Para el día de hoy (02/07/20):
Evangelio según San Mateo 9, 1-8
En los tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth, toda enfermedad era considerada castigo y justa retribución divina como consecuencia directa de los pecados cometidos –especialmente por los padres-, el mal físico producto del mal moral, la culpa resaltada a diario por un sistema social y religioso apto para unos pocos puros, autoproclamados salvos.
Así entonces un hombre paralítico o disminuido en su aptitud física es un hombre que está doblegado por más de un motivo. Su cuerpo no le responde, y por eso está incapacitado para caminar, para trabajar, para el amor, para cualquier actividad humana. Su corazón y su mente también padecen una condena que se le ha impuesto y que la acepta. Es un hombre de horizonte escaso, en donde sólo la tristeza puede germinar, y no es para nada descabellado imaginar que esa condena de castigo divino le resulte tanto o más gravosa que la misma enfermedad que limita o impide sus movimientos.
En cierto modo, ese hombre está muerto en vida.
Afortunadamente, en aquel entonces y ahora también, hay gentes que no se resignan jamás, que no bajan los brazos, renegados a perpetuidad del no se puede.
Son ellos los que toman en sus manos y sobre sus hombros a ese hombre –vecino, pariente, conocido?- y lo llevan donde Jesús, confiados en que el rabbí galileo todo lo puede. Es un enorme acto de fé, una magnífica expresión de confianza que se abre paso por entre la multitud, es la fé de los hermanos que levanta a los caídos porque sabe que Dios a nadie deja librado a su suerte, porque saben que el que busca encuentra, porque saben que llamando a las puertas de Dios, inevitablemente el Maestro ha de atender, y siempre para el bien, y expresan simbólicamente a la humanidad que busca el auxilio, la compasión, la Salvación que sólo puede hallarse en Jesús de Nazareth.
Allí acontece más de un milagro.
El Maestro, con una ternura infinita, le enciende el fuego necesario de la confianza y le restituye su identidad primera llamándolo hijo; así vuelve a ser considerado otro hombre entero más, un hombre que ha recuperado su estatura humana. Y el Maestro conoce bien los dolores que lo afligen, por eso primero y ante todo lo libera de eso que lo deshumaniza, el pecado, pecado como castigo impuesto por otros –no por Dios-, pecado como fruto hostil de egoísmos y soberbias propias. Es un hombre re-creado y es un adelanto de la Resurrección, el Éxodo definitivo: es un hombre que por Cristo se levanta, y es la humanidad y es la creación de nuevo en pié, regresando a la vida en camino hacia la plenitud.
Como suele suceder, voces celosas –almas opacas- murmuran su desacuerdo. Parece que es menester andar pidiendo permiso para hacer el bien, y para colmo de males, este campesino nazareno se arroga el derecho del perdón que sana y salva, exclusivo de un dios lejanísimo.
Ellos no quieren aceptar –a diferencia de todo el pueblo- que la Salvación y la salud están allí, que la vida ha llegado para quedarse, porque en Cristo se ratifica el Dios con nosotros de todas las alegrías.
Paz y Bien
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