muy venido a menos, y parece que lo que importa es precisamente que él regirá como todo varón los destinos de esa niña.
La asimetría es abismal: la eternidad frente a la pequeñez total de la muchachita.

Sin embargo, la presencia de Gabriel allí, en ese lugar, en ese exacto momento de la historia y ante esa niña ínfima es toda una toma de posición del Dios que lo envía. 
Es impresionante la actitud del Mensajero: es la voz de Dios, y se dirige a esa muchachita con un respeto y una delicadeza inusuales, como pidiéndole permiso.

María está desconcertada, y es tal vez por ese encuentro tan disímil: ella es tan pequeña y la enormidad de Dios se le hace ajena, no de ella, no para ella. Pero el Mensajero transmite sólo buenas noticias, la mejor de las noticias, y es que Dios está con ella, causa de todas las alegrías, señal para todos nosotros que no quedamos librados a nuestra suerte.

Todo queda en las manos de esa mujer tan joven, que ya no será solamente María, sino que será llamada Llena de Gracia.
Es el tiempo nuevo y asombroso en el que Dios teje la historia junto a la humanidad.
La decisión de esa mujer cambiará el devenir humano, transformará los tiempos, modificará el cosmos.
El sí de María inaugura el tiempo de Dios y el hombre, de Dios con nosotros, de la eternidad urdida en el aquí y el ahora.

Ya nada será lo mismo. La niña será madre del Salvador, madre de una era infinita, madre de los vivientes.
Y todo comienza allí en la pequeñez y el silencio de esa aldea de los bordes, porque el Dios de María de Nazareth germina la vida allí en donde menos se lo espera.

Paz y Bien

Cristo, fuente de agua viva

















Para el día de hoy (24/03/20): 

Evangelio según San Juan 5, 1-3a. 5-18 







En el día de hoy, la liturgia nos sitúa nuevamente junto al Maestro en la Ciudad Santa. Se trata de la segunda vez que sube, en su ministerio, a Jerusalem: es llamativo que se detenga en cierto sitio de la ciudad y no visite el Templo, cercano e imponente.

La piscina de Betsata o Bethesda tenía cinco pórticos o accesos, y formaba parte de un sistema coordinado de cisternas que proveían miles de litros de agua necesarios para las purificaciones y abluciones relativas al culto del Templo. En el caso específico de Betsata, se lavaban las ovejas previo a su sacrificio ritual en el altar del Templo, y por ello la piscina tenía fama de poseer en sus aguas virtudes santas de curación. Así entonces, llevaban a esa piscina a los enfermos y especialmente a los inválidos tratando de lograr su sanación.

Es llamativo: Bethesda significa, literalmente, casa de misericordia. En cercanías de ella, los rabinos enseñaban la Ley a su grupo selecto de estudiantes, y la contraposición es demoledora: de un lado se enseña la religión, mientras que a pocos pasos una multitud de enfermos, ciegos, lisiados, aguardaban la acción milagrosa de esas aguas. Parece una sala de emergencias o un hospicio de heridos de guerra que nadie atiende, abandonados a su suerte, la maldición de acostumbrarse al dolor y a los pesares como algo usual, la resignación, el abdicar de cualquier esperanza, el bajarse varios escalones en humanidad.

El hombre que languidece a la vera de la piscina es testigo viviente de esa desidia, la omisión cruel del olvido del hermano. Pero también tiene una profunda connotación simbólica: treinta y ocho años es, para los criterios de la época, toda una vida, una generación completa. Ese hombre tirado allí representa a un pueblo olvidado por sus pastores, sumido en una constante de muerte, en una sucesión de enfermedad que lesiona almas antes que cuerpos. 

Pero el Cristo que llega no pasa de largo, no ignora los sufrimientos por más que las rigurosas imposiciones vigentes lo impidan. Por más importante que sea el sábado, la compasión y el socorro son impostergables, rostro de un Dios que se inclina con bondad hacia la humanidad doliente.

No hay aguas mágicas ni remolinos milagreros. Es menester acceder a los infinitamente generosos caudales de agua viva que Cristo trae con su presencia y su Palabra.

En Cristo acontece la liberación plena del hombre, y por ello el paralítico se pone de pié, toma su camilla y camina. 
Se pone de pié, erguido nuevamente en toda su humanidad.
Toma su camilla, y es signo de que el dolor no se perpetúa, se hace pasado, se hace historia que es parte de uno mismo pero queda atrás. 
El caminar no refiere únicamente a cuestiones motrices, sino que es símbolo del discipulado, de ponerse en movimiento para dar testimonio a los demás del bien que el paso de Dios ha ocasionado en nuestras existencias.

La Cuaresma también es, en cierto modo, tomar la camilla donde agonizamos del pecado y nuestras miserias, y ponernos en camino santo de la Gracia, de la vida eterna.

Paz y Bien

La Palabra es eficaz, es Palabra de Vida y Palabra Viva
















Para el día de hoy (23/03/20) 

Evangelio según San Juan 4, 43-54








Para el Evangelista Juan, la determinación del tiempo tiene una intencionalidad simbólica específica. Símbolo, en tanto ventana abierta por la que podemos asomarnos al misterio, a la eternidad.
También para el Evangelista, los milagros realizados por Jesús son denominados signos; esta caracterización no es casual ni debe limitarse a la construcción literaria, pues implica lo que el término define, signo/segno/señal, que nos orienta la mirada hacia donde en verdad debemos mirar y ver.

Juan proclama que el primer signo de Jesús de Nazareth lo realizará en el mismo ámbito, Galilea, más precisamente en Caná.
En la primera ocasión, convertirá seis tinajas de agua en vino del mejor, en una boda que se estaba apagando.
En la segunda ocasión, sin estridencias ni portentos y con la sola acción de su Palabra, sanará al hijo del funcionario real, que agonizaba en Cafarnaúm.

Allí hay un mensaje tácito: los datos que nos ofrece remarcan la relevancia de este funcionario -un nutrido grupo de servidores-: es el poder de cualquier época que a pesar de su gravamen e influencia, nada puede añadir a la existencia, aún cuando se arrogue funciones que no le pertenecen sobre la vida de los demás.

En ese hombre, en ese funcionario herodiano -la casa real es la de Herodes Antipas tetrarca de Galilea, vasallo de Roma- acontece una transformación, y es la fé.
En un principio, pide y requiere como un poderoso, exigiendo quizás que el Maestro se haga presente en donde su niño sufre, y así ese rabbí pobre, conforme a su fama, lo cure de modo espectacular.
Pero luego, frente al reproche de Jesús, se quita el sayo poderoso y sólo queda el hombre que ama a su hijo y que, contra toda previsión y razón, cree en ese nazareno, que es su única esperanza.
Allí deberíamos espejarnos: la fé cristiana comienza en acercarse y en confiar en la persona de Jesús de Nazareth antes que en cualquier doctrina. O mejor aún, nuestra doctrina se sustenta en una persona.

La certeza posterior de la hora en que el niño se ha sanado es signo de la hora santa, del tiempo propicio de Dios. La hora justa de Jesús que nos produce el vino para que la vida se celebre. La hora de la vida que se recobra de entre el abrazo oscuro de la enfermedad y la muerte a pura bondad. La hora del amor pleno, de agonía y obediencia amorosa en la cruz.
La hora definitiva de la Resurrección.

La Palabra es eficaz. Es Palabra de Vida y Palabra Viva que no sabe de distancias ni de condicionamientos. 
Que la escucha atenta sea fruto bueno de nuestra conversión.

Paz y Bien

Una nueva creación desde el amor de Dios
















Cuarto Domingo  de Cuaresma

Para el día de hoy (22/03/20):  


Evangelio según San Juan 9, 1-41







Los pacientes aquejados de ceguera y de otras dolencias referidas a la vista no eran infrecuentes en la Palestina del siglo I: las tormentas de arena frecuentes y el fuerte sol que pegaba contra las rocas blancas -provocando un reflejo muy agresivo- solía agredir las córneas. Por eso mismo, los ciegos y muchos con problemas de visión podían encontrarse en todos los sitios.

El no vidente estaba condenado a una vida de miseria, mendigo perpetuo y dependiente absoluto de la ayuda y compasión de los demás. Aún así, y como si no fuera suficiente su padecer, religiosamente imperaba la idea que la ceguera -y toda enfermedad- era el producto del castigo divino por los pecados propios o de los padres. Esa concepción estaba ampliamente aceptada, y era defendida y reivindicada hasta límites absurdos por quienes representaban la ortodoxia de la fé de Israel, especialmente escribas y fariseos.

En ese panorama es que, frente a un ciego al que encuentran a su paso, los discípulos le preguntan al Maestro acerca de los causantes, y no de las causales -el pecado- a los que dan por supuestos.

Porque en el tiempo nuevo de la Gracia, el Dios de Jesús de Nazareth, Dios Abbá de nuestras esperanzas no es un Dios que castiga, un Dios punitivo, un Dios de balanzas y méritos. Es un Dios que es Padre y Madre, un Dios que ama.
Y desde ese Dios este Cristo, en cada situación -por ingrata y dolorosa que se aparezca- vé una oportunidad de que se manifieste la gloria de Dios. Y la Gloria de Dios es que el hombre, la humanidad, viva plena y feliz.

Esa idea del por algo será ha persistido a través del tiempo. Aún se siguen viendo los sufrimientos como castigo divino, sumergiendo aún más a los que sufren en su dolor.
No se trata de eludir la carga y las consecuencias del pecado. Se trata de tener siempre presente que el Padre de Jesús es un Dios de Misericordia infinita, que sana y salva desde el perdón.

La liberación de este hombre ciego -simbólicamente es la nueva creación desde el mismo barro primordial- no se limita a recuperar las funciones ópticas. Jesús de Nazareth le restituye su plena humanidad derribando esas ideas que excluyen y someten, y el hombre aparece erguido con todas su facultades, en humanidad plena.

Cuando la noticia se disemina, las almas severas de siempre elevan su queja. Lo que ha hecho este rabbí galileo -transgrediendo además el sábado- jamás, nunca puede ser cosa de Dios.
El hombre tenía impedidos sus ojos, pero los ciegos en verdad son otros.

Nosotros también debemos acudir a la piscina de Siloé. Es preciso sacarnos costras de preconceptos, y atrevernos a dejarnos deslumbrar por la luz del mundo del hermano mayor, Cristo el Señor.
Porque ese Dios sólo ansía nuestro bien, nuestra vista plena de verdad, sin condiciones, a pura bondad.

Paz y Bien

Que Dios sea siempre tu centro


















Para el día de hoy (21/03/20) 

Evangelio según San Lucas 18, 9-14







Jesús de Nazareth, además de la fidelidad absoluta a su vocación de revelar el rostro del Padre e inaugurar el Reino de Dios, era un maestro inigualable. Desde la sencillez, a partir de cuestiones cotidianas, Él enseñaba con una profundidad tal que sus oyentes difícilmente olvidaran sus ejemplos o los pasaran  por alto como algo fortuito y olvidadizo.

Tal es el caso del fariseo y del publicano. Ambos se sitúan en el Templo de Jerusalem y han subido hasta allí; suben literalmente pues el Templo se ubicaba sobre un monte, y suben en sentido figurado pues van al encuentro de su Dios, probablemente a media mañana o por la tarde, horas en las que se realizaba la oración pública de expiación, de perdón de los pecados, aunque el Templo permanecía abierto para todos aquellos que quisieran orar en forma privada.
Llamativamente, ninguno de los dos tiene nombre propio, y quizás tanto en uno como en el otro, en diversas situaciones, nuestros mismo nombres se adecuen perfectamente.

Un fariseo es un hombre muy piadoso y respetado entre el pueblo por su vida estricta, su sujeción a los rigores de la Ley, su intransigencia para con todo aquello ajeno a Israel. Es un hombre que vive para su Dios.
Un publicano también es judío, pero trabaja a sueldo del opresor romano recaudando tributos, extorsionando a sus paisanos para hacer diferencia a su favor, y por lo general abusa de su poder y su autoridad. Por todo ello sólo es un impuro, un traidor, un miserable.

Ambos se dirigen a su Dios buscando justificación, es decir, la bendición de los hombres libres de pecado. Pero extrañamente, el peor, aquél de quien nada puede esperarse es quien saldrá del Templo justificado.
El gran error del fariseo -a pesar de toda su formación, a pesar de su profusa religiosidad- quizás estribe en que él mismo se pone en el centro de la escena, como si fuera el centro de su mínimo universo. El yo declamado es preponderante, y necesariamente conduce a esas odiosas comparaciones, tan tóxicas, tan separadoras de los hermanos.
Al ponerse en el centro, no permite a Dios ser Dios, ser su centro y su destino, descubrirse incompleto y necesitado de su auxilio.

El publicano ni siquiera levanta la mirada, tan asumida tiene su condición de réprobo. Sólo suplica el perdón de ese Dios que supera por lejos la justicia. Porque la justicia de Dios es la misericordia, y es precisamente allí, en las honduras de su alma malherida, en donde acontece la redención de su existencia. Está yerto, vacío, derribado por mano propia, incompleto en todo, mendigo de esa misericordia que lo salvará.

Y quizás es parte de la súplica que suele tener parte de ausente en la oración cotidiana.

Paz y Bien

El amor al prójimo es camino y destino, confluencia con Dios
















Para el día de hoy (20/03/20): 

Evangelio según San Marcos 12, 28b-34







El hombre que se acerca pertenece a un grupo que habitualmente es un furibundo enemigo y un brutal censor de todo lo que el Maestro hace y dice, pero en esta ocasión el talante es radicalmente distinto.

En primer lugar, el escriba llega hasta donde se encuentra Jesús de manera individual, no se escuda en la presión de aquellos que usualmente encienden su detector de heterodoxias y blasfemias, pero que suelen pasar por alto la verdad aunque ésta sea evidente, aunque destelle ante sus ojos.

En segundo lugar, hay en él una sincera búsqueda de verdad acerca de una cuestión fundamental para la fé de Israel: 613 mandamientos o mitzvot que componen la Ley -248 de carácter positivo y 365 de carácter negativo- que suscitan encendidos choques dialécticos y casuística revestida de polémica. Todas ellas son perfectamente comprensibles, pues en tal acumulación de obligaciones es harto razonable que se eleve la gran pregunta acerca de cual es el bien mayor, el mandamiento que más claramente representa la voluntad de Dios en la tradición de Israel y, desde allí, lo primordial en el comportamiento humano.

En ese escriba acontece el segundo paso de la fé cristiana, que es la confianza puesta en la persona de Jesús de Nazareth. El primer paso es el Dios que sale en su búsqueda, suscitando un corazón que ansía la verdad, pues de Dios son siempre las primacías, y es la fé un don y misterio.

La respuesta del Maestro no se hace esperar: recita sin vacilaciones la antigua oración de su pueblo, Shema Ysrael -Escucha Israel-, en la cual se reafirma el amor a Dios como valor absoluto, trascendente, definitivo.
Dios es el Señor, no los poderosos, no aquellos que ostentan blasones o poderes a menudo efímeros, no los opresores. 
Con el mismo símbolo de esa cruz que expresará el amor rotundo de Dios por la humanidad, dos brazos inseparables componen el todo: un madero se extiende hacia lo alto, y el otro, como un abrazo sin límites, en plenitud horizontal hacia el hermano, hacia el prójimo que se busca, se edifica, se reconoce. El amor de Dios es inseparable del amor al prójimo, y allí mismo radica todo el culto, todas las plegarias, todos los destinos.
Es por ello que toda religiosidad que pretende rendir honras a Dios olvidándose del hombre está lejos del querer del Padre de Jesucristo.

Con la misma sincera honestidad con que comienza, el escriba reconoce en Jesús de Nazareth la verdad que en su Palabra resplandece, y es por ello que lo reconoce como rabbí, como Maestro al que hay que escuchar con atención, y es precisamente esa escucha atenta lo que llamamos obediencia.
No es un tema menor: implica dar un salto sin red desde las honduras de su alma, superar durísimos esquemas que aprisionan mentes y corazones, invertir valores que se suponen inamovibles.

Por ello es el Jesús reivindica esa certeza del escriba. Este hombre no está lejos del Reino de Dios, pero aún debe recorrer el puente definitivo que lo lleve a la tierra prometida de la Gracia, en donde el Maestro es el Mesías y en donde el prójimo no es sólo mi igual por pertenencia, por religión o por nacionalidad, sino por compartir vínculos filiales con el mismo Padre universal y eterno.

Quiera el Espíritu que en el crisol de la Cuaresma se nos vaya volviendo el mandamiento del amor nó tanto una obligación sino más bien un aspecto tan natural y necesario como el respirar, como el vivir.

Paz y Bien

San José de Nazareth, tu hijo es tu Dios

















Solemnidad de San José, esposo de la Virgen María

Para el día de hoy (19/03/20):  


Evangelio según San Mateo 1, 16. 18-21. 24a






El lugar en el mundo de donde uno proviene -el pago, la querencia, la patria chica-, que no necesariamente es el lugar de nacimiento, suele marcar el carácter de cada persona, e influye en todos los órdenes de la existencia, especialmente en los afectos, en el modo de ser, en la tonada. 

Galilea, y en ella Nazareth, estaba varios escalones por debajo en la estimación de la nación judía. Debido a encontrarse en un sitio geográficamente estratégico, fué pasto de conquista para los enemigos de Israel a través de los siglos y muchas veces ocupada y colonizada. Así entonces era sospechosa de cierta impureza racial y por ello de heterodoxia religiosa por la influencia foránea; también es dable suponer cierto desprecio de los habitantes de Judea y especialmente de Jerusalem para con los provincianos galileos.
A tal punto, que los Evangelios lo retratan con precisión: los escribas, los sacerdotes y hasta uno de los discípulos -Natanael- daban por sentado que nada bueno podía salir de Galilea, de esa Nazareth menor, aldea ignota que casi no cuenta.
Ser galileo y, más aún, ser nazareno era ser de la periferia, de donde nada ha de esperarse, casi un marginal, un judío kelper de segunda categoría.

Sin embargo, en esa frontera misma de la existencia, allí Dios comienza a tejer la Salvación. Y toda la historia dará un giro que significará un regreso a la humanidad misma, señal cierta de que Dios elige lo pequeño, lo que no cuenta para que acontezcan los milagros.

Del carpintero nazareno José sabemos, en apariencia, muy poco. Sólo en apariencia, porque lo que nos relata el Evangelio es profundísimo e imprescindible.

Llama la atención de San José su silencio.

Sin embargo, no se debe a la omisión de palabras; el silencio de José es enorme y refulgente a través de los siglos.

Es el silencio de los que viven y respiran la justicia, practicándola en cada uno de los instantes de su existencia, porque ajustan su voluntad a la voluntad de Dios.

Es el silencio de aquellos que, aún con la razón confundida y mareada por el peso de los acontecimientos, jamás se resignan ni reniegan de su confianza en el Dios que los sostiene.

Es el silencio de todos aquellos que ofrecen su pequeñez cuidando y protegiendo la vida de los demás, héroes a menudo anónimos y silentes sin los cuales estaríamos huérfanos de solidaridad.

Es el silencio estruendoso de los hombres íntegros, de aquellos que jamás -por ningún motivo- se corrompen, que aman el trabajo porque sus manos encallecidas son la medalla que refleja la dignidad conquistada a puro esfuerzo.

Es el silencio fructífero de aquellos que se saben plenos, felices frente al deber cumplido. Y que no buscan protagonismos porque quien cuenta e importa es el otro, y a su vez se retiran al silencio porque ya han saboreado la eternidad en estos arrabales, la trascendencia de ofrecer lo que se es para que el otro sea, y sea feliz.

Es el silencio santo de los que creen y aman sin condiciones.

San José de Nazareth ofreció -aún a riesgo de sentirse ajeno y fuera de lugar- el inmenso amor que sentía por la esposa que amaba, esa muchachita judía llamada María.
San José brinda al Redentor un nombre, una identidad, una familia, una ascendencia legal y real, sin la cual el Mesías sería sólo un niño sin importancia ni relevancia, el producto de algún romance prohibido.
San José es el que protege esa vida en ciernes, en el seno de la esposa que ama, en la niñez de ese hijo que es suyo, tanto o más que si fuera continuación de su propia sangre.
San José deja su impronta bondadosa en ese Hijo maravillosa: por eso mismo, ese Hijo -años después- llamaría e identificaría a Dios como Abbá, nombre cariñoso y quizás la primera palabra que pronunció en su infancia primera.

San José intuía lo que su Hijo enseñaría más adelante, y es que Dios se hace familia de toda la humanidad.

San José, con el temor y la fuerza imparable del amor, llamaba Hijito al Dios en el que creía, y ese es el signo de que cosas extraordinarias han sucedido y seguirán aconteciendo si nos atrevemos a creer.

Paz y Bien

Todo pasará, pero ni la letra más pequeña de los dones de Dios se diluirán o extraviarán


















Para el día de hoy (20/03/20) 

Evangelio según San Mateo 5, 17-19











La Ley de Moisés fué, en su oportunidad, un enorme salto ético para Israel como nación. Más aún, fué una inmensa bendición de Dios para ese nutrido grupo de esclavos liberados de las cadenas de Faraón, que al crisol del desierto se fué maleando como pueblo: allí, las tablas de la Ley establecen los principios básicos de convivencia y reciprocidad entre las gentes, y los vínculos con su Dios.

Con el transcurrir de los años, sabios y exégetas judíos conformaron un corpus de comentarios a la Ley, reflexiones tendientes a su mejor comprensión, las que se agruparon bajo el nombre de Mishnah. Otros rabinos, a su vez, realizaron comentarios acerca de esa Mishnah, y así se formó el libro denominado Talmud.

Los tres -Torah, Mishnah y Talmud-, en los tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth, eran de observancia estricta y obligatoria; es decir, el pueblo estaba sujeto a lo que en ellos se prescribía.
Ése, precisamente, era síntoma del problema subyacente, que le valía al Maestro un torrente de acusaciones y reproches, pues además de parecer un consuetudinario provocador, para algunos hombres suponía un tenaz infractor deliberado de aquello que ni en sueños se quebrantaría, que se observaría a rajatabla.

Pero el Sábado es para el hombre, y la Ley también, tiende al bien del pueblo.Su origen está en el mismo Dios de Jesús de Nazareth, y es por ello que Él no viene a abrogarla ni a abolirla. Él viene a darle pleno cumplimiento.

Como un pequeño y santo germinar, la Ley de Moisés es la planta que crece sin pausa a través de los siglos para desembocar, frutal, en el tiempo de la Gracia. Y su plenitud está en el corazón sagrado de Cristo, porque la plenitud de la Ley es el amor.

Todo pasará -nosotros también- pero ni la letra más pequeña de los dones de Dios se diluirán o extraviarán.

Paz y Bien

La asombrosa desmesura de la misericordia de Dios

















Para el día de hoy (17/03/20): 

Evangelio según San Mateo 18, 21-35







Para la mentalidad del siglo I el perdón y su cuantificación era una de las cuestiones cruciales; desde antaño, la tradición de Israel buscó morigerar las consecuencias de toda venganza, y su más claro ejemplo fué la Ley de Talión. Con el correr de los años, se profundizó la casuística rabínica y se estableció como tres el número de veces que se ha de perdonar al hermano que comete una ofensa o provoca un daño: es menester aclarar que el término hermano refiere al concepto de prójimo establecido, es decir, a otro hijo de Israel, nunca a un gentil ni a un pagano.

Es por ello que el cálculo que hace Pedro es muy generoso y supone un gran esfuerzo intelectual para romper con esos esquemas antiguos. Siete veces tiene una implícita referencia a la perfección, pues para esa cultura el número siete supone un simbolismo de lo divino: es decir, en cierto modo Pedro intuye la dinámica de la enseñanza del Maestro, el ir más allá de los criterios mundanos hacia el corazón de Dios, pero en él persisten ciertos esquemas anquilosados.

El Maestro lo sorprende con una afirmación contundente: no debe perdonar siete veces -que ya era una enormidad-, sino setenta veces siete, y con ello no lo impulsa a un nuevo cálculo con resultados elevados, sino que le plantea la desmesura del Reino. Setenta veces siete implica, desde su Sagrado Corazón, setenta veces siempre.
Para auxiliarlo, se vale de una parábola. A menudo, tomamos las parábolas del Maestro como medios a través de los cuales Él nos enseña, olvidando quizás el cuidado que pone en abrirnos ventanas insospechadas al misterio infinito de Dios.

La parábola tiene ribetes alegóricos. Dios no es un rey que, llegado el caso, entregue a sus servidores a los verdugos. Una de las claves estriba en el monto insalvable de la deuda, diez mil talentos: ellos equivalen a más de cien toneladas de oro.
Allí encontramos dos cuestiones importantísimas: el servidor tiene la plena confianza de su Señor, pues se le confía una suma inverosímil. Pero lo verdaderamente crucial es esa deuda -impagable en varias vidas- que se le condona, a puro impulso de misericordia. 

El cálculo de la Salvación que le correspondería hacer a Pedro y a todos nosotros pasa por nuestra capacidad de perdón, pues aquél capaz de perdonar pues se ha descubierto antes perdonado por Dios, es capaz de albergar en su corazón a más y más hermanos, hermanos que son tales no por pertenencia a un pueblo, a un grupo o a una religión, sino por su condición única e insustituible de hijos del mismo Padre que es infinitamente rico en misericordia.

Paz y Bien

El Señor pasa en medio de los propulsores de la muerte



















San José Gabriel del Rosario Brochero

Para el día de hoy (16/03/20):  


Evangelio según San Lucas 4, 24-30









Los paisanos nazarenos de Jesús oscilaban del asombro al enojo, y por entre esos extremos afloraba la rabia; es que Él no había realizado en su querencia el mismo nivel de hechos milagrosos y sorprendentes al igual que en Cafarnaúm, y se sentán ofendidos. Lo consideraban, en cierto modo, propiedad exclusiva nazarena, y como tal reivindicaban el derecho a exigencias, a que se comporte de acuerdo a lo que ellos son y desean.

Pero un profeta auténtico jamás permitirá que su misión esté gobernada o condicionada por lealtades menores a un círculo interno y restringido. Un profeta es, ante los demás, un hombre libre.
Además, no se prodigará por resultar agradable. Dirá a menudo cosas inconvenientes y molestas de tan veraces, cosas que la gran mayoría preferiría jamás escuchar.

Así entonces, en su misión profética el Maestro se revela frente a todas esas gentes que creen concerle bien tomando partida a favor de los pobres a los que se anuncia a Buena Noticia, la liberación de los cautivos, la vista a los ciegos, la libertad a los oprimidos y un año interminable de Gracia y Misericordia de parte de Dios. Deliberadamente omite el pasaje que anuncia el día de venganza del Dios de Israel frente a sus enemigos, y otra vez el asombro y el enojo.
El Dios que les presenta Jesús en poco se parece a la imagen que ellos poseen y que han enriquecido con sus deseos privados. Y no está ausente tampoco cierto tinte de desprecio: este hombre es el hijo del carpintero -algunos tal vez murmuren algo del embarazo sospechoso de su madre-, por lo que no puede hablar de esa manera, carece de antecedentes familiares y de autoridad para dirigirse de esa manera, justamente a ellos.

Pero, aunque las pupilas puedan irritarse, siempre es preferible la luz a la calma falsa de la oscuridad. Y los nazarenos se aferran a las sombras.
Nadie es profeta en su tierra, y Cristo es profeta de todos los pueblos, de todas las tierras, de todas las naciones.

Señales de dura contradicción serán las menciones a la viuda de Sarepta y al general sirio Naamán, ambos gentiles, ambos enemigos, ambos extranjeros, ambos benditos por la misericordia de Dios. Sin embargo, en vez de volverlos a una razón cordial, los enciende de furias y tratan de despeñarlo, de matarlo como a un perro rabioso, de quitarse esa molestia que no soportan, y prefiguran sin saberlo los espantos y desprecios mayores de la Pasión.

Pero el Señor pasa en medio de los propulsores de la muerte.
Porque Él no pertenece a nadie, y aún así es de todos, de toda la humanidad, y se escapa maravillosamente de aquellos que por serios motivos pretenden su exclusividad y su manipulación.

Cuaresma es tiempo de conversión, tiempo de sinceramiento, de mirar si aceptamos a ese Cristo que se encamina con decisión a todos los pueblos del mundo.
Y si somos capaces de escuchar a tantos profetas de Dios que la Providencia nos regala en nuestros barrios, en nuestros empleos, en nuestras calles, en cada esquina.

Paz y Bien

Que nunca nos falte la sed del manantial inagotable de la Palabra
















Domingo 3° de Cuaresma

Para el día de hoy (15/03/20):  

Evangelio según San Juan 4, 5-42









Un pozo de agua, en las comunidades donde el líquido vital escasea, es un bien inestimable. Por eso mismo, el pozo suele convertirse, junto a la sinagoga, en centro social de cada aldea o poblado.
Hacia allí se dirige un Jesús muy cansado, agobiado de calor y sed, una imagen tan humana que hasta se nos hace distante de un Dios todopoderoso que gustamos de imaginar, lejano e inaccesible.

La hora es inusual e inconveniente. Hacia el mediodía en Palestina hace demasiado calor para tareas tan pesadas como llevar un cántaro y sumergirlo a las profundidades del pozo comunitario para acarrear agua. Quien vá a esa hora, trata de no encontrarse con otros, protegidos a la sombras frescas de las casas. Pero, quizás, esa mujer no encuentre otro momento más propicio.
Ella es mujer y para colmo samaritana, es decir, una enemiga impura de Israel, objeto de habituales miradas de desprecio, y portadora de las restricciones religiosas de su propia cultura, edificada alrededor del templo de Garizim. A menudo, imposiciones restrictivas así constantes conducen a los excluidos al refugio esquivo de ghettos edificados en sus mismos corazones, en mínimo intento de protección frente a un mundo hostil.

Jesús es judío hasta los huesos, es varón y es un rabbí itinerante al que no le importa transgredir ciertas imposiciones culturales, sociales y religiosas si éstas devienen en inhumanas. Santa rebelión frente a las dictámenes absurdos que se escudan tras rótulos de tradiciones a respetar.

El Maestro tiene sed por el camino recorrido y por el calor. Sin embargo, la sed verdadera y más profunda es la de la mujer, una sed que no logra disipar el cambio frecuente de hombres en su vida.
Ella no tiene un nombre citado para identificarla puntualmente, quizás con el designio de que nos volvamos capaces de reconocer a tantos sedientos errantes y olvidados por el motivo que fuere.

Porque el encuentro con Cristo descubre la sed perdida.

Y Él, agua eterna de vida perpetua, hace que no hagan falta más pozos de Jacob. El pozo de agua viva ha de hallarse en las honduras de cada persona.
Y se vuelven relativos el templo de Garizim, el templo de Jerusalem y cada templo de todo sitio frente a la enormidad de la Encarnación: cada mujer y cada hombre son templos vivos y latientes del Dios de la vida.

Ella dialoga con el corazón en la mano con ese Cristo que la busca y la escucha, y eso precisamente es lo que llamamos oración.

Quiera Dios que nunca nos falte la sed. Que el agua fresca, el manantial inagotable está allí, al alcance de todo aquel que quiera beber, sin restricciones ni condiciones, pura gracia.

Paz y Bien


Dios nos sale constantemente al encuentro de nuestros corazones errantes

















Para el día de hoy (14/03/20):  
 
Evangelio según San Lucas 15, 1-3. 11b-32







De una manera ligera, en esta lectura podríamos llegar a considerar que hay, al menos dos parábolas referidas a cada uno de los hijos.

El hijo menor que busca de afanes vanos, reniega de su padre y dilapida su existencia, que no es otra su fortuna. Llega al extremo de ignorar a ese padre anticipando su muerte, una muerte en su corazón, y es por ese mismo motivo que reclama la porción de la herencia que le corresponde legalmente -un tercio- en su calidad de hijo menor. Lo que no se explicita y que es bastante obvio, que una herencia ha de reclamarse por los herederos cuando fallece el testador.
En el plano simbólico, el hijo menor se vá a un país lejano, de un modo muy diferente al del emigrante que se vá de su patria en busca de un futuro mejor; este hijo se diluye en una vida licenciosa que supone ilimitada, pero a la vez rompe abruptamente con sus raíces, y ello implica que también se disuelve su identidad y que reniega de sus antepasados, de su historia.

-es significativo, muy significativo, que llamemos precisamente a la Palabra de Dios Testamento, antiguo y nuevo-

Volvamos al hijo menor: lo que imaginaba inacabable se termina, se queda sin un cobre y, para peor, una gran hambruna azota la región en donde se ha establecido. Sólo puede trabajar como porquerizo, cuidando los cerdos, y para un hijo de Israel es una de las indignidades mayores, expresamente prohibida por la ley de Moisés. Hasta envidia el alimento menor de la piara, que nadie le ofrece.
Su regreso es obligado, más no regresa como hijo. Lo impulsa el hambre, la soledad y el desamparo, y tal vez cierta carga de conciencia culposa, y es por ello que todo el camino vá ensayando el discurso que prepara para suplicarle al Padre un puesto como jornalero. Ni imagina volver a ser hijo.

El hijo mayor parece el epítome del muchacho anterior, el opuesto. Toda su vida ha cumplido con exactitud lo que le han mandado, ha trabajado hasta deslomarse, y nunca se le ha reconocido nada, ni siquiera algún premio por esa fidelidad para celebrar con amigos. He ahí el gran problema: este hijo mayor se ha comportado como un observante puntilloso y obediente de las órdenes, y espera su premio, su salario. No se considera un hijo, sino más bien un jornalero que siempre pondrá distancia entre el patrón al que, apenas y a penas, llama padre.
El sonido de la música y la celebración, a su regreso del campo, se le hace emboscada antes que festejo. Supone que al que ha regresado le corresponde un justo y adecuado castigo, que por lo menos beba la misma hiel que derramó, el sabor salobre de muchas lágrimas doloridas. Al no querer ingresar al hogar, se autoexcluye en su enojo y soberbia, y hasta considera al menor como ese hijo tuyo, negándole así su condición imborrable de hermano.

Sin embargo, el hilo conductor y lo que realmente decide -literaria y teológicamente- es la actitud del Padre.
No cuenta las torpezas y ofensas del hijo menor: fija su atención en el horizonte añorando el regreso del hijo amado y perdido. Y no se conforma al intuirlo caminar, andrajoso, en el sendero del retorno. Sale corriendo desaforado a su encuentro: no le importan protocolos ni el qué dirán -a un patriarca se le exige como norma cierta compostura-. Él sale impetuoso e imparable porque el hijo ha regresado, y por ello no hacen falta discursos elaborados ni fórmulas que obtengan unas migajas de perdón. Este Padre abraza, besa, viste de fiesta al hijo, a los parientes, a sus trabajadores y amigos, comparte la alegría con todos porque es motivo de celebración: ese hijo había perdido no solamente fortuna, sino identidad y dignidad. Ya no será un esclavo, sino que volverá, a pesar de todas las miserias que eligió, a ser un hijo con todos sus derechos por la ley primera del amor, por esa misericordia imposible de medir.

El amor de Dios es el amor desbordante de este Padre que también se des-vive por el hijo mayor, porque quiere la familia congregada, plena, feliz. Porque no hay motivo de reconvención o queja, sino de celebrar que Dios nos sale constantemente y a toda velocidad al encuentro de nuestros corazones errantes.

Paz y Bien

Edificados sobre Cristo, roca firme de la caridad















Para el día de hoy (13/03/20): 

Evangelio según San Mateo 21, 33-46










La parábola que nos convoca en la lectura del día tiene un carácter profético por el tenor de advertencia respecto de la injusticia, de lo que es ajeno a Dios. Por otra parte y siguiendo el rumbo cuaresmal, tiene un color de violencia ascendente, vorágine creciente que encontrará su reflejo exacto y simbólico en los días de la Pasión.

Esa violencia del lenguaje es también parte de la profecía que expresa: Jesús les habla a los sumos sacerdotes y a los ancianos/senadores de Israel quienes integraban el Sanedrín, máxima autoridad religiosa y judicial de Israel que se amparaba bajo el paraguas protector del ocupante romano.
El ejercicio de ese poder casi absoluto sobre el Pueblo Elegido les incrementaba su soberbia.
Tradicionalmente Israel se representaba bíblicamente como la Viña del Señor; en esa representación, Dios es el dueño de la viña y los custodios de Israel, las autoridades, los viñadores. Esos hombres habían renegado de toda creencia acerca de que la viña no les pertenecía, que su función era importante pero secundaria, pues las primacías siempre son de Dios.
Así entonces fué in crescendo un sentimiento de posesión respecto de Israel. Ellos por delante de todo, apropiadores insensibles de lo que no les correspondía.

Cuando eso sucede, cuando el poder y el dominio devienen en horizonte, en falso cielo, todo lo demás queda por debajo. Y así, las vidas de los otros son sólo escalones a pisotear para procurar un ascenso fulgurante.
Labriegos o apropiadores. Los dirigentes del pueblo de Dios han de ser siempre servidores humildes, cuyo salario inmerecido será la Gracia de Dios.

Cuando Cristo es la piedra angular, el edificio de la Iglesia es hogar fuerte construido sobre la roca de la caridad, y es precisamente la piedra que nunca ha de ser desechada.
La viña sigue albergando todos los afectos de Dios.

Paz y Bien

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