San Andrés, amigo y obrero del Señor

 





San Andrés, apóstol

Para el día de hoy (30/11/20):  

Evangelio según San Mateo 4, 18-22





El dato puede ser visto como una mera anécdota, un rabbí pobretón y provinciano caminando a orillas del mar de Galilea, quizás aliviando un poco el intenso calor de la zona con la brisa que le llega. 

Pero es necesario ir más allá, mar adentro del significado. Ese Cristo que camina a la vera del mar es el que se arrima a la orilla de la vida, de las existencias de cada uno de nosotros, sin imposiciones pero con invitaciones fuertes, definidas, sin ambages, un Cristo que quiere ser parte de la vida, un encuentro que acontece en la cotidianeidad revistiéndola de milagro, de Gracia, de eternidad. Hay que estar despiertos y atentos.


Allí hay dos hermanos inmersos en su oficio, Simón y Andrés. Otra vez, el dato simple nos indica un vínculo biológico, familiar. Sin embargo, estos hombres están llamados a ser hermanos más allá de cualquier previsión, pues lo bueno y nuevo que acontece, el Reino, será tarea fraterna, que nó individual, de hermanos congregados por un mismo Padre.


Ellos son pescadores, expertos en su oficio de arrojar redes y recoger los frutos del mar, procurarse el sustento a horas inverosímiles, el esfuerzo cotidiano que suele comenzar en plena noche, cuando bullen los peces.

El Maestro los invita a seguirle para convertirlos en pescadores de hombres. Ellos serán expertos en ese oficio misericordioso, ante todo, por Aquél que los ha convocado y por el empeño misericordioso que pongan en la tarea, una tarea de fé, una tarea cordial, una misión vital pues implica que muchos peces pequeños librados a su suerte en las anchuras de un mar que los devora, permanezcan con vida en redes nuevas.


La invitación es tan decisiva que se vuelve conminatoria, urgente. Ya nada será igual, y la respuesta implica dejar atrás lo viejo, la vida anquilosada, los esquemas perimidos, las viejas redes inútiles y emprender nueva marcha con nuevos bríos, a puro impulso del Espíritu. 


Cristo no ha buscado sabios, poderosos, guerreros, personalidades destacadas bajo los falaces criterios mundanos. Sólo hombres y mujeres que transforman su vida comenzando por la cotidianeidad que saben y conocen, y que siguen los pasos del Maestro, humildes pecadores que se vuelven pescadores por esa Gracia que no merecen pero que sobreabunda más que cualquier miseria.


Conocemos bien a Simón, Pedro para todos nosotros, su amistad abierta y extrovertida, su carácter a menudo voluble, sus idas y vueltas, su fidelidad como roca para sus hermanos. la Iglesia.


De Andrés, los datos son más escasos. Pero posee ciertos visos que equilibran el carácter encendido de su hermano, cierto talante reflexivo y muy, muy cercano al corazón y la confianza del Maestro.


Pero es el que comunica a otros que ha encontrado al Mesías, el que se afirma en su fé y en el servicio, buscando en Cristo las respuestas que su razón no atina.


San Andrés, amigo y obrero del Señor que nos vuelve a decir que hemos de encontrarnos con el Mesías que llega como un Niño pequeño a nuestras orillas.


Paz y Bien


Adviento: otra historia está llegando

 





Domingo Primero de Adviento

Para el día de hoy (29/11/20) 

Evangelio según San Marcos 13, 33-37


Más allá de la letra estricta de los tiempos cultuales prescriptos, Adviento es una invitación que no sabe de limitaciones de calendario.

En el tren de la existencia, Adviento es una estación espiritual que no es escala y no es destino, pues nuestro destino -es decir, aquello que nos confiere sentido definitivo y plenitud- es el encuentro con Alguien antes bien que con una idea o abstracción indeterminada.


Adviento es saber que, en verdad, nada nos pertenece, que somos concesionarios de una vida que se nos ha otorgado, tierra fértil para hacerla fructífera. Pero también es descubrir con asombro y alegría la confianza inconmensurable que se nos ha concedido a cada uno de nosotros: la confianza es raíz misma de la fidelidad, de la fé.

Desde esa confianza, sabemos que todos, sin excepción, tenemos una tarea asignada. Ello no es una organización de tareas, y es mucho más que una obligación: esa tarea asignada es el modo de ser plenos, felices, aquello mismo que llamamos vocación, llamados a ser y a hacer de un modo específico, pero invariablemente, con Dios por horizonte.


Con una tarea por realizar a lo largo de toda la existencia -tarea que no es yugo intolerable- no se admiten las perezas ni los letargos. Es claro que no hay sanciones al modo mundano en que nos movemos habitualmente. Sucede que si nos quedamos dormidos, aletargados por las comodidades, las banalidades y muchas preocupaciones que nos inundan, se nos escapa como arena entre los dedos lo que verdaderamente cuenta, y es la capacidad de entrever en nuestros días, en cada segundo, que la historia es kairós, tiempo santo de Dios y el hombre, tiempo fecundo de eternidad.


Así, bien despiertos y atentos, con la ayuda de Dios recuperaremos esa capacidad de asombro que es crucial para no languidecer en estos páramos yertos. 

Otra historia es posible, otra historia viene empujando por senderos cordiales y humildes, otra historia se escribe en silencio desde las mujeres y los niños, desde un Niño pequeño por el que serán sagrados todos los niños, y el estar despiertos no es cosa de espectadores, sino de gentes dispuestas a despertar a los demás, a ser protagonistas de la esperanza, a encender los corazones apagados, a ser sal y ser luz.


Feliz Adviento para todos.


Paz y Bien

El tiempo definitivo, el tiempo del Señor

 





Para el día de hoy (28/11/20) 

Evangelio según San Lucas 21, 34-36


El tiempo definitivo llegará. Cesarán todas las esperas; será tiempo de cosecha, y por eso tiempo en que se evidenciarán los frutos buenos.

Será el tiempo del regreso del Hijo del Hombre, Cristo amaneciéndonos de una vez y para siempre.


Las especulaciones y cálculos carecen de sentido, y se los aligera el andar de toda ansia de precisión calendaria, pues Cristo viene. Y vendrá de improviso, y es menester estar dispuestos para el encuentro final, un final que es el comienzo de la vida absoluta.


Por eso no podemos permitirnos quedar atrapados por las preocupaciones, ni por todas esas cosas que nos distraen.

La alerta que nos enciende Jesús de Nazareth es un mensaje de pura esperanza, porque despojados de todos los sinsentidos, de todo lo que perece, podremos presentarnos humildemente de pié, mirando a los ojos a Aquél que ya hizo morada en nuestros corazones.


No hay manuales, ni soluciones mágicas, ni profusos razonamientos. La espera atenta es un rescoldo que se mantiene encendido con la oración.


Se trata de orar siempre, acercándonos al horizonte que es Cristo que llega.

Orar siempre, orar sin desmayos, orar con confianza, orar en la fecundidad de la escucha atenta, orar con las manos, con cada paso, con cada palabra y cada silencio, orar en soledad, orar en comunidad.

Orar para que nuestras vidas estén en la misma sintonía eterna de Aquél que no deja de buscarnos, orar para transparentar ese amor entrañable.


Orar para que toda la existencia se haga plegaria.


Paz y Bien

Viene naciendo nuestra liberación

 





Para el día de hoy (26/11/20):  

Evangelio según San Lucas 21, 20-28



Imágenes de horror. Cataclismos cósmicos, terribles tambores de guerra, el sonido atronador de todas las miserias que devienen en luto, en angustia, en opresión, en descenso brutal de la condición humana. 


Pareciera que a medida que transcurren los siglos se vá perfeccionando -meticulosamente- la capacidad de hacer daño, de lastimar y suprimir a los demás. No siempre se trata de armas de fuego; existen otros métodos tan violentos como los de éstas, el destrato, la exclusión, el desprecio, el abandono, el ninguneo de oír pero no escuchar a nadie excepto a la voz voraz del propio egoísmo.


Para los contemporáneos de Jesús de Nazareth esto se agravaba, pues su centro se ubicaba en ese Templo enorme habitado por su Dios, el mismo que les brindaba identidad y carácter. Ese Templo sería reducido a escombros por las legiones de Tito y Vespasiano, y muchos de los jerosolimitanos pasados a cuchillo o vendidos como esclavos.


Todo ello, tempus fugit, cronos que se escurre inexorable como arena entre los dedos.


Con todo y a pesar de todo, la Encarnación es el misterio asombroso que inaugura el tiempo nuevo de Dios y el hombre, tiempo de Niño Santo, tiempo de vida que se expande humilde y silenciosa pero imparable.


En la noche más cerrada, en los lapsos de mayor dolor y oscuridad, una mínima luz se hace imposible de apagar. 

Cristo está llegando, Dios que sale al encuentro de los extraviados, de los que no pueden más.


Otro tiempo está llegando, ad-viene, y hay que permanecer fieles, con la mirada en alto, porque nos está naciendo -aún con tantos dolores de parto- nuestra liberación.


Paz y Bien

Permanecer fieles hasta el fin

 





Para el día de hoy (25/11/20):  

Evangelio según San Lucas 21, 12-19



El panorama que plantea Jesús a sus discípulos no es nada grato. Más aún, es aterrador.

Habla de persecuciones políticas y religiosas, de cárceles, de violencias y hasta de muerte por permanecer fieles a la Buena Noticia, y más aún: estos vendavales pueden desatarse también de los más cercanos, del entorno que los discípulos consideran como propio y firme.


Es que el Evangelio es opuesto a esto que entendemos por mundo, nada tiene que ver con el poder, con la opresión, con la injusticia, con todo lo que atenta contra la vida humana. Y esta oposición implica tomar partido de manera profética, es decir, anunciar la mejor de las Noticias y denunciar todo lo que arrolla la dignidad y plenitud humanas.


El mensaje de Jesús de Nazareth no se dirige solamente a la primera comunidad cristiana, la que luego de la Pasión y resurrección del Señor comenzaría un largo camino de persecuciones por parte de las autoridades de la religión de Israel y sufrirían las violencias de la prepotencia imperial romana.

El mensaje a traviesa todos los tiempos y llega hasta nuestro presente.


Es necesario también mirar, desde el prisma de nuestros corazones, otra consecuencia: si las persecuciones son consecuencia directa de la fidelidad, su ausencia ha de ser significativa y hasta peligrosa.

La recepción sin inmutarse del Evangelio -claro está, de modo superficial- por parte de los poderosos y de los sistemas de dominio es síntoma de que algo no está bien. Quizás signifique que cedimos a nuestros miedos y dimos paso a una versión edulcorada de la Buena Noticia que no compromete, nada arriesga y poco transforma.

Es renegar de esta vocación de semilla de mostaza y de levadura en la masa.


Con todo y a pesar de todo, nada ni nadie podrá detenernos ni acallarnos.

No estamos solos, no vamos solos, el Espíritu nos sostiene y nos impulsa en coraje y elocuencia.


Paz y Bien


Nuestro espacio sagrado es el Corazón de Jesús

 




Para el día de hoy (24/11/20):  

Evangelio según San Lucas 21, 5-9



Para la fé de Israel, el Templo era su centro primordial, lugar en el que habitaba su Dios y en el que, mediante el ritual preciso, era posible encontrarse con Él y obtener sus favores. De allí también, en parte, la necesidad de que fuera imponente, magnífico, deslumbrante, un faro dorado que atrajera a toda la nación judía, tanto la Palestina como la de la Diáspora.


Sus mismos discípulos eran totalmente dependientes de esas ideas: el Templo les brindaba certezas y seguridades, aún en esos tiempos en que agobiaba la presión ejercida por el opresor romano, y por tantos que anunciaban tiempos finales. En cierto modo, el Templo les espantaba angustias y les ofrecía un espacio sagrado y trascendente que no podían hallar en el transcurrir diario. De allí el ánimo de hacerle cambiar de ideas a Jesús, comentando las bellezas, la pompa y los lujos evidentes de ese sitio enorme.


La profecía del Maestro los golpea con toda crudeza. Les preanuncia con exactitud que el Templo sería derribado años después, quedando reducido a escombros. De ello se encargarían las legiones de Vespasiano y Tito, aproximadamente por el año 70 dc.

Pero también los previene contra todos aquellos mensajeros falaces de horrores, de tormentas finales, portavoces necios de dioses falsos, embajadores plenipotenciarios de miedos coactivos.


Lo que permanece inalterablemente vivo y vivificante es la Palabra. Todo lo demás -hasta lo mejor cimentado, hasta lo más firme- dominios, imperios, sitios, templos y situaciones, mundos abrumadores y cielos perpetuamente oscuros han de pasar. Más la Palabra permanece.


En el tiempo definitivo de la Gracia, nuestro espacio sagrado es el Corazón de Jesús.


Paz y Bien

Sembrar futuro desde la caridad y la compasión

 





Para el día de hoy (23/11/20):  

Evangelio según San Lucas 21, 1-4


Paradójicamente, entonces y ahora nadie daría un centavo por las dos moneditas de cobre arrojadas a la alcancía del Templo por esa viuda pobre, desamparada. 

Pero en esa insignificancia aparente, hay un misterio escondido de valor profundísimo que sólo el corazón sagrado de Jesús puede descubrir.


Ese misterio revelado quiere decir que todo tiempo se decide y resuelve en el presente, especialmente cuando con la desmesura del amor y la locura de la solidaridad las cosas se hacen sin reservas, a pura entrega cordial, sin especulaciones y -horror de horrores- sin precauciones. Porque el Reino no es para precavidos que, tal vez, nos animemos a alguna que otra acción pero siempre tenemos alguna resto escondido por si las cosas van mal.

Esa es la mundana lógica de la especulación, del sí a medias y con condiciones, de la emoción pero vamos a ver, de la ampuloso gesto de donar los sobrantes.


Pero el Reino es ilógico, y es pura desmesura, como el vino de Caná, como las cestas del pan compartido y multiplicado, como la frutal Gracia que nos llueve mansa, como la desbordante y asombrosa misericordia que sostiene al universo.


Así la viuda pobre ofreciendo todo lo que tenía para subsistir, es decir, ofreciendo sin reservas su propia existencia es la levadura humilde que todo lo transforma, es la pequeñez insobornable que conmueve las entrañas de Dios, es el darse sin medidas del mismo Cristo, sea cual fuere la consecuencia.


Arrojar estas pequeñas moneditas que en verdad somos es sembrar un futuro desde un presente que germina distinto, incondicionalmente, con todo el corazón y toda el alma, con la confianza fundante del mandamiento mayor de amar a Dios y al prójimo por sobre todas las cosas.


Paz y Bien

Cristo Rey del universo, al que se honra en espíritu y en verdad

 





Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo

Para el día de hoy (22/11/20) 

Evangelio según San Mateo 25, 31-46




Las variaciones suceden de acuerdo a las circunstancias históricas y a las diferentes culturas y costumbres nacionales. Sin embargo, hay ciertas constantes que podemos entrever sin demasiadas dificultades en torno al soberano que rija los destinos de un pueblo determinado.


Están los adulones de siempre, los que se postran solamente en el gesto -aplaudidores incansables y seriales- que a menudo esconden la intención de obtener favores del rey. No hay mucho más que les interese en ese trueque encubierto.


No pueden faltar los cortesanos usuales, habitués de un grupo reducido que suele arracimarse en las cercanías del trono, y de ese modo hacen que el rey esté cada vez más lejos de su pueblo.


Otros se limitan a las ceremonias específicas y protocolos reales de momentos puntuales. Pero finalizadas las ocasiones solemnes, vuelven a sus existencias como si nada, y especialmente se dedican a olvidar la soberanía del Rey.


Pero muchos otros, a veces la mayoría del pueblo, no están en los primeros puestos y a veces no saben bien las cosas que deben decir en presencia de su rey, pero al rey lo respetan y veneran, y son de cumplir con los mandatos porque es su deber y porque así no van a andarse con problemas.


Los discípulos de Jesús de Nazareth actúan de manera similar a estos someros ejemplos. Pero más allá de proyectar en Cristo sus ansias y sus frustraciones, persistían obcecados en adjudicarle categorías enteramente mundanas al Reino que Él les revelaba, porque en esos esquemas escondían también sus ambiciones.


Pero Cristo es un rey muy extraño, que rehuye de palacios, pompas y ornas solemnes. El acontecimiento que cambia la historia de la humanidad, su nacimiento, acontece en un refugio de animales por castillo, y por trono los brazos de su Madre, rodeado de una paupérrima corte de pastores cuidadosa y expresamente elegidos.

Es un rey que no encaja en ningún molde, porque reniega del uso de la fuerza -siervo manso de sus hermanos y también de sus enemigos-, que no admite derramar ninguna otra sangre que no sea la propia, que es glorificado en el momento absoluto de la aparente derrota total de la crucifixión, asumiendo en sus hombros lastimados todas las muertes para que no haya más crucificados.


Es que el reino de este Rey no se encamina por canales razonables, lógicos. El dominio de este rey es humilde y pujante en el ámbito de los corazones, un reinado que no se impone, porque su esencia es el amor, y el amor no tiene nada de abstracto ni de ilusorio. Es bien concreto, sanguíneo y eterno a la vez.


Por eso a este rey se lo honra en espíritu y en verdad en cada acción de misericordia, de compasión, de justicia, de solidaridad, soberanía de la esperanza que se crece entre hermanos, territorio definitivo del Resucitado.


Paz y Bien

En el horizonte de Dios hay reencuentro y plenitud

 








Presentación de la Santísima Virgen María

Para el día de hoy (21/11/20): 

Evangelio según San Lucas 20, 27-40



En apariencia, la discusión entre un grupo de saduceos y el Maestro intenta aclarar un nudo exegético que para ellos es muy importante, la llamada Ley de Levirato, aunque sin dudas también es probable que exista cierta intencionalidad oculta de desacreditar a Jesús de acuerdo a la respuesta que Él brinde.


Porque el silogismo que sostienen es falaz, lleva engañosamente implícita la respuesta que buscan, inclusive más allá de la situación casi absurda que se plantean.


Los saduceos eran una élite aristocrática y laica de creciente influencia política y social por el inmenso poder económico que poseían. Es por eso mismo su rechazo a cualquier idea de una vida postrera, y lo es por una cuestión evidente: no les importa demasiado el más allá, pues en el más acá están cómodos y satisfechos, a sus anchas. Se puede entrever que aceptarían un sucedáneo -al modo de la absurda argumentación de la viuda sin descendencia- sólo y si la muerte implicara una continuidad absoluta del confort y del bienestar del que disfrutan.


Pero la muerte no es solamente un accidente biológico, ni algo inevitable y ominoso que a todos nos espera.


Desde Cristo, desde su Pasión y su Resurrección la muerte está en fuga, y el morir es, por bondad de ese Dios asombroso, éxodo y Pascua.

Es don y es misterio, es el paso a la plenitud definitiva. Sin embargo, no se recibe pasivamente, ni tampoco es producto de los méritos acumulados.


Es una sintonía insondable de amor de ese Dios que sólo vé hijas e hijos, y es por ese afecto infinito que nosotros tenemos la certeza que nunca moriremos del todo, y que el horizonte ofrecido es reencuentro y felicidad plena.


Paz y Bien

El templo verdadero es Cristo

 





Para el día de hoy (20/11/20):  

Evangelio según San Lucas 19, 45-48



Él había entrado a Jerusalem, fiel hasta el fin a su vocación, al Reino, a los sueños de su Padre.

En la Ciudad Santa estaba ese Templo enorme y fastuoso, que era el centro espiritual de toda la nación judía, la de Israel y la de la Diáspora. Pero se había encontrado en sus atrios a toda una turba de cambistas de monedas de diverso origen y de comerciantes que vendían animales para los sacrificios que el culto exigía. Eso lo enciende de furia, y comienza a derribar las mesas de los cambistas y a abrir los corrales de los animales, pues habían transformado una casa de oración en una cueva de bandidos, aquello que estaba señalado como espacio sagrado, por puro interés. lo convirtieron en espacio banalmente profano.


Pero el Templo no es sagrado por sí mismo, por la sacralidad de sus construcciones sino más bien por Aquél que lo bendice y habita, Aquél que le otorga trascendencia. Aún así, el problema real radicaba -siempre lo hace- en los corazones de las personas.


Todo ese circo malsano hubo de montarse en beneficio económico de unos pocos, y a su vez respondía a una teología retributiva, es decir, al tira y afloje religioso de las cosas que podemos arrancarle a Dios mediante el cumplimiento estricto de algunas prácticas cultuales específicas, a esa piedad del trueque y las recompensas obtenidas.


La Encarnación es misterio insondable de amor en donde se entrecruzan el tiempo y la eternidad en la persona de Jesús de Nazareth, Dios hecho hombre, uno de nosotros, el más humano de todos. Es don, es oblación incondicional, asombrosamente gratuita.


Ni dos vidas ofrecidas por entero pueden obtener un sólo segundo de eternidad. Es el tiempo de la Gracia, de la desproporción, del amor más allá de todo mérito, y la Pasión refrendará a precio de sangre esa verdad.

El templo verdadero es Cristo, y por Él cada mujer y cada hombre son templos vivos del Dios de la Vida.


Nosotros nos debemos algunos desalojos, abandonar este comercio torpe de recompensas pretendidas y el permitirnos la contradicción de liberar a Dios de esos templos en donde lo hemos encerrado tanto tiempo, para volver a rendirle culto primero en el hermano.


Paz y Bien

Ciudades sin corazón

 






Para el día de hoy (19/11/20): 

Evangelio según San Lucas 19, 41-44



Jesús de Nazareth era un fiel hijo de su pueblo, de las tradiciones de sus mayores, de la historia de su nación. 

Se encamina decidido hacia su Pasión, en absoluta libertad a pesar del horror ominoso que se asoma. Lo acompañan los discípulos y, junto a ellos, una multitud que le sigue por diversos motivos, la mayoría de ellos conceptos erróneos de su misión redentora, de su identidad mesiánica.


Pero con Jerusalem a la vista, sus ojos están anegados por la tristeza en un mar de lágrimas. La escena es sobrecogedora: aún con los Doce, aún rodeado de la multitud, se trata de un hombre que llora ante el destino terrible que le espera a su patria.

Como todo profeta -y más que un profeta- tiene una mirada profunda y distante, y lector excelente de los signos de los tiempos, sabe lo que la historia le depara a la Ciudad de David: años después de su muerte y Resurrección, por el año 70, las legiones romanas de Vespasiano y Tito aplastarán brutalmente el conato de rebelión contra la opresión romana que encabezarán los severos zelotas.

Las legiones no se limitarán a combatir a los insurrectos: pasarán por las armas a miles, combatientes o pacíficos ciudadanos, y a otros tantos los venderán como esclavos, y arrasarán la ciudad comenzando por el Templo, del que sólo quedarán algunas lajas de una pared externa -el Muro de los Lamentos-, condenando así al pueblo judío a siglos y siglos de una Diáspora harto dolorosa, un pueblo que se quedará sin tierra, sin Estado, sin nación ni símbolos propios que los identifiquen.


La Ciudad Santa lleva por nombre Jerusalem, que es la mixtura de dos términos: Yherushalaim, Ciudad del Shalom, Ciudad de la Paz.

Pero la paz no se obtiene enarbolando nombres adecuados, a pura declamación. La paz es una labor cotidiana, se edifica con muchísima paciencia, desde la tolerancia y a partir de sólidos cimientos de justicia.

Y para los creyentes, la paz es un don de Dios que se confía a nuestras manos y que debe cuidarse como un tesoro muy valioso que no puede perderse de ninguna manera. O peor aún, rechazar ese regalo que se nos ofrece sin condiciones, a pura generosidad.


A veces parecería que no sabemos llorar. O que no hemos llorado lo suficiente, para purificarnos de demasiados espíritus malos que permitimos se nos alojen dentro del pecho. Demonios de creernos mejores que otros. Demonios infames de ejercer la violencia en nombre de un dios espantoso. Demonios de la opresión, del descarte humano, las aves negras del narcotráfico y las esclavitudes que parecen perennes. Los demonios habituales de una niñez olvidada y los demonios cultores del dios dinero.

Todos cultores de sacrificios humanos, pues en las aras solemnes de la soberbia y el egoísmo se sacrifica al prójimo.


Quiera Dios que sepamos llorar de verdad, y a partir de allí, poner manos a la obra, como simples operarios en la edificación de otro tiempo y otro mundo, el Reino entre nosotros.


Paz y Bien 

Confiados en el Viñador que nunca nos abandona

 






Para el día de hoy (18/11/20):  

Evangelio según San Lucas 19, 11-28




La parábola que nos brinda el Evangelio para el día de hoy proviene de un género alegórico el cual, sin darle una adecuada trascendencia, nos limita a una linealidad torpe y contraria a las enseñanzas de Jesús de Nazareth.

Siguiendo esas razones, nos estancaríamos en una espiritualidad que justifique teológicamente desigualdades, desigualdades que por tanto está muy bien que las prorroguemos y prolonguemos entre nosotros, que es deseable la especulación financiera antes que el trabajo, y que Dios es un puntual castigador, cruel y vengativo.


Más en realidad todo debe leerse en clave de la Pasión que Jesús está a punto de vivir, cruz, muerte y Resurrección, clave de todo destino.

Así no se trata de indagar tanto acerca de los bienes recibidos ni tampoco de un juicio final que todos esperamos -rendición de cuentas mediante- sino de qué hacemos, como discípulos y hermanos de ese Cristo, con este don valioso que se nos ha dado, la vida misma.


Por el misterio de la Encarnación, estamos estrechamente unidos a ese Dios que se ha hecho uno de nosotros, y con Él nos volvemos partícipes de la creación. Por ello es menester tomar riesgos, florecer la existencia, no esconder los talentos, no enterrarse por temor, sino hacer que lo que se nos ha dado -y no nos pertenece- podamos devolverlo, orgullosos y felices, al tiempo de la cosecha al Viñador que nunca nos abandona.


Paz y Bien 


 

Mesa de acción de gracias por el paso salvador de Dios en la vida

 






Para el día de hoy (17/11/20): 

Evangelio según San Lucas 19, 1-10




En el día de ayer la liturgia nos ofrecía la sanación de un hombre ciego en las afueras de Jericó; la ciudad es prácticamente un arrabal de Jerusalem, y teológicamente nos ubica en el umbral de la Pasión del Señor. En ella se alojaban los sacerdotes y levitas que regían y servían el culto en el Templo, pero también es un importante centro económico, pues por la confluencia de rutas bullían comercio y riquezas.


Jericó además es la segunda ciudad en importancia, luego de la Ciudad Santa, de toda Palestina; pero además es muy importante para la memoria histórica de Israel. Al mando de Josué, los israelitas ingresan a la Tierra Prometida franqueando en primer lugar a Jericó y sus murallas.


En una ciudad así, necesariamente hay toda una estructura impositiva, los recaudadores de impuestos o publicanos. Algunos de grado inferior como Leví/Mateo, y otros de rango superior como Zaqueo, jefe o mayor de toda una zona.

Los publicanos -empleados judíos- recaudaban los durísimos tributos imperiales gravados por la Roma ocupante; por esa sola razón, eran detestados por sus paisanos como traidores a la nación judía. Eso no era todo: la posición de algunos como Zaqueo permitía además prácticas corruptas y extorsivas que le permitían amasar pingües fortunas, otro motivo por el cual el pueblo los ubicaba en un mismo escalón moral que las prostitutas, y así eran odiados con fervor, limitándose su vida social a sus pares publicanos.

Para la severa mirada de la religiosidad imperante, los publicanos son impuros irremisibles pues el contacto con el extranjero y con las monedas prohibidas los inhibían de toda participación comunitaria del culto.


El dato que nos ofrece Lucas es significativo: ante la llegada de Jesús de Nazareth, Zaqueo quiere ver quién és ese rabbí galileo del que todos hablan. No es un mirón, un espectador menor de un fenómeno popular, hay una inquietud cierta que inquieta su alma. Parece que una multitud abigarrada, combinada con una escasa estatura le impiden mirar y ver al Cristo que pasa.

Es dable suponer que Zaqueo sea bajito, pero no todo es lineal, literal. Quizás la praxis diaria -dolorosa para los demás, corrupta, infame- lo ha hecho descender en su estatura moral, y sólo puede elevar su mirada apenas por encima de un fango que es reflejo de su corazón.


Ese sicómoro, ese árbol que está allí es casi un hermano que le permite subirse a sus hombros. Sus ansias de mirar y ver a Cristo reflejan una esperanza de una vida distinta que no le brindará ni su oficio, ni sus riquezas, ni el poder ni la religión que le prohíben.

Y el Maestro lo sabe.

Anda con las prisas de mesa fraterna, de mesa de amigos, anticipo cordial de una Eucaristía que se prolongará hacia la eternidad, mesa de acción de gracias por el paso salvador de Dios en la existencia.


No basta la declamación, ni son suficientes las buenas intenciones mencionadas. La conversión conlleva reparar los posibles daños que se han cometido con los demás, y de allí la aceptación explícita de su corrupción que desde ese momento será historia, será pasado, porque Cristo se ha alojado en su casa, ha encontrado hogar en su corazón.


Zaqueo finalmente alcanza las alturas de un cielo cercano, y ya no necesita subirse a ningún árbol pues su vida ha sido restaurada por el perdón y la gratitud, por ese Cristo que viene a reunir a los perdidos.

Porque todos tenemos, con todo y a pesar de todo, un lugar en su mesa.


Paz y Bien

Libres para creer y vivir en la plenitud de la caridad

 





Para el día de hoy (16/11/20) 

Evangelio según Lucas 18, 35-43



En ruta hacia Jerusalem, Jericó se encuentra a sólo treinta kilómetros, menos de una jornada de marcha. Poblado antiguo de historia frondosa, geográficamente se ubica como umbral de la Ciudad Santa, y simbólicamente es el suburbio de la Pasión de Cristo, la antesala de los horrores y los odios que no pueden apagar el amor mayor de la cruz.


Pero nos guiamos por la fé, y esa fé nos dice que la Pasión en Jerusalem no es el final sangriento de un peregrinar de tres años, sino que es un comienzo de un tiempo definitivo. Es por ello que desde esta perspectiva, hemos de prestar especial atención a lo que suceda en Jericó como hito decisivo.


Jesús de Nazareth se acerca a esa ciudad acompañado de sus discípulos y rodeado seguramente de un nutrido grupo de gente. La situación es compleja para los discípulos, pues reniegan de abandonar sus viejos esquemas, las viejas ideas nacionalistas mezquinas o las caricaturas mesiánicas que propugnan; pero también se embriagan de la influencia creciente que su Maestro tiene con el pueblo, y quizás ya se imaginen portentosos gobernantes delegados, aunque en sus mentes el miedo no está ausente. En numerosas ocasiones han escuchado las virulentas condenas y las patentes amenazas de los poderosos de siempre, y temen por Jesús y por ellos mismos.


A la vera del camino se encuentra, sumido en las sombras, un hombre ciego que suplica limosnas, cadencia de dolor continuo de un mundo que las retinas muertas de sus ojos le van angostando día a día el corazón. En el siglo I, las cegueras adquiridas en Palestina son frecuentes, a causa de las tormentas de arena y polvo del desierto, de las salinas de la zona y del sol fuerte que pega duramente contra rocas blanquecinas, lesionando las córneas de muchos. Así la ceguera implica caer en la miseria absoluta, dependiendo de la buena voluntad de los marchantes que puedan acercarles, solidarios, algunas pequeñas monedas para apenas sobrevivir.

A veces no se tiene la real dimensión de una limosna que se brinda desde la compasión; puede aparentar ser una monedita ínfima, pero tiene una eficacia asombrosa, y lo que produce abre las aguas de todas las rutinas que agobian. Así con este hombre, al que por compasión -y quizás sin darse cuenta- le brindan lo más valioso, la llegada del Señor, el Cristo que pasa por su existencia.

A veces también, ocupados en faraónicas planificaciones, nos solemos olvidar del valiosísimo primer paso de la Evangelización, que es una palabra de esperanza, una escucha atenta, una mirada transparente, el aviso claro de que Alguien se preocupa y ocupa de todos.


Ese hombre no ha cedido a la resignación. No baja los brazos a pesar de que la ceguera parece permanente, a pesar de que todos los demás acepten que su vida apenas discurra a la vera del camino, sumido en la miseria de las carencias y en la miseria de los corazones que justifican su descarte.

Esos gritos que enarbolan expresan rebeldía a la inhumanidad establecida y aceptada, pero más aún expresan confianza en una persona, Jesús de Nazareth. Y los gritos crecen en la misma proporción en que intentan morigerarse, y ser silenciados.

Triste imagen tan habitual, la de acallar los clamores de los que sufren y los gritos de los olvidados, un dios mezquino para unos pocos elegidos desentendido de todo dolor.


Pero este Cristo jamás pasa de largo. Es un servidor que vá hacia la raíz misma del problema, que sólo quiere prestar su auxilio. Y ese hombre confía en Él,, pilar fundamental junto al amor de Dios para que acontezcan milagros.

En ese hombre se inaugura la mejor de las noticias pues no pide ser librado de su ceguera, sino que antes bien quiere recuperar la vista. Parece una cuestión semántica, pero es crucial. La bendición, la liberación que Cristo nos ofrece no es tanto exonerarnos de sino ser libres para. Por eso ese hombre será nuevamente capaz de recibir y percibir la luz, su corazón renacerá y se convertirá en discípulo, paso salvador de Cristo por su existencia, la misma Pascua que hoy se nos ofrece para una vida santa, plena, eterna, feliz.


Paz y Bien

La Gracia de Dios todo lo multiplica

 








Domingo 33º durante el año

Para el día de hoy (15/11/20):  

Evangelio según San Mateo 25, 14-30




A un terreno oscuro y pantanoso nos puede conducir una lectura lineal o literal del Evangelio para el día de hoy. Porque en las literalidades se incuban todos los fundamentalismos, y en las linealidades se dibujan caricaturas que nada tienen que ver con el rostro paciente y bondadoso del Dios Abba de Jesús de Nazareth.


Porque si partimos del supuesto que Dios ha repartido dones o talentos de manera disímil -capacidades, habilidades, caracteres- a algunos en mayor cantidad que a otros, justipreciamos una creación de algunos mejores que otros por naturaleza, y de allí a justificar cualquier desigualdad hay un pequeño paso.

A la vez, podemos aficarnos en un Dios exigente y severo a la hora de la rendición de cuentas; en esa imagen, no tienen espacios los colores de la misericordia. Ni tampoco el Dios de Jesús es un Dios que se ufane y haga taxativos gestos de poder e imposición a la manera mundana de los poderosos de la tierra.


Nada de ello se condice con un Dios que es amor, que ama y se des-vive por todas sus hijas e hijos.


Una de las claves/llaves es el miedo, más no el miedo impuesto por ese hombre rico que regresa de viaje y somete a escrutinio lo que se ha hecho con sus bienes. Se trata del miedo elegido, ese en el que nos instalamos por temor, por comodidad, por prudencia enferma que esconde la resistencia del corazón a cambiar. Es ese miedo que nos vuelve estériles, que reseca todo brote nuevo, que impide que crezca y se expanda la vida plena, y quede una existencia apagada, minúscula, una vida des-graciada.


Pero hemos sido creados y soñados desde una sonrisa para una vida agraciada.


Se nos ha confiado en nuestras manos esa Gracia asombrosa, la fuerza silenciosa e imparable del Reino que todo lo transforma. Y vale la pena correr el riesgo, un riesgo valioso porque esos talentos indescriptibles se multipliquen, aún cuando nos descubramos pequeños, falibles, pecadores, de escaso valor.

Todos podemos acrecentar ese tesoro.


Paz y Bien


Orar sin desmayos, vidas orantes

 






Para el día de hoy (14/11/20):  

Evangelio según San Lucas 18, 1-8


En la parábola correspondiente a la lectura que nos ofrece la liturgia del día, predominan dos personajes.


Por un lado, el juez injusto. En los tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth, los jueces tenían una relevancia fundamental en una sociedad en donde se mixturaban lo religioso y lo civil sin diferenciarse; por ello, un juez decidía, a menudo, no sólo en pleitos civiles o comerciales, sino también en la referencia de esos conflictos a la Ley de Moisés. 

Un juez, entonces, debe ser un hombre piadoso, incorruptiblemente probo y que nunca demorará el hacer justicia a los más débiles de la comunidad, porque en última instancia la justicia es cosa de Dios, no de los hombres, y de ese modo, un juez actúa en nombre de Dios porque Dios es Dios de la justicia y el derecho.


Pero en el ejemplo que nos convoca, nos encontramos a un juez que no teme a Dios ni a los hombres. Es un juez inicuo que sólo tiene en su horizonte a él mismo. Ni Dios ni prójimo, y se ufana de ello. Por aquello que se planteaba en el párrafo anterior, es un infame enemigo de Dios y del pueblo, vive sin Dios, sin Ley y sin comunidad a pesar de su responsabilidad, y para colmo de males hace aspavientos.


Por otro lado, se nos presenta la viuda. En aquellos tiempos, las mujeres carecían de derechos propios, y los mismos -aunque mínimos- los garantizaba de niña su padre, ya como mujer adulta el esposo y, en el caso de enviudar, el varón más importante de la familia. Sin varones, quedaban terriblemente desprotegidas, a merced de cualquier abusador, sin nadie que las escuche; en la tradición de Israel y los profetas, las viudas y los huérfanos -los más débiles y vulnerables- tenían notables consideraciones dentro de la Ley de Moisés, indicando las preferencias de Dios para con aquellos que, habitualmente, nadie ayuda y son dejados de lado.

Por eso, el talante inicuo del juez se agrava, toda vez que una viuda que sufre una injusticia debería concitar su atención y arribar sin demoras a un proceso justo, que garantice sus derechos.


Aunque hayan pasado tantos siglos, los clamores dolientes de millones de viudas y de tantos que son como ellas siguen subiendo al cielo, al corazón sagrado de Dios, pues sigue habiendo jueces y sistemas infames que razonan miserias y atropellan derechos sin despeinarse ni pestañear. Quizás por ello la imagen de la justicia como la de una dama de ojos vendados a veces se nos haga ajena: más real y ansiada es la imagen de una madre de familia que abre bien los ojos, que no se abstrae en tecnicismos, que pone por delante a la persona, objeto primordial y sujeto preferencial del derecho. Hoy, al igual que ayer, el profeta Amós tendría palabras durísimas de parte de Dios para todos los opresores.


Sin embargo, y contrariamente a cualquier lógica o previsión, la viuda que nos ocupa no tiene nada de dócil, de resignada a su situación y doblegada por su condición. Ella es obstinada y hermosamente tenaz, no baja los brazos ni abdica su corazón en la búsqueda de la justicia. El juez inicuo, finalmente, hace lo que debería haber hecho sin demoras ni especulaciones, pero es dable suponer que no lo hace por hartazgo, porque la viuda se ha vuelto una gran molestia.

En realidad, el juez corre peligro porque la tenacidad de la viuda lo pone en evidencia: es un hombre que debe hacer justicia, y que se ufana de no hacerlo, y precisamente allí está el riesgo mayor. No nos es del todo desconocido: los poderosos suelen revestirse de pavor cuando los pobres y los pequeños ganan las calles con gritos destemplados que claman por paz, pan y justicia, más allá de cualquier razón.


Esa viuda es muy parecida al Dios Abbá de María y Jesús de Nazareth, que se anima sin vacilaciones a pelearse con todos los jueces injustos, que interviene en la historia derribando a los poderosos, que inclina su rostro decidido en favor de los pobres y los pequeños.


Es esa mujer la que hace justicia porque jamás abandona la esperanza, porque nunca baja los brazos, porque con todo y a pesar de todo sigue confiando en cambiar las cosas, es decir, que el Reino venga y sea.


Hacer justicia es hacer las cosas que Dios ama, mirar con su mirada, actuar como Él actúa sin demoras, atento a todos sus hijos comenzando por los más pequeños.


Orar sin desmayos, tener vidas orantes para que cuando Cristo regrese encuentre fé sobre la tierra, Buena Noticia que se encarna en lo cotidiano, Evangelios vivos, sal y luz.


Paz y Bien

El Señor regresará en cualquier momento

 




Para el día de hoy (13/11/20):  

Evangelio según San Lucas 17, 26-37



Pueblos y culturas manejan de diversos modos su sentido del tiempo. A veces, como un devenir organizado, un transcurrir rigurosamente pautado, una rutina normada. Otros -especialmente a partir del siglo XX- mediante el uso de la propaganda apoyada en los avances tecnológicos, como modo espúreo de controlar estados de ánimo masivos, determinando angustias y prioridades falaces para luego instalar agendas, es decir, instaurar prioridades que no son tales, sino que responden a la cruda realidad de la perpetuación del poder establecido. 

En medio de ello, varían las modalidades y suele acentuarse la indiferencia, la que en muchos casos es el mal menor pues implica menos agobio. Esa indiferencia es el sendero circular de la rutina que no lleva a ninguna parte, pues en realidad jamás uno se pone en marcha.

Pero en los extremos, cuando todo se torna insoportable, pueblos y culturas imaginan finales, finales mayestáticos y espectaculares, que en plano religioso implica la intervención directa y definitiva de Dios, Apocalipsis o Parusías del Día Divino, del final de la historia doliente tal cual se la conoce.


En todos los casos y más allá de toda razón, Jesús de Nazareth inaugura un tiempo nuevo, un tiempo santo, tiempo de Dios y el hombre -kairós- que es muy distinto al tiempo habitual al que nos acostumbramos y que cuantificamos y medimos -chronos-.


 Kairós es historia fecunda, tiempo re-creado, vida en expansión, regreso y reencuentro ciertos. Es Misericordia que sustenta asombrosamente al universo.


Porque Cristo ha de regresar de modo definitivo, y ya lo está haciendo en los suyos, en esa familia mística que llamamos Iglesia.


Aún con los que puedan alcanzar mayor longevidad, nuestro tiempo humano es corto, escaso, muy limitado. Apenas somos una brecha de tiempo que está de paso, y es lo que nos cuesta aceptar, esta medianía de la existencia. Sin embargo, ello posee certezas de vida o muerte. Porque en la ilógica del Reino, todo se pierde si no se dá incondicionalmente, y el primer desperdicio es la propia vida, y es menester decidirse a dejarse envolver por el narcótico demoledor de la rutina o animarse a hacerse ofrenda, paz y bien para los demás.


No se puede vivir mirando atrás, estatuas de sal que se aferran al pasado, rechazan transformar el presente y soñar el futuro.


Él volverá en cualquier momento.


Al fin y al cabo, hemos nacido en plena noche, en la noche más cerrada de la cruz, cuando nadie podía esperar ya más nada, cuando todo parecía definitivo, allí nacíamos al fin de los imposibles, la Resurrección, la vida que es eterna, que prevalece, historia grávida de Gracia dispuesta al parto, que no al sepelio, pura esperanza.


Paz y Bien


Dios sigue interviniendo el la historia humana

 





Para el día de hoy (12/11/20): 

Evangelio según San Lucas 17, 20-25



Lo rezamos a diario, y suplicamos ¡Venga a nosotros tu Reino!, la oración que el mismo Cristo nos enseñó, rostro bondadoso de un Dios que es Padre.

Pero ese Reino a veces es, para muchos, una circunstancia post mortem, un ideal o utopía a realizarse siempre en el más allá de la vida terrena, que no en el más acá. 

Para otros, anquilosados en viejos conceptos mundanos, reino equivale a poder que se impone, a gobiernos, a jerarquías, a una Iglesia en desmesura de poder, directamente proporcional a la ausencia de corazón.

Otros tantos levantan banderas de miedo, de escenarios terriblemente apocalípticos de fines demoledores, especulando a veces fechas, señales en el calendario y escenarios propicios, confundiendo una Parusía gloriosamente ampulosa como poder definitivo y no como un supremo acto de amor, el regreso definitivo de Cristo, la plenitud de los tiempos y el cosmos.


Mientras tanto, en ciertas veredas intermedias se vincula exclusivamente al Reino con la interioridad, relegándolo a un plano espiritualista, quizás abstracto en una piedad que no se encarna.


Sin embargo, para Jesús de Nazareth el Reino de Dios es una realidad palpable, perceptible en el aquí y el ahora, como el rocío bienhechor que renueva la vida al alba, bendición asombrosa e inconmensurable, milagro constante del amor que Dios nos tiene.


Dios sigue interviniendo el la historia humana a través de Cristo salvando, liberando, sanándonos de pecados y dolencias, redimiéndonos de todas las cadenas, haciéndonos plenos. Allí precisamente está el Reino de Dios entre nosotros.


Y cuando los seguidores y discípulos de Jesús -la comunidad cristiana- en su Nombre ofrece la vida en sintonía evangélica, allí también florece el Reino.


Que el Espíritu del Resucitado nos conceda restituirnos una mirada profunda para advertir, descubrir y agradecer este don, esta Gracia, esta Salvación que se nos ha dado y se nos ofrece generosa en cada instante de nuestras existencias, Dios con nosotros, Dios por nosotros, Dios en nosotros.


Paz y Bien

Regreso a la tierra prometida de la Gracia

 





Para el día de hoy (11/11/20):  

Evangelio según San Lucas 17, 11-19




En el siglo I, bajo el rótulo de lepra se identificaba a una serie de patologías cutáneas visibles: eccemas, psoriasis, moluscos y el mismo mal de Hansen. En la estricta mentalidad religiosa imperante, un enfermo de lepra era, a su vez, un impuro ritual que debía ser separado del resto de la comunidad, pues también se infería que esa enfermedad era la consecuencia de los propios pecados o de los padres, en clave de castigo divino. De esa manera, el problema sanitario se transformaba en una cuestión netamente religiosa, al punto que quien determinaba el ostracismo o la readmisión de un leproso es el sacerdote, que en el caso positivo procederá a un complejo ritual de purificación.


Los leprosos debían vivir alejados de todo pueblo o ciudad, agrupados con los harapos que debían vestir, y anunciar a los gritos su condición de impuro para que los caminantes pudieran evitarlos con distancia suficiente.

Si entre los leprosos se encontraba un extranjero, al ostracismos debía sumarse el desprecio por el gentil o el pagano, el impar distinto a los hijos de Israel: pero si el leproso era un samaritano, la cuestión era aún peor pues el samaritano era un pagano, un traidor y un antiguo judío que se permitió contaminar con extranjeros, que vulneró la Ley y que desairó la sacralidad del Templo.

Hay un detalle que conmociona, y es que el dolor y el sufrimiento igualan en la desgracia: entre los leprosos que gritan no se puede saber a ciencia cierta ni el origen ni la pertenencia.


Ellos claman por misericordia: en su cercanía pasa ese Cristo que ha sanado a tantos, que nadie rechaza, que habla de Dios de un modo tan distinto y novedoso. Su clamor, claro está, es a la distancia, en una inconsciente resignación por su condición excluyente.

Esa confianza que esos hombres ponen en Jesús de Nazareth no es vana. Ninguna confianza depositada en Él se pierde.


Todo un mundo edificado y fortalecido alrededor de lo punitivo, del rostro severo de un Dios distante y vengativo, la religión de los puros y buenos, cerrada a cal y canto, no puede sostenerse cuando Cristo se hace presente, ni a Él las imposiciones que aplastan lo humano pueden limitarle.Cuando Cristo se hace presente acontece la Salvación, la plenitud de la persona por la acción del amor de Dios, y es plenitud también involucra la salud, la libertad, el reconocimiento.


Esos hombres han de ir a presentarse a los sacerdotes. Cristo no es un provocador que todo quiere derribar, y en su gesto e indicación están también esas cosas y esos modos que deben desandarse. La misma institución que excluyó a esos hombres ahora debe traerlos de nuevo a la vida en comunidad, algo a lo que quizás no están acostumbrados.


La sanación acontece mientras están de camino, quizás simbolizando que la vida es movimiento, que el quedarse quietos es sinónimo de una muerte que no se condice con la Buena Noticia.

Nueve hombres siguen las instrucciones al pié de la letra, sólo uno regresa, precisamente el samaritano, el impuro absoluto, aquél de quien nadie esperaría nada, y se arroja a los pies del Maestro en reverencia y gratitud. Ese hombre ha desobedecido los mandatos rituales para abrir su alma al amor de Dios en el Cristo que lo libera.


Esos hombres van de camino al Templo glorificando a Dios. El problema es que suponen que sólo a través de los ritos preestablecidos se consigue o adquiere el favor divino. No basta la pertenencia, la identidad religiosa, social, étnica, nacional. Dios no anda contabilizando méritos y deméritos en religiosos balances de salvos y condenados. Dios es un Padre que nos ama sin medida ni condiciones.


El samaritano ha encontrado la Salvación por la confianza puesta en el Cristo y por la gratitud que expresa al reconocer el paso salvador de Dios por su existencia.

La Salvación es don y misterio del amor de Dios que nos llega por Jesucristo, y quizás no nos alcancen varias vidas para agradecer tanta desmesura, pero siempre hay que regresar, volver a los pies del Maestro, desandar nuestras miserias, regresar a la tierra prometida de la Gracia y allí sí, descalzarnos el corazón pues pisamos ámbitos sagrados.


Paz y Bien

Servidores inútiles que están completos por hacer lo que se debe hacer y nada más

 





Para el día de hoy (10/11/20) 

Evangelio según Lucas 17, 7-10



La religiosidad retributiva, cuyo arquetipo quizás sea el fariseo, perdura tristemente hasta nuestros días. Es la que supone que se alcanzan los favores divinos mediante la acumulación de actos piadosos. Como si ello estableciera derechos y obligaciones por el hecho de creer.


Ese mercantilismo, esa fé del trueque y la recompensa poco tiene que ver con el Reino inaugurado por Jesús de Nazareth.


Su Dios, nuestro Dios, es Amor, es Gracia, es Misericordia. Nada nos debe, sino más bien todo lo que hace lo realiza por nosotros incondicionalmente, en todo tiempo y lugar. 

Y es menester que las parábolas son métodos alegóricos de los que se valía el Maestro para revelar misterios, es decir, para bajar a nuestro llano y en idioma humano realidades insondables e inexpresables; es por eso que su lectura nunca debe ser lineal, literal, sino que debemos sumergirnos en sus aguas más profundas y navegar mar adentro de la eternidad que se nos propone.

Así entonces, ni Dios es un patrón ni sus hijos esclavos.


Más bien, todo lo contrario.


Este Dios se hace servidor de todos -el último- en Cristo, y reniega abiertamente de la esclavitud que se impone a sus hijas e hijos. Todos somos hijos pascuales, hijos de la liberación, destinados a la vida eterna a puro empuje de su afecto entrañable.


En la vida del Reino -que involucra cada segundo, cada instante, todos los momentos- no hay horarios ni contratos. Todo está signado por la gratuidad, esa gratuidad que se expresa en generosidad y en solidaridad y que tan escandalosa es para este mundo de gravámenes, dinero rector y costo/beneficio.


Muchos nos han precedido, y otros tantos están entre nosotros, servidores inútiles y felices por ello, felices por ser plenos, por servir, por ser sal y ser luz y no querer figurar y escaparle a cualquier reconocimiento, servidores inútiles que están completos por hacer lo que se debe hacer y nada más, servidores inútiles, mujeres y hombres que hacen que no perdamos de vista que esta vida es valiosa, es regalo y puede ser maravillosa.


Paz y Bien

Dios nos edifica

 







Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán

Para el día de hoy (09/11/20):  

Evangelio según San Juan 2, 13-22



Hoy la Iglesia celebra una fiesta poco conocida, la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán o Lateranense. 

Finalizadas las brutales persecuciones contra los cristianos por parte de los emperadores romanos, Constantino dona al papa San Silvestre los terrenos en donde se levantaría la Basílica Catedral de Roma, la que se termina de construir y se consagra en el año 324, dedicada primero al Salvador y luego a San Juan Bautista. Durante bastante tiempo fué celebración exclusiva del pueblo romano, y luego se extiende a toda la Iglesia, honrando el signo que irradia, y es que la Iglesia de Roma, de la cual el Papa es obispo, es la Iglesia madre del urbe y del orbe, primus inter pares en la caridad, señal de la universalidad/catolicidad de la Iglesia por el amor.


Desde los primeros tiempos -aún en los más difíciles- los cristianos edificamos templos y sitios de oración para que la comunidad se reuna para el culto, la alabanza y la oración, todos ellos lugares de respeto y veneración.

Hay que navegar en la historia que nos nutre: un joven judío de Nazareth al que llamamos Señor y Dios fué presentado en el Templo de Jerusalem a los pocos días de nacido. Sus padres, honrando la tradición de sus mayores, lo llevaban para las fiestas más solemnes, y Él asimilaba como propio todo ello, quedándose sólo alli en ese Templo inmenso a los doce años, ocupado en las cosas de su Padre, revestido de un fuego amoroso por el Templo que se había profanado por los mercaderes y cambistas pero también, por aquellos que abusaban de su poder y mostraban el rostro de un Dios violento y vengativo, inaccesible excepto para ellos.


Jesús de Nazareth lo sabía bien, y lo expresaría en su propio cuerpo en su Pasión y su Resurrección. Antes que en los edificios consagrados, a Dios se le adora en Espíritu y en verdad. 

En el tiempo de la Gracia, la comunión de dos o más hermanos reunidos en su Nombre garantiza la presencia de Cristo, Hijo de Dios que santifica.


Tenemos una persistente tendencia pagana, que es la de confinar la presencia de Dios a determinados recintos. Pero sabemos por la Buena Noticia, por el asombroso misterio del Dios que se encarna, que cada hombre y cada mujer es Templo vivo y latiente del Dios de la vida, por el Espíritu que nos habita.

Más aún, a pesar de tantas miserias, la tierra y el universo se santifican por el paso salvador de Cristo en la historia.


Los discípulos somos, por el bautismo, también templos dedicados a Dios. Templos vivos, y cada mujer y cada hombre también pues allí palpita la imagen infinita de un Dios que es Padre sempiterno.


En estos tiempos de cultos extraños, hay otros tipos de templos restrictos. Cines, estadios, tarimas políticas, la televisión y los medios, los palacios del poder.

Los templos en donde nos reunimos en nombre y memorial del Redentor merecen respeto, afecto y veneración. Pero debemos preguntarnos si honramos con la compasión y la misericordia a todos esos templos que somos y a los que caminan junto a nosotros, el templo de la propia existencia, el templo santo del hermano, para mayor gloria de Dios.


Paz y Bien


Atentos y despiertos, a la luz de la esperanza

 







Domingo 32° durante el año

Para el día de hoy (08/11/20): .

Evangelio según San Mateo 25, 1-13 




A nosotros, mujeres y hombres del siglo XXI, sobresaturados de información y recargados de imágenes, la idea de las diez vírgenes esperando al esposo se nos haga, quizás, demasiado ajena, esquiva. Pero en los tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth se comprendía con facilidad, aún cuando el oyente careciera de la formación de los escribas, un simple labrador, un humilde pescador.

Pero también hay otra perspectiva, la simbólica, la que trasciende la pura letra y se adentra en el significado y la profundidad de la enseñanza del Maestro.


Volviendo al siglo I, la vida era dura y escasa en distracciones y esparcimiento, especialmente en los pueblos pequeños, a lo que debía añadirse la severa rigurosidad religiosa que no admitía demasiadas sonrisas. Sin embargo, había ocasiones en que el tedio se podía romper, como nacimientos, bodas, el paso a la vida adulta -bar mitzvah- o eventualmente funerales, pero de entre esas ocasiones destacaban las bodas, que podían durar varios días. El día de bodas era el más importante de sus existencias para los contrayentes, y  motivo de alegría, baile y brindis impostergables para todo el pueblo.

Precisamente, en esa perspectiva se inscribe la enseñanza de hoy, lo crucial para la vida, el destino de fiesta soñado por Dios, el matrimonio inquebrantable entre Dios y la humanidad.


Tal vez, cierta tendencia bondadosamente ligera nos lleve a imaginarnos los habría y los hubiera, es decir, qué hubiera pasado si las vírgenes prudentes le hubieran prestado un poco de aceite a las insensatas?... Aún así, y a pesar de que en numerosas ocasiones el Maestro nos conmina a la fraternidad del compartir, en esta ocasión no sólo no lo menciona, sino que es terminante al respecto. Ello destaca sin ambages la importancia decisiva de aquello que se procura merced al esfuerzo, y que de no ser así es imposible tener.


El aceite, la luz propia, se enraiza inseparablemente a esto que somos y nos define, y que por ello es único e intransferible.


Pero hay más, siempre hay más. El encomio de mantenerse en vela, con la propia luz encendida, implica una invitación a descubrir que la historia humana no es solamente lo que vemos y que tan a menudo nos agobia. La historia está fecundada por el Espíritu de Aquél que se ha hecho uno de nosotros, un vecino, un amigo, un Hijo queridísimo, y ese valor trascendente sólo puede percibirlo y gratificarse con ello todos aquellos que se mantengan atentos, con la lucidez propia de la esperanza.


Paz y Bien


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