Los que nacen de lo alto miran la vida con los ojos de Dios



















Para el día de hoy (30/04/19):  

Evangelio según San Juan 3, 1-8








En la lectura que nos ofrece la liturgia para el día de hoy, el Evangelista San Juan teje una pieza literaria de gran belleza y especial profundidad, toda vez que la Palabra está inspirada por el Espíritu de ese Dios que siempre se comunica.

Nicodemo integraba el Sanedrín, es decir, el Consejo Supremo de Israel, cuya relevancia se extendía a la vida religiosa, social, política y comunitaria de la nación judía, y sólo estaba limitado verticalmente por las decisiones que, en nombre del emperador, tomaba el pretor romano con el respaldo de las legiones estacionadas por la zona.
La influencia de los fariseos en esta asamblea era notoria, pero también la corriente saducea ostentaba una porción de poder importante, inclusive en la elección de los sumos sacerdotes -tal como por ejemplo Caifás y Anás- aunque esta elección, como todo lo demás, debía ser ratificado por la autoridad romana.
Lo que allí se resolvía influía en toda la vida de los judíos de Palestina y de la Diáspora: por ello, la irrupción de un profeta campesino y marginal, tal como ellos consideraban a Jesús de Nazareth, con su creciente popularidad y con una enseñanza que ponía en entredicho la ortodoxia por ellos establecida, desata odios y furias represivas crecientes que desembocarán en los horrores de la Pasión.
Así entonces, hablar a favor de este rabbí galileo conllevaba sus riesgos. En ese ámbito espeso valía por igual el ser y el parecer, y ninguno de ellos -por los peligros que podían acarrearle- se reconocería seguidor o simple admirador del Maestro.

Es por ello que Nicodemo, en su carácter sanedrita, en encamina a ver a jesús en plena noche para que los demás no lo adviertan, y esa noche es símbolo también de las sombras que anidan en su corazón. Es un hombre honesto y sincero que está atrapado en medio de antiguos esquemas que no le permiten crecer en verdad, crecer desde dentro, crecer en su corazón. Indudablemente hace un esfuerzo notable al llamar a Jesús Maestro, pues el único magisterio válido y reconocido es el del mismo Sanedrín; pero a su vez allí está su techo, pues reconoce a ese Maestro como venido de parte de Dios, es decir, como un gran profeta dotado de poder, pero no más. Y allí hay un profeta, pero mucho más que un profeta.

Lo que acontece a continuación puede conmocionar. La respuesta de Jesús entraña cierta virulencia impensada. A veces es necesario sacudir un poco el árbol para acceder a los frutos mejores. Y allí está la clave para que Nicodemo pueda emigrar definitivamente de la noche, y surgir como un hombre nuevo al día de la Buena Noticia.

Se trata de nacer de nuevo, de nacer de lo alto, y es un acontecimiento decisivo que está muy lejos de cualquier postulado físico o biológico. Es el parto espiritual al Reino, es dejarse transformar la existencia por la Gracia de Dios.
Es permitir alegremente que el Espíritu de Dios nos enderece esta frágil barca que somos con un rumbo nuevo sin hundimientos, mar sin orillas, el viento santo que todo empuja, viento de vida, viento de libertad de los hijos de Dios.

Los que nacen de lo alto no discriminan entre propios y ajenos, sólo advierten hermanos porque miran la vida con los ojos de ese Dios que los sostiene.

Paz y Bien

Renacer a la Gracia de Dios














Para el día de hoy (29/04/19):  

Evangelio según San Juan 3, 7b-15









Celebrar la Pascua de manera cabal, trascendente, es afirmar la posibilidad de renacer, de dejar de ser esclavos, seguir confiando tenazmente y contra toda lógica en la vida como don de Dios. El Resucitado, ascendido a la derecha del Padre, nos atrae a lo alto, y esas alturas son cordiales antes que físicas. El Espíritu Santo, viento y aliento de Dios, nos eleva y nos hace partícipes de su vida como hijos queridos, con plenos derechos que no merecemos pero que se nos han brindado desde el amor que es su esencia.

Nicodemo era un hombre importante: integraba como miembro de pleno derecho el Sanedrín, que condensaba el poder religioso, comunitario y político de la nación judía como Tribunal Supremo. Su formación religiosa era farisea, y tenía un gran ascendiente sobre sus pares sanedritas, al punto de considerársele un príncipe o notable de Israel a pesar de su naturaleza laica. Destaquemos también que el único límite del Sanedrín se encontraba en el procurador romano y en las legiones estacionadas en la zona que, a su vez, garantizaban la soberanía imperial en desmedro de la libertad de Israel.
A través del Evangelio según San Juan podemos conocer más datos que nos pintan un retrato de su carácter: en un momento espantoso, el del juicio amañado con el fin de condenar sí o sí a Jesús de Nazareth, Nicodemo alza su voz con valentía reclamando se escuche y respeten los derechos del acusado galileo, un ansia de justicia que no puede pasarse por alto. Luego, en las horas durísimas de la muerte del Señor, cuando los apóstoles estaban dispersos y escondidos y sólo permanecían fielmente en pié las mujeres, Nicodemo y José de Arimatea se hacen cargo de la situación, interceden ante Pilatos para reclamar el cadáver y darle una honorable sepultura.

Ese mismo talante puede intuírse en el modo de las preguntas que le realiza al Maestro.
Nicodemo vá de noche al encuentro de Jesús, una visita clandestina pues él sigue siendo un fariseo y un notable que no puede ser visto en público con el nefasto rabbí de Nazareth. Sin embargo, esa especificación del momento no es solamente horaria, sino simbólica: Nicodemo se encuentra en el atarceder de su vida y su alma oscila entre las sombras de una religiosidad cerrada, aferrada a las normas pero escasa de corazón y lejana, distante al amor de Dios, al que suponen gloriosamente lejano, un verdugo de ceño fruncido, un terrible vengador, caminos en donde todo se racionaliza según convenga, la fé, la religión, la justicia y mucho más la injusticia.

Por eso es tan lineal, tan literal en su comprensión, tan mundano. Nicodemo, sin dudas, aprecia con gran afecto a Jesús, al punto de ser un discípulo confidencial, oculto. Él vé al Maestro como un rabbí de la tradición de Israel y no más que ello; aún así, ha debido hacer un esfuerzo inimaginable, pues sólo podía ser rabbí o maestro aquél que hubiera tenido una formación académica reconocida oficialmente, toda una vida erudita y prestigiosa, una cuestión que no se condecía con la pobreza y humildad de ese joven rabbí de las provincias.
El problema, quizás, que para esa mentalidad cerrada -y para todos nosotros también- un Dios tan cercano y un Mesías tan pero tan humano, humilde y servidor es terriblemente inconveniente, pues pone en entredicho ciertos valores rígidos que no son tales y tradiciones inamovibles que más que tradiciones son traiciones.

Por eso la necesidad de nacer de nuevo.
Renacer en una Pascua perpetua de vida y liberación que inaugura Cristo. Renacer a un Dios que es Padre, que nos ama sin límites. Renacer a ese Hijo tan parecido a nosotros, que es nuestro hermano y nuestro Señor. Renacer a la asombrosa Gracia de Dios.

Renacer al Espíritu, que nos revista de nueva vida, que nos conduzca a la Salvación, que nos haga humildes obreros de un Reino que lleva luz allí en donde campean las sombras, anunciar la magnífica noticia de que la vida prevalece por sobre la muerte, y que tiene destino de felicidad y plenitud.

Paz y Bien

La fé crece y se expresa en comunidad















Domingo Segundo de Pascua - De la Divina Misericordia

Para el día de hoy (28/04/19):  

Evangelio según San Juan 20, 19-31





En términos mundanos y usuales, el apóstol Tomás tiene bastante mala prensa. Se asocia su nombre solamente a la incredulidad, de tal modo que la adjetivación deviene en apellido, Tomás el Incrédulo, desde cierta espiritualidad fundada en juicios de valor que no nos corresponden, pues es prerrogativa de Dios.
No no es ajena tampoco esa tendencia a usufructuar ciertos razonamientos ajenos y trasegarlos sin reflexión, sin rumia propia.

Pero es menester ir más allá de las simples apariencias, buscar sentidos y profundidades.

En verdad, hay una cuestión incontrastable: esos hombres estaban encerrados, revestidos de miedo a lo que pudiera pasarles. Tenían evidencias de la resurrección de Cristo a través de María Magdalena y de los peregrinos de Emaús, más seguían aferrados a sus propias culpas por las deserciones de la Pasión. Una Pascua a medias o apenas declamada no es Pascua sino rito sin corazón ni Dios, y la señal de ello es la puerta cerrada que brinda un sucedáneo de seguridad.
Cristo es la puerta verdadera por la cual las ovejas pueden entrar y salir y encontrar refugio y salvación, y ellos han reemplazado esa puerta vital por un portón vano e inmóvil destinado a impedir accesos y salidas. 

En medio de ese mar de miedos se hace presente el Señor. Tal vez no cuente tanto el modo de acceso -estaba todo cerrado- sino que nada hay que pueda obstruir la presencia de Dios, y esa presencia renueva y recrea, despertando de todos los letargos, desatando alegrías, tenaz presencia de un Dios que siempre está junto a su pueblo, en las buenas y en las malas, en tiempos de llanto y en tiempos de sonrisas.

Tomás no se encontraba allí cuando se hizo presente el Señor. No sabemos el porqué, quizás el ambiente era demasiado denso, quizás la angustia de los días pasados comenzaba a desgastarlos.
Si bien no abunda la información, conocemos por el mismo Evangelista Juan ciertos aspectos del carácter de Tomás, rasgos francos y realistas: enterado de la muerte de Lázaro, el Maestro decide ir hacia Betania, hogar de Lázaro, María y Marta. Ello entrañaba enormes riesgos, pues los integrantes del Sanedrín ya habían decidido la suerte de Jesús y lo estaban buscando; la mayoría de los apóstoles, frente a esta situación, sugiere prudencia y, razonablemente, bajar el perfil y no exponerse a peligros innecesarios. 
Tomás es la voz en discordia que se erige con coraje, inclusive con un poco de temeridad: él se ha dado cuenta de que es inclaudicable la decisión de Jesús de estar junto a sus amigos de Betania, y prefiere ir a morir con Él a dejarle sólo o razonarse prudencias que, a veces, esconden miedos y cobardías.

La otra ocasión acontece durante la Última Cena. Los Doce no terminan de entender la verdadera vocación mesiánica de Jesús, no aceptan en su corazón al Señor derrotado, no quieren comprender que sus caminos no son los de Él. Seguramente están todos poblados de interrogantes, pero sólo es Tomás quien explicita la pregunta, ¿cómo podrán saber ellos cual es el camino? Cristo es el camino, la verdad y la vida, respuesta directa a Tomás que se extiende a toda la Iglesia.
Por todo ello encontramos en Tomás un coraje inusual, una franqueza magnífica. Aún así siempre hay que andarse con cuidado, pues el realismo se encuentra a un paso nomás del cinismo, y nunca, por ningún motivo, se debe romper la comunión eclesial.

Como sea, la incredulidad de Tomás no refiere al Señor, de ninguna manera. La incredulidad de Tomás apunta más bien a sus hermanos, algo no cuadra, hay algo que no concuerda, no se lee en esos rostros la Resurrección. Así otra vez en franqueza sin maquillaje, expone que sólo ha de creer en la Resurrección del Señor si puede mirar y tocar las huellas de la Pasión.
La fé no suele ser una acción instantánea, sino un proceso de maduración personal y encuentro que surge del amor de Dios, de las primacías de un Dios que nos busca y nos bendice con el creer. En Tomás, quizás, también se exprese esa necesidad de encuentro personal con Cristo para que todo cambie, comenzando por el propio corazón.

Y a partir de allí, renovados y con la vista recuperada, afirmar con estremecedora contundencia que allí esta Aquél que es nuestro Señor y nuestro Dios porque ha visto llagas y heridas y más aún, porque ha descubierto el amor infinito que Dios nos tiene y que Cristo hace presente. Y vivir de acuerdo a ello, Evangelios vivos que palpitan buenas noticias, creyentes tenaces como Tomás.

Paz y Bien

La Buena Noticia, a todas las naciones, a todas las gentes
















Sábado de la Octava de Pascua

Para el día de hoy (27/04/19):  

Evangelio según San Marcos 16, 9-15










La escena que nos presenta el Evangelio que nos brinda la liturgia del día, con una rítmica tranquila, es durísima. El grupo inicial de apóstoles -el primer colegio apostólico- oscilaba con flagrancia entre la traición y la incredulidad.

Traición, pues han abandonado con temerosa presteza al Maestro en las horas decisivas de la Pasión. Ellos persistían en los viejos moldes de un Mesías revestido de poder, que aplastara a sus enemigos por la fuerza y que por esa fuerza y ese poder restaurara la soberanía de Israel desde la corona davídica. Pero Jesús de Nazareth nada tenía que ver con poderes terrenales, ni con dominios y violencias. Su reino no es de este mundo porque desde la mansedumbre y el servicio de la vida ofrecida hasta el fin hace presente el amor de Dios y todo lo transforma. El Iscariote fué quien lo entregó a manos de los enemigos, pero ellos se escondieron cuando había que dar la cara, y se callaron cuando, tal vez, había que gritar.

El Resucitado se había aparecido en primer lugar a María de Magdala: ella lo reconoció al escuchar su voz -las buenas ovejas conocen la voz del Buen Pastor-, y había corrido alborozada a contar esa noticia maravillosa al grupo de discípulos demolidos de tristeza y aflicción. Ellos no creen, quizás en primer lugar por ser mujer y luego por no pertenecer a ese círculo tan cercano al Señor.

En segundo lugar, los peregrinos de Emaús reconocieron al Resucitado en la fracción del pan, en la mesa compartida de hermanos, en la Palabra que ilumina los caminos de la existencia. Ellos también van de la aldea a Jerusalem, a comunicar esa magnífica novedad del Cristo vivo. Sin embargo, a ellos tampoco le creen, probablemente por similares motivos a los de María Magdalena: los peregrinos son discípulos pero no pertenecen al grupo estrecho de los Once.

Se nos presenta así cierta tensión fluctuante entre lo institucional y la vida de fé en las primeras comunidades, una tensión que suele perdurar a través del tiempo. Y la verdad es que vocación es ante todo llamado, convocatoria, y son múltiples y frondosos los carismas dentro de la Iglesia que no son, de ningún modo, opuestos entre sí, pues todos se nutren de la misma savia del Espíritu.

Volviendo a la incredulidad de los Once, existen ciertas cuestiones que no podemos soslayar. María de Magdala y los peregrinos de Emaús son testigos veraces y misioneros del Resucitado, misión que ante todo es misión de fé, y esa fé no ha sido suscitada por la acción evangelizadora de los Once. Hay en María y en los peregrinos una fé tenaz y un compromiso que no ha sido encomendado por el colegio apostólico, y aún así no es menos fé ni hay menos veracidad en ellos.

El Evangelista destaca entonces la reprimenda del Señor: esos hombres han hecho ostentación de su incredulidad frente a sus hermanos, cuando se esperaba de ellos capacidad de escucha y discernimiento, pastores serviciales antes que jefes o comandantes.
Aún así, con sus traiciones, su falta de fé, el Maestro les confía una misión específica, sacerdotal, mediadora de la Buena Noticia, y hay otro detalle que no es menor: la reticencia de esos hombres a aceptar el alba de la Resurrección despeja también cualquier intencionalidad pueril o imaginería aleatoria respecto al Resucitado. En una ilógica que es propia del Reino, testimonio y certeza surgen del cabezahuequismo de esos hombres.

Lo importante es que el ministerio apostólico ha sido confiado por Dios, es su decisión y en ella esta su confianza aún cuando los responsables a veces sean traidores y, muy a menudo, hombres de escasa fé.

Todo se decide por el amor de Dios. No hay, desde esa perspectiva, ministerio o vocaciones menos o más importantes en la comunidad eclesial. Todos somos importantes pues todos hemos sido llamados a caminar los caminos de Cristo desde nuestros lugares, que pueden ser muy diversos pero no obstante todos tienen la misma raíz.
Y todos somos esclavos suplicantes del perdón de Dios, que desciende sobre nosotros en canastas llenas y asombrosas de entrañable misericordia.

Paz y Bien

La presencia del Señor a la vera de todos nuestros días

















Viernes de la Octava de Pascua

Para el día de hoy (26/04/19):  

Evangelio según San Juan 21, 1-14













Siempre es necesario estar atentos a los detalles, a las pequeñas señales. Aunque quizás inadvertidas, tienen por objeto dirigir nuestra mirada hacia profundidades que estén más allá de lo evidente, y aquí implica ir mar adentro de la Palabra.

Así nos encontraremos con la primer señal: la escena que nos brinda el Evangelio del día acontece en inmediaciones del mar de Tiberiades. La nomenclatura judía no llamaría a esas aguas así sino Mar de Galilea, Tiberiades es una denominación pagana, y precisamente ese error presunto impulsa a ir más allá de los escasos límites tradicionalmente establecidos, en misión hacia los gentiles.

Los discípulos presentes son siete, Pedro, Tomás, Natanael o Bartolomé, Juan y Santiago y otros dos discípulos cuyos nombres no se consignan para que allí ubiquemos nuestros nombres. Ellos han disminuido en su conformación primera por un traidor, pero también porque ellos se han dispersado en parte por sus miedos y en parte porque no han creído en el Maestro; la falta de fé inevitablemente hace mella. Sin embargo, lo decisivo aquí es el número siete, que refiere en la tradición bíblica como en el plano simbólico a todos los pueblos de la tierra; ya no será solamente doce por acotarse a las doce tribus iniciales de Israel, su misión debe encaminarse hacia todas las naciones. Pescadores de hombres, pescadores de humanidad en el mar de todo el mundo.

Ellos, siguiendo un impulso de Pedro, van a pescar. Es el regreso a lo viejo, a las antiguas costumbres conocidas sin riesgos ni peligros, desandar los caminos que recorrieron con el Maestro, un regreso al oficio anterior que no es misión vital sino abdicación de su misión apostólica y escatológica; ellos navegan en una noche que no es solamente una cuestión horaria sino el reflejo de sus vidas vacías y lúgubres por el Maestro ausente.
Los esfuerzos vanos, el hambre que se hace presente es el reflejo de una Iglesia que se embarca a menudo en grandes planes pero olvida navegar con Cristo. Sólo con Cristo los esfuerzos fructifican, tienen sentido, se hacen santos y quebrantan las grises rutinas que demuelen esperanzas.

Ese Cristo nos busca desde las orillas de nuestras existencias, santo afán de que nuestras vidas fructifiquen, que se navegue sin naufragios, que todo cambie, que nada sea en vano.
Entonces allí sí, contra todo pronóstico o especulación la pesca será milagrosa, una increíble cantidad de peces mantenidos con vida en redes asombrosas que nunca se romperán, que permanecerán firmes, las redes cordiales de la Iglesia que siempre se reencuentra con el Resucitado en la mesa compartida, en el servicio generoso.

El Discípulo Amado, la comunidad cristiana, es siempre quien descubre la presencia del Señor, y es a ese Discípulo Amado, al pueblo de Dios, a quien Pedro debe escuchar con genuina atención y humilde devoción, para sumergirse con pasión y confianza en las marejadas del mundo, pues el Resucitado lo espera y acompañará en todo su ministerio.

Paz y Bien


La paz que nace del Resucitado y se hace justicia



















Jueves de la Octava de Pascua

Para el día de hoy (25/04/19):  

Evangelio según San Lucas 24, 35-48









La escena que nos brinda el Evangelista Lucas en el Evangelio del día presenta dos aristas contrapuestas que podemos reconocer entre el saludo de paz del Resucitado -Shalom que no deja dudas- y la reacción atónica y temerosa de los Once, el colegio apostólico.

Esa reacción es propia de hombres a los que aqueja grandes culpas, la sombra del abandono del Maestro en las horas decisivas de la Pasión y su incredulidad en la resurrección frente al testimonio veraz de otros discípulos fieles de Jesús.

Ellos se han quedado presos de los esquemas de un Mesías victorioso y revestido de gloria que se imponga por sobre sus enemigos y restaure la corona davídica y, con ello, la soberanía de la nación judía. Pero a la vez, la imagen sangrienta y agonizante del Señor se les había quedado impresa en su memoria y su razón: es por ello que cuando Cristo irrumpe en la estancia en donde se encontraban, creen ver un fantasma, una ilusión, el regreso del ánima de un muerto que viene a exigirles rendición de cuentas.

En las mesas de Cristo siempre acontecen hechos asombrosos, pródigos de eternidad, revelaciones divinas, y esta ocasión no es distinta: el Resucitado come frente a ellos pero también con ellos. Allí están sus manos y sus pies traspasados, pero sigue siendo el mismo Cristo que ha compartido con ellos Palabra, caminos y pan, que murió en la cruz y que ahora ha resucitado. No se trata de una aparición fantasmagórica ni de una trampa psicológica, es el Señor.

Son hombres culposos, pero re-creados por la inmensa misericordia de Dios que los renueva desde el Pan y la Palabra compartidas, porque al Resucitado ha de encontrársele siempre en comunidad, vocación familiar y eterna de un Dios que se hace presente en la Iglesia.

El testimonio de María de Magdala y de los discípulos de Emaús son importantísimos, pero esa no es nuestra fé.

Nuestra fé es la fé de los apóstoles, y se funda en el testimonio de aquellos que han sido testigos vitales de la vida, la muerte y la Resurrección de Cristo, mensaje definitivo que hemos de llevar a todos los pueblos, servidores humildes de una luz que no nos pertenece.

Paz y Bien

Nos encontraremos en la fracción del pan

















Miércoles de la Octava de Pascua

Para el día de hoy (24/04/19):  

Evangelio según San Lucas 24, 13-35










Emaús es una pequeña aldea, cercana a Jerusalem, a unos diez u once kilómetros; aunque no está explicitado, es dable entender que se trata el poblado en donde viven esos peregrinos, que aunque no forman parte de los Once apóstoles son también discípulos.
Conocemos el nombre de uno de ellos, Cleofás, y por el Evangelista Juan sabemos que una tal María, mujer de Cleofás formaba parte de ese pequeño grupo de mujeres que junto a María de Nazareth permanecen fieles al pie de la cruz. Por ello, suscribimos humildemente la teoría de algunos exégetas que sostienen que esos peregrinos en realidad era un matrimonio: ambos ofrecen la hospitalidad de su hogar con la calidez propia de una familia.

Sin embargo, cada vez que un Evangelista omite un nombre nos está invitando a colocar el nuestro allí, a ser partícipes plenos y no meros espectadores abstractos.

Otra señal que nos brinda Lucas es inequívoca pues nos sitúa en el primer día de la semana, a horas de la Resurrección del Señor pero a pasos también de la pasión, y esos caminantes aún están agobiados por las horas precedentes que han vivido, el clima espantoso de derrota y estupor, de dolor terrible, cuando la soledad se afinca y no parece irse nunca. Así entonces, Emaús es el ámbito conocido en donde encontramos refugio y, quizás, un olvido que aligere las penas y fracasos, un Emaús que solemos buscar en los momentos gravosos que la existencia nos depara.

Ellos van conversando por la ruta, porque el dolor compartido alivia la carga, y porque es mejor verbalizar las cosas a esperar que socaven el corazón cuando el silencio se impone y no se elige. Hay en ellos algo que les impide reconocer al forastero que se une a ellos en el camino, el Señor Resucitado: se trata de la ideología que les impide ver más allá de la superficie, de los viejos esquemas que se expresan en las menciones que refieren, un profeta poderoso en obra y palabras, el esperado libertador de Israel.
Cristo sin dudas es un profeta, pero mucho más que un profeta, y es un rey pero su reino no es de este mundo, no tiene nada que ver con las especulaciones del poder, la restauración davídica, las victorias gloriosas.
Ellos no pueden reconocerlo porque a Cristo se le reconoce desde la fé.

El extraño caminante parece más forastero que nunca, pues aparenta no saber nada de lo que ha sucedido en los pasados días, y es la misma extrañeza que le adjudicamos a aquellos que no ingresan a la lógica cerrada de nuestro dolor. Ellos van con un rumbo definido de refugio, pero es insuficiente, y el peregrino los hace reflexionar desde la Palabra, una Palabra que adquiere pleno sentido en el Cristo que creen perdido.
La Palabra es Palabra de Vida y Palabra Viva que no es solamente objeto de estudio intelectual, que debe encarnarse desde la oración, el diálogo fecundo con ese Cristo compañero de todos los caminos de la vida.

Aún así, no terminan de entender. Su fé está presente, pero es incipiente y debe madurar. Todo tiene su tiempo que no está definido por plazos automáticos predeterminados, y en esa incomprensión se ubica la tarde que cae y el Maestro que quiere seguir de largo.

La cálida hospitalidad ofrecida supera los mandatos sociales solidarios de su tiempo: se trata de ofrecer sinceramente y sin reservas el calor de esta casa-corazón que somos, hogar de hermanos para el Señor, Iglesia que palpita.

Al Maestro vivo, al Cristo Resucitado lo reconocen en la fracción del pan, y todo adquiere un sentido nuevo y definitivo, señal para todos los hermanos que no hemos conocido a Cristo por ser de otro tiempo, pero que está vivo y presente cada vez que en la mesa fraterna se celebra la vida como una bendición infinita de un Dios que nos ama sin descanso, en nuestro Emaús cotidiano

Y también es una humilde invitación a todos aquellos que no creen. A pesar de tantas miserias razonadas, a pesar de ciertas lógicas ideológicas que se asoman inconmovibles, a toda mujer y a todo hombre se le dice que cada vez que se comparte el pan, la eternidad expande la vida cotidiana. Y allí está Dios.

Paz y Bien

María Magdalena, el amor que se obstina y no se resigna















Martes de la Octava de Pascua

Para el día de hoy (23/04/19):  

Evangelio según San Juan 20, 11-18









María Magdalena está derrumbada por la tristeza, inmersa en un llanto que no quiere contener. A la tristeza inmensa de la muerte del Maestro, ahora le añade que, en apariencia, se han llevado el cuerpo; ella sigue con su corazón fijo en el Crucificado, y aún debe hacer su Pascua.
Busca un cuerpo, un cuerpo muerto para honrar. A pesar de ello, es la búsqueda de alguien que ama, y e implica que busca a una persona.

El Maestro ha restaurado su estatura de hija de Dios reconociendo por entero su dignidad de mujer y de discípula: su búsqueda es una obstinada y tenaz búsqueda de fé, aunque sea imperfecta, pues la fé significa buscar a Alguien que nos ha encontrado primero, que ha salido a nuestro encuentro en las esquinas de nuestra existencia.

Pero el lugar en donde llora no es un camposanto, lúgubre necrópolis que alberga a la muerte. El sitio en donde está el sepulcro vacío es un huerto, y es símbolo del jardín del Edén en donde acontece la creación; en este jardín sucederá la mejor noticia de la creación definitiva.

Hay allí unos mensajeros, y la blancura de sus vestidos señala que portan un mensaje divino. Hay que estar atentos a esas señales que Dios nos brinda, para abandonar el llanto, para regresar a la alegría.

El Resucitado le pregunta el motivo de su llanto; ella no lo reconoce, pues mira hacia otro lado, hacia el lado de la muerte, hacia el sitio equivocado, hacia la tumba vacía. Pero cuando Él menciona su nombre, María lo reconoce, pues las ovejas reconocen la voz del Buen Pastor.

Cuando se reconoce al Cristo vivo, todo cambia, nada volverá a ser igual. María ha reconocido al Maestro, pero persiste en ella la imagen de Aquél que conoció, y no el Resucitado. Ha de madurar en la fé, y lo principal, el amor a Cristo se expresa en el amor al prójimo, en especial a los más pobres y los más pequeños.

El amor recuperado restaura su alegría, y pone alas a sus pies. Toda buena noticia ha de compartirse, y por ese amor que no se resigna se convierte, a pura profecía, en apóstol de los apóstoles, evangelizadora primera de la comunidad cristiana, mensajera de la mejor de las novedades para aquellos que, como ella, son hermanos del Señor, vínculo filial que nos ha regalado desde el Espíritu, por la ofrenda inmensa de su vida.

Con María Magdalena, nos obstinamos también en llevar al mundo el mensaje maravilloso y eterno de que Cristo vive, de que la muerte no tiene la última palabra.

Paz y Bien

Los testigos del Resucitado, gratas señales de auxilio













Lunes de la Octava de Pascua

Para el día de hoy (22/04/19):  

Evangelio según San Mateo 28, 8-15







La tumba abierta provoca prisas. Son días en que en la Escritura parecen estar todos corriendo, apurados, como si quisieran despertarse del sopor que la muerte les ha impuesto. Cristo, para las mujeres devotas, para los soldados temerosos, es en apariencia un muerto inquieto e inconveniente.

Ellas tienen un distingo único: todos se han escondido y dispersado por el miedo y se han doblegado frente al estupor de una derrota tan ignominiosa, pero ellas -aún cuando sigan aferradas a la muerte, al Crucificado- se movilizan al alba, plenas de ternura. Hay cuestiones que deben madurar, hay una Pascua que les debe germinar, pero siempre prevalece el amor a ese Cristo manso e inocente que en apariencia ha sido arrollado por el odio de sus enemigos. El amor jamás nos permite resignarnos ni abdicar la esperanza aún cuando la muerte parezca clausurar toda posibilidad.

Al Cristo que se busca de corazón siempre se le encuentra.

La Resurrección del Señor desaloja todos los nunca, los no se puede, los jamases. 

La Resurrección del Señor es la nueva creación, es definitiva, y su signo primordial se explicita en el miedo que se desaloja: -Alégrense!- es la señal bondadosa de que no es tiempo de rictus amargo, de miedos paralizadores, de vidas restituídas, las propias unidas al que está vivo y presenta. 
Esa alegría es la presentación eterna de un Dios que busca nuestra plenitud, no nuestra sumisión ni nuestro pesar temeroso, la misma alegría que fecunda la vida de María de Nazareth.

Esas mujeres han ido a honrar el cuerpo del Crucificado, más se han encontrado con el Resucitado. Es el mismo amor que sólo puede comprenderse desde la fé, y ese amor les pone alas en el alma y en sus pies.
Esas mujeres a las que nadie toma demasiado en cuenta -no tienen importancia por ser mujeres- tienen una misión única y poco reconocida: son testigos fieles de la Resurrección, apóstoles y evangelizadoras de los apóstoles, pues la misión cristiana es dar testimonio del Cristo vivo y a su vez transformar la existencia y vivir de acuerdo a ello. Aún sabiendo que no se les tiene demasiado en cuenta, ellas van presurosas y confiadas.

El reencuentro será en Galilea, y no se trata de unas coordenadas geográficas, pues en la periferia sin importancia es donde todo ha comenzado, en el borde en donde nunca pasa nada Dios teje eternidad y salvación, y por ello hay que regresar a las fuentes, reencontrarse allí con el Resucitado.
La clave que todo lo desata es que los apóstoles no son solamente discípulos o seguidores: por la vida ofrecida generosa y sin límites ni condiciones, por el Espíritu que todo lo renueva, ahora los discípulos son hermanos del Señor, y esa es precisamente la vocación infinita de la fé cristiana, un Cristo hermano y Señor, un Dios tan cercano que se hace parte de la familia.

Hay otros testigos de la primer hora. Los soldados -armados para custodia de un muerto, extraño combate- se adormecieron en sus deberes, en el momento importante. Nunca hay que dejar de estar atentos, a pesar de que los sopores mundanos nos aplasten. Aún así, también son testigos primeros de la tumba vacía e inútil, aunque carecen de la fé que concede trascendencia y significado.
Sin la fé, la tumba vacía es sólo eso, o eventualmente el producto de una conjura.
Ciertos dirigentes compran el silencio de esos testigos con un soborno significativo, malditos corruptos y miserables sin destino. No todo puede comprarse, hay cosas que no tienen precio.
El dinero que cambia de manos evidencia sin ambages que la corrupción siempre está vinculada a la muerte.

Pero la verdad siempre saldrá a la luz, o mejor dicho, la verdad siempre se hará luz. Felizmente hay gentes que los traficantes del odio y de la muerte jamás podrán comprar.
Los testigos del Resucitado son gratas señales de auxilio en un mundo empecinado en sumergirse en las sombras.

Paz y Bien

Domingo de Resurrección: María Magdalena, apóstol y discípula













Domingo de la Resurrección del Señor

Para el día de hoy (21/04/19):  

Evangelio según San Juan 20, 1-9









No ha sido la historia pródiga en justicia para con María de Magdala. Cierta torpe tradición misógina la asocia a una prostituta recuperada de su vida de pecado por el Señor; aún cuando sea de tenor involuntario, tal criterio carece de fundamentos evangélicos. Más cerca en el tiempo, otra hipótesis la ubica como pareja de Jesús de Nazareth, compañera sentimental y madre de un hijo de ambos; fuera de toda precisión histórica, literaria y espiritual, ha tenido por consecuencia un estruendoso negocio literario y fílmico.

El Evangelista Lucas nos acerca cierto perfil, mencionando que la acción de Cristo ha liberado el alma de María Magdalena de siete demonios que la enfermaban. No es un dato menor, discípula que sigue a Cristo por descubrir el paso bondadoso de Dios por su vida.

Pero es el Evangelista Juan quien nos pinta lo verdaderamente importante acerca de ella: se trata de una mujer, entre varias, que acompañaba al Maestro en su ministerio, discípula como el que más, que permanece firme al pié de la cruz, que ama sin desmayos, que se pone en marcha, que no se resigna aún cuando los discípulos la traten como algo menos, como una alucinada que desvaría.

La lectura que nos brinda la liturgia Pascual tiene una dinámica extraña: todos corren, todos andan con prisas.
Sabemos que se trata del primer día de la semana, es decir, que ha terminado el Shabbat, pero hay en el dato un contenido simbólico, es el día novísimo de la nueva creación. María Magdalena se encamina a la tumba de Jesús en plena madrugada, cuando todos duermen, cuando los demás andan en otras cosas. Aunque todo esté oscuro en su alma, aunque el dolor la peine de luto, ella vá decidida allí donde reposa el Maestro que ama, y es ese amor que todo lo anticipa y que configura el alba que está próxima.
Aún perduran las sombras en su corazón, ella busca a un muerto pero a un muerto que ama sin desmayos. Aunque sea sin la Pascua que ella tiene que realizar en su interior, sus pasos la llevan sin vacilaciones al lugar en donde supone se encuentra Aquél que la ha amado primero.
El amor es la clave de la Resurrección.

La piedra enorme que obtura la entrada del sepulcro ha sido corrida, y no se trata tanto de liberar la entrada para posibilitar una improbable fuga desde adentro, sino como señal de tumba vacía, casa inútil de la muerte.
Ella sigue inmersa en la línea del espanto previo, y ese espacio sin cuerpo le indica que se lo han robado, que se lo han llevado sin saber dónde está.
Pero Cristo perdura vivo como bondadoso rescoldo en las honduras de su alma, y la noticia no es para guardársela, ha de ser compartida y comunicada. Ella es discípula y así corre urgente hacia donde están los otros discípulos. Pase lo que pase, suceda lo que suceda, nunca ha de quebrarse la comunión.

Ella es una mujer, y es discípula por la bondad y decisión de Cristo. Sin embargo para los otros, sólo es una mujer, alguien a quien no se tiene en cuenta.
Quizás por la certeza del mensaje, quizás por la pena veraz de sus ojos arrasados por las lágrimas, pero seguramente por el Espíritu que sostiene a la Iglesia, el aviso moviliza y pone prisas a Pedro y al Discípulo Amado. Nunca se puede medir el alcance cordial de un testimonio.

La tradición suele identificar al Discípulo Amado con Juan, Evangelista e hijo de Zebedeo. Algunos exégetas establecen que en realidad se trata de Lázaro de Betania, amigo entrañable de Jesús, redivivo de la muerte y la enfermedad. Sin ánimos polémicos, sólo diremos que cuando los Evangelios omiten los nombres propios tienen una intencionalidad catequética, es decir, que allí deben ir nuestros nombres, y por eso se propone en esta ocasión -humilde y limitadamente- pensar que el Discípulo Amado es la comunidad cristiana, la asamblea de los fieles, pueblo santo de Dios.

Pedro y el Discípulo Amado corren con la urgencia de la esperanza, extraña maratón de misericordia. El Discípulo Amado llega primero precisamente por ello, porque su identidad se resuelve y define desde el amor, porque el corazón del pueblo siempre llega antes que Pedro. Pero a su vez, cede el paso a quien es la roca que confirma y cimenta la fé de los hermanos, y que deberá ser testigo para los hermanos que no podrán visualizar los signos de la muerte en retroceso. El cuerpo no ha sido robado, pues el sudario está cuidadosamente colocado a un costado, como indicando que allí había un cuerpo pero que ahora no hay cadáver que revestir, que los ornamentos funerarios no sirven de nada ni tienen sentido.
Las vendas en el suelo son otra señal, pues ya no hay un muerto al que aferrar a las entrañas de la tierra, un Cristo Resucitado liberado de las garras de la muerte.

Ellos ven las señales y creen en la vida, aún cuando sea una fé germinal, aún cuando deban madurar desde la Palabra hacia la plenitud del Resucitado, la fé pascual de los apóstoles.

Cuéntanos Magdalena lo que has visto. Vuelve a contarnos esa noticia asombrosa de la tumba vacía en medio de nuestros miedos y nuestras noches, para que se nos vuelva a encender la esperanza, para que nos madure la fé, para seguir creyendo y confiando sin abdicar jamás, sin bajar los brazos, sin quedarnos quietos.

Vuelve a contarnos Magdalena lo que has visto, para que todo vuelva a tener sentido, para que nos renazcan todas las alegrías.

Feliz Pascua de Resurrección

Paz y Bien

Sábado de Gloria: buscando a Aquél que está vivo














Sábado de Gloria 

Vigilia Pascual en la Noche Santa

Para el día de hoy (20/04/19):  

Evangelio según San Lucas 24, 1-12







Esas mujeres, seguramente, oscilaban entre la tristeza y el estupor del inocente ajusticiado, la pérdida del Maestro que amaban, el ambiente de derrota definitiva que las embargaba, un afecto entrañable que no se doblega ante la muerte, una fidelidad que supera el dolor.

Los brutos y eficaces crucificadores descansan los rigores de la ejecución, ajenos a cualquier injusticia. Los que se empeñaron en odiarle, duermen un piadoso sueño de labor cumplida, un sueño satisfecho sin ángeles ni Dios. 
Los discípulos casi seguro que no han pegado un ojo, demudados de miedo y con sus viejos moldes en ruinas. 
Pero esas mujeres,a pesar del llanto, no se quedan quietas. Sus figuras se encaminan al alba, y no se trata solamente de una hora del día, sino que es presagio de un tiempo nuevo. Los perfumes que llevan son para ungir a un cadáver, el cuerpo del Maestro amado, quizás con la intención de restablecer aunque sea un poco la dignidad maltrecha por las torturas y la violencia profesional; esos perfumes tal vez desalojen los hedores de la muerte, pero más allá de los ritos mortuorios, en las manos de esas mujeres son silenciosas caricias para el Señor amado.
Esos perfumes renuevan la noche cerrada con el aroma tenaz de la ternura.

Lo que no puede obviarse es que ellas son tan discípulas como el que más.
La roca de peso inverosímil que obturaba la tumba está corrida, y nada tienen que decir. A veces, cuando todo parece inmóvil, pesadísimo, definitivo, es necesario confiar en que Otro moverá todas las piedras de nuestros caminos. Nunca hay que rendirse. Otro se ocupará de que en los ámbitos cerrados de la muerte vuelva a ingresar la luz que no se disipa.

Ellas buscaban un muerto, pero se encuentran con una tumba que es inútil, vano hogar de una muerte en retroceso. Aún no entienden, y cuando la razón no alcanza, es menester rumbear por las huellas del co-razón.
Dos mensajeros las deslumbran con sus vestidos asombrosos, y les despejan todos los desconciertos. Desde sus corazones, albergue cálido de la fé que se les ha concedido, han de hacer memoria de la Palabra del Señor, una Palabra que es Palabra de Vida y Palabra Viva. 
Han ido buscando un muerto pero el muerto no está, y les anuncian que ha resucitado. Han de abandonar una búsqueda errónea, y encaminarse sin miedos hacia un puerto nuevo. Ellas han de hacer también su Pascua, su paso santo de la muerte hacia la vida.

El Cristo amigo que compartió caminos y pan, el rabbí galileo, el Hijo de María, el Maestro, el Hijo de Dios, el Señor está vivo. Todo ha comenzado en la Galilea en donde nunca pasa nada y de donde nada bueno ni nuevo se espera, santa urdimbre de Dios que teje salvación desde todas las periferias de la existencia.

Con esa novedad única que les pone prisas a sus pasos y les aligera el alma, tienen ahora una misión, que es contarle a los demás esa noticia definitiva que ha de crecer. El grano de trigo ha germinado en las honduras de la tierra, pan de vida para todos.

Y con ellas, a pesar de las incredulidades, de los desprecios, buscamos al que está vivo en cada palabra de consuelo, en cada gesto de misericordia, en cada acto de justicia, en cada brote nuevo de amor que sana, salva y libera.

La sangre del Cordero pinta nuestros corazones para que la muerte pase de largo, y nos obstinamos felices en la esperanza, humildemente enamorados de una vida que prevalece porque Dios así lo quiso, porque el Resucitado es la mansa certeza de que es el amor de Dios el que todo lo decide, y nos alegramos junto a un universo que no será igual. Nada será igual. Todo comienza en esta noche santa con el perfume del para siempre viviremos.

Feliz Pascua de Resurrección

Paz y Bien


Viernes Santo: la soberanía de la cruz














Viernes Santo de la Pasión del Señor 

Para el día de hoy (19/04/19):  

Evangelio según San Juan 18, 1-19, 42
 






Jesús de Nazareth no busca perder la vida al modo de los suicidas, ni es una víctima de la violencia que suelen ejercer los poderosos para acallar las voces de los pobres, para aplastar a los débiles.

El Maestro entrega voluntariamente su vida en ofrenda absoluta que no es decisión del pretor, ni del Sumo Sacerdote, ni de la soldadesca ni del traidor que era su amigo. Él, y sólo Él, decide cuando morir y porqué morir, el amor que Dios nos tiene ratificado para siempre con su sangre para que no haya dudas.

Tal vez ninguno haya sabido re-conocerle en profundidad.
Ni los apóstoles que se esconden, ni la policía religiosa que lo busca, ni los legionarios romanos, ni los líderes religiosos que lo menospreciaban y subestimaban. Tal vez nosotros tampoco y quizás hizo falta el beso del traidor para que ellos supieran a quien detener.

El juicio es amañado. Israel -tan estricto en cuanto a procedimientos a observar de manera taxativa- parece haberse transformado en un carnaval de torpezas antes que garantizar el debido proceso. Así es llevado como ganado y de manera casi clandestina entre las casas de Anás, Caifás, Herodes y finalmente Pilato.

Quizás el rictus del Viernes Santo nos haga olvidar un detalle no menor: el Maestro estuvo preso y maniatado, un Dios con grilletes, escandalosa imagen para las razones del poder.

Pilato es mucho más que un cobarde. El relativismo que desconoce la verdad responde a la pura praxis sin ética, esa política para la cual el fin justifica cualquier medio. Sin embargo, está sordo en su alma a aquello que es diáfano ante sus ojos: ahí hay un hombre y más que un hombre, ahí hay un rey cuyo reino no es de este mundo, ahí hay un inocente. 

Los romanos tenían una siniestra precisión en la ejecución de los condenados a muerte. Previo al cadalso, había todo un sangriento proceso de tortura, humillación y ablandamiento del condenado. Porque la cruz se reservaba para los crímenes más abyectos y también -especialmente- para los condenados políticos, sublevados contra la autoridad imperial romana, y su exposición pública tenía por objeto la oscura admonición a todo el pueblo.

El sanedrín lo condena por blasfemo. El pretor, por desafiar al César. El título que hace colocar Pilato -Jesús Nazareno Rey de los Judíos- tiene mucho de burla, pues el título exacto hubiera sido rey de Israel, pero a su vez es una declaración que exuda política y poder: el lavado de manos es echarle la responsabilidad de la ejecución a la dirigencia religiosa.

En silencio, corazón adentro, contemplamos a ese hombre con su cuerpo desgarrado que agoniza en el madero, a la vista de todos. Pocos lo ven en verdad, pues sólo se comprende desde la fé, una fé que nos dice que no hay derrota, que hagan lo que hagan los brutos no hay mayor amor ni poder que dar la vida por los amigos, que con todo y a pesar de todo ese hombre en esa cruz es soberano, rey extraño de todos los corazones, que muere crucificado pero que está más vivo y pleno que sus ejecutores, un Cristo erguido en ese árbol de donde brota vida y salvación.

Paz y Bien

Jueves Santo: el señorío del servicio













Misa Vespertina de la Cena del Señor

Para el día de hoy (18/04/19):  
 
Evangelio según San Juan 13, 1-15








El Evangelista Juan es un autor sagrado pero también es un catequista, y evidencia la intención de educarnos progresivamente en la fé. Por ello mismo, el Evangelista ha preparado la narración evangélica de tal modo que cada uno de nosotros se sitúe, tome asiento en ese ambiente en donde se celebra esa cena que Jesús brinda a sus amigos.
Así uno puede situarse como un observador distante, sin formar parte, sin tomar posición, y esa postura en apariencia científica y razonable significa también que lo que acontezca allí no nos afecta, no nos conmueve, no es para nosotros, se trataría sólo de una abstracción a analizar y meditar.
El problema es que frente a Cristo se ha de tomar partida. Es menester permitir que nos lave los pies, estar allí, conmovernos y, tal vez, enervarnos confusos como Pedro: ello también conduce a la enseñanza clarificadora del Maestro.

Se trata de una cena en donde se conjugan penas, alegrías, solemnidad y humildad. La pena por la derrota inminente, por la despedida en ciernes, por la persecución de los dirigentes judíos. De alegría por encontrarse, pues cada encuentro -a pesar de traidores- nos despierta bendiciones y profecías, frutos de la comunidad cristiana.
La ocasión también es solemne, pues será el comienzo de un nuevo éxodo, de la Pascua definitiva, del paso salvador de Dios por la historia humana. Pero también destella en plena humildad, en ese Cristo que se arremanga para lavar los pies de sus amigos. Por eso mismo, no se trata de la sustitución o reemplazo de un rito prefijado por uno nuevo, pues ello debería suceder al comienzo de la cena, en ocasión de las abluciones rituales obligatorias de la Ley de Moisés, o en un final riguroso y sacralizado.
El lavatorio de los pies acontece en medio del ágape -cena de amor y vida-, y es la revelación definitiva de la identidad y misión de Cristo.

En la cultura judía del siglo I, lavar los pies era un gesto de fraterna acogida, de cálida hospitalidad hacia el viajero que arrastra en sus extremidades polvo de muchos caminos, motas de tierras extrañas y mucho cansancio. Quizás por portar esas partículas que ensucian y que son foráneas, en gran medida es tarea que se acota a los esclavos no judíos y a las mujeres que reciben a sus esposos; los pobres lo hacían cada uno por sí mismo, pues era una tarea muy menor, casi indigna e indelegable.
El Cristo que se levanta de su sitio a la mesa y se inclina a lavar los pies de sus amigos como un esclavo, derriba toda concepción celestial y lejana usualmente propalada por los sistemas religiosos. Un Mesías así, un Dios tan humano y cercano es demasiado inconveniente y estremecedor. No derrama desde un cielo inaccesible sus bendiciones como si fueran una limosna eventual, sino que se hace servidor del hombre, desde abajo -desde el fondo de todo- a pura generosidad, para que el hombre ascienda en humanidad, considerando a todos sus mayores.

Nosotros, sinceramente, nos aferramos sin disimulo a los títulos jerárquicos, a las jefaturas, a las potestades de dominio, y en ello se nos vá el Cristo de nuestra salvación y nuestra amistad, Dios servidor generoso y sin reservas, un Dios que nos dice que el Reino es al revés de lo que solemos imaginarnos.

Ese Cristo, a su vez, se pone una toalla a la cintura.Simbólicamente, ceñirse los vestidos con otra prenda a la cintura -al modo de un cinturón- es prepararse para la guerra, para el combate. Pero Él, príncipe de la paz de Dios, se ciñe los vestidos con esa toalla dispuesto a un combate espiritual en el que la única sangre que se derrame será la propia, lucha a muerte en donde prevalecerá la vida.

El manto era, en aquel tiempo, la prenda principal de la vestimenta, y a su vez representaba la identidad personal y la existencia. Así, quitarse el manto es casi quedar desnudo, desamparado, y en este caso se trata del Cristo que se despoja de todo y se prepara para morir.

Pedro algo intuye en ese sentido. Sus viejos esquemas religiosos tironean su mente, su razón, y por ello le resulta intolerable que el Maestro lave sus pies. Pedro ama profundamente a Jesús a pesar de su volubilidad, de sus arrebatos, de sus requiebros, pero sigue aferrado al molde de un jefe supremo, de un Mesías glorioso que revestido de poder aplaste a sus enemigos y por ello supone que hay una inversión de roles: es él quien debería lavar los pies del Señor.
Movido por ese afecto entrañable, piensa que tal vez el Maestro le esté dando una lección de catártica humildad que lo purifique, y por ello exige que también le lave las manos y la cabeza: no le hace mella en su cerrado universo el servicio, pero sí prevalece -en sus viejos esquemas- lo ritual, y será ese ritual de lavado quien le quite todo lo impuro.
No ha comprendido que no es el rito el que purifica, sino la Gracia de Dios.

Junto con Pedro, es menester descubrir el señorío de Cristo. Cristo es Señor porque ama sin límites, en plena identidad con el Padre, Todopoderoso pues Dios es amor. No hay otra jerarquía ni otro poder que el del servicio generoso e incondicional hacia el hermano, el prójimo, la vida que se ofrece en favor de la dignidad, la libertad, la plenitud del hombre.

Por eso es imprescindible permitir que Cristo nos lave los pies. Que nos reencontremos con el Dios que nos ama sin medida, que se ha llegado a nuestros arrabales para que nadie quede atrás, para restituir la identidad única e irreemplazable de los hijos de Dios.

Paz y Bien

Miércoles Santo: treinta monedas, el precio de la traición

















Miércoles Santo

Para el día de hoy (17/04/19): 

Evangelio según San Mateo 26, 14-25








Judas Iscariote se ha convertido a través de la historia en sinónimo de traidor, de traidor maldito y abyecto. Así, todos aquellos que hayan quebrantado confianza y lealtades se transforman en otros tantos Judas de ocasión, y no se debe perder de vista lo obvio: traiciona quien es cercano, quien es parte, traiciona aquél en quien se confía.

A su vez, muchas opiniones fundadas han tratado de establecer los motivos que el Iscariote tuvo para entregar al Maestro a sus enemigos, todas ellas producto de importantes estudios y profusos razonamientos. Sin embargo, si algo tiene la condición humana es que no es unívoca, es decir, que los hechos acontecen por diversos factores que deben tenerse en cuenta en toda reflexión, y lo que en verdad cuenta, lo que es crucial y definitivo es que, sean cuales fueran las motivaciones que llevan a Judas a cometer esa traición, la misma es producto de su responsabilidad, nacida en la libertad respetada sin límites por el Maestro.

De cualquier modo y aunque las palabras fuertes se nos agolpen, no nos corresponde a nosotros enjuiciar a Judas. El Padre es infinitamente misericordioso, y como hijos suyos nuestra vocación es actuar conforme a ello.

En algo concordaban Judas y los otros discípulos, y era en su incapacidad en abandonar los viejos esquemas, anclados pétreos a sus mentes y corazones. La Buena Noticia en numerosas ocasiones les provoca reacciones desencajadas, interpretaciones erróneas y síntomas de miedo frente a la novedad del Reino.
La incapacidad de adaptarse y re-crearse, en un plano psicológico, es patológica. En ámbitos espirituales, mucho peor, pues refiere directamente a la creencia -que no a la fé- en un Dios inmóvil e inaccesible, ajeno al Dios Padre de Jesús de Nazareth que sale a nuestro encuentro.
Desde allí, tal vez, pueda comprenderse porqué Judas acude al Sanedrín, en donde se encontraban los enemigos más peligrosos y poderosos del Maestro. Más allá de cualquier criterio valorativo, el Sanedrín representaba para el pueblo judío la autoridad que no se contradice, la tradición viva de su pueblo, la ortodoxia y la identidad única; es decir, el Sanedrín es como la zona segura de confort, el espacio conocido que no representa riesgos propios.

Judas acude al Sanedrín porque allí no tiene que aventurarse en mares nuevos, es el agua calma que no se agita, y así resigna su vocación de pescador de hombres.
El Sanedrín ofrece a cambio de Cristo treinta sheqqels o monedas de plata, aceptadas para la limosna del Templo. El número no es caprichoso: esos hombres llevan la puntillosa observancia de la Ley al extremo, y la Ley establecía -Ex.21, 32- que cuando por accidente se lesionaba o mataba a un esclavo, se debía pagar en concepto indemnizatorio treinta monedas de plata. La elección esconde también un tácito insulto al Maestro, desmereciéndolo por considerarlo un esclavo, sin saber que se trata del Servidor sufriente, Dios que se hace esclavo de todos para que todos seamos libres.

Pero la memoria de Israel también tiene otro antecedente valioso en donde entran en juego treinta monedas de plata, y es el salario establecido por los dirigentes para el profeta Zacarías, también en modo de afrenta. Y no podemos olvidar a José vendido por sus hermanos a cambio de dinero.

Así entonces, se nos revela el rostro de un Cristo que tiene un pobre salario de profeta, que es vendido por los suyos y que es considerado peyorativamente como un esclavo, material descartable.

Quizás el mayor error de Judas Iscariote no es tanto el acto de la entrega a los enemigos del Señor, como suponer que la amistad pueda tasarse. Nunca se vende lo que se ama, el amor no tiene precio. Es tiempo de la Gracia, de Dios ofrecido gratuita e incondicionalmente sin límites para nuestra Salvación, al igual que la mesa y el pan compartido -la vida misma- que Cristo nos sigue ofreciendo aún sabiendo de nuestros quebrantos, de nuestras traiciones, de nuestros miedos y torpezas.

Él siempre nos espera para realizar nuestra Pascua, el alegre y confiado éxodo hacia la tierra prometida del amor de Dios..

Paz y Bien

Martes Santo: la fidelidad de Cristo, amigo inquebrantable













Martes Santo

Para el día de hoy (16/04/19): 

Evangelio según San Juan 13, 21-33. 36-38








Cuanto menos curiosa es la raíz de las palabras. Tradición y traición provienen de la misma raíz latina, tradere, que significa entregar, transmitir, y así la tradición refiere a lo que se entrega y transmite a las siguientes generaciones, la traición también entrega y transmite lo propio...al enemigo.
Por eso mismo, traiciona el cercano, aquél en el que se confía, el que se cree conocer.

El Maestro sabía lo que se avecinaba de manera inminente, la sombra ominosa de la Pasión, la cruz del horror que transformará en un altar luminoso por el amor ofrecido. Conocedor único de los corazones, sabe lo que se incuba alma adentro de los suyos y, especialmente, de Judas Iscariote. Lo han recibido multitudes, lo rodean sus discípulos, pero en verdad está solo. Esa soledad no es total, su unión indisoluble con el Padre lo sostiene.
Por ello, es tarea casi imposible describir los sentimientos que bullen en su alma por todas esas cosas que están pasando y por las más graves que están por suceder. Amargura tras amargura. Pero a pesar de ello no se extravía en esos mares de angustia y se mantiene firme en su ánimo y fiel, siempre fiel.

Esa cena que nos brinda la lectura del día es una cena de amigos y a la vez un ágape de despedida. Ante el anuncio que Él hace de una segura traición por parte de uno de los discípulos se desata entre ellos un interrogante que los inquieta, y es Simón Pedro -voluble y apasionado como siempre- el que quiere saber el nombre. Llamativamente, no se dirige él mismo al Maestro, y le pide al Discípulo Amado que busque la verdad en el Maestro.
Cierta tradición identifica al Discípulo Amado con el apóstol Juan, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago; en un plano simbólico, no es descabellado afirmar que el Discípulo Amado sea la comunidad cristiana -la Iglesia- y que Pedro, roca que sustenta la fé de sus hermanos, deba poner un oído en el Evangelio y un oído en el pueblo de Dios para conocer las cosas del corazón sagrado del Señor.

Es usual definir al Iscariote como un maldito traidor, y hasta su nombre se ha vuelto sinónimo de todos los traidores a través de los tiempos. Pero a pesar de ello y hasta el fin, el Maestro ofrece su amistad, su vida. Siempre se puede regresar a Dios, y allí está el gesto del pan compartido y ofrecido.
Judas come el pan como un alimento más, pero la vida del Señor que se ofrece en ese gesto no ingresa en su endurecido corazón. Judas no comparte con su amigo la vida y la bendición que Él ofrece, y quizás nunca estuvo cordialmente cerca, aún cuando compartía caminos y enseñanzas, aún cuando se le confiara la administración de los escasos recursos, y por todo ello ingresa a una noche absoluta sin luz.

Viene los días más bravos, los momentos más duros. A pesar de tantas tinieblas agobiantes, en medio del horror resplandecerá la Gloria de Dios que es el Cristo que se ofrece como prenda de salvación por todos.

Nosotros tenemos algo de Pedro, algo de Judas y mucho del discípulo amado. Nos embarcamos en ampulosas declamaciones que no se corresponden con los actos, y en los momentos críticos renegamos de lo que creemos y vivimos. Somos traidores también de la confianza puesta en nosotros, pues en el pecado vendemos la vida del Cristo.
Con todo y a pesar de todo, el Maestro nos sigue ofreciendo su pan y su amistad fiel, para rescatarnos de todas las muertes.

Paz y Bien

Lunes Santo: el perenne perfume de la gratitud














Lunes Santo

Para el día de hoy (15/04/19):  

Evangelio según San Juan 12, 1-11










Aunque parezca una obviedad, nosotros tenemos la ventaja de saber qué cosas pasarán después, sabemos los días graves que se avecinan en el ministerio del Maestro, y así podemos situarnos dentro de un marco más amplio, más abarcador que el acontecer en esa noche en Betania.
Precisamente, había al momento de la cena que nos presenta la lectura del día una orden de arresto contra Jesús de Nazareth. La policía religiosa del Templo se avocaba de lleno a la búsqueda ordenada por las autoridades religiosas -el Sanedrín-, una orden que escondía la decisión de eliminarlo, de ejecutarlo, de realizar un juicio falaz pues la decisión respecto a su culpabilidad ya estaba tomada.

Técnicamente, el rabbí galileo es un prófugo. Pero nosotros sabemos que Él será detenido y crucificado en un momento exacto, propicio, no condicionado por la violencia y el encono de sus enemigos sino por la absoluta libertad de su corazón sagrado y a causa de su fidelidad al Padre.
Como siempre sucede, un prófugo es alguien a quien conviene evitar por los riesgos de ser acusado por connivencia, por encubrimiento o hasta por el mismo delito que se le imputa. Ello se maximiza en la casa de Betania, hogar de Lazaro, Marta y María: el prófugo no sólo es un acusado de un delito grave, sino que además tiene un ascendiente importantísimo sobre el pueblo, y su situación tiene también ribetes políticos, porque allí está la sombra del poder imperial romano.

Cristo no ha tenido casa propia. De niño, ha crecido y se ha criado en la casa familiar del carpintero José en Nazareth; ya iniciada su misión, parece que regresa luego de cada viaje misionero a Cafarnaúm, a la vivienda familiar de Pedro y Andrés, en donde -recordemos- sana a la suegra de Pedro. 
Y en la casa de Lázaro, Marta y María el Señor se siente a sus anchas, en la calidez de un hogar que lo recibe como amigo y parte de la familia, imagen cierta de una Iglesia que es recinto familiar y fraterno, de vida y pan compartidos.
El Señor no tiene casa, pues su hogar está allí en la casa en donde sus amigos le reciben con afecto.

Tal es la casa de los hermanos de Betania, a los que parece no importarle demasiado la situación del amigo, y a que Betania se encuentre solamente a tres kilómetros de la Ciudad Santa, del núcleo del poder de sus enemigos. Hay mucho más que un eventual ofrecimiento de refugio frente a la huida. 

Seguramente el rostro de Lázaro mostraba las huellas de la dolencia sufrida que lo llevó a la muerte, de donde fué rescatado por Cristo.
La cena que debía ser un banquete mortuorio, memorial del fallecido, se convierte en un ágape de celebración por la vida recuperada, y en gratitud hacia Aquél por el cual la vida prevalece, Aquél que asegura a sus amigos la victoria sobre la muerte.

María, la que se quedaba con lo más importante, la escucha atenta de la Palabra, se pone a los pies del Maestro y vuelca sobre sus pies un frasco completo de perfume de nardo puro. Su costo dinerario es elevadísimo, pues equivale al salario de un año de un jornalero. Ella luego de ungir los pies del Maestro, los seca con sus cabellos, y se trata de algo más que un gesto de ternura y sumisión al un amigo que es también Señor: es un gesto santo y sacerdotal, que anticipará la sepultura inquieta de Cristo luego de la cruz -un entierro a las apuradas- que manifiesta el agradecimiento por el inmenso regalo de la vida que ha sido rescatada de las garras de la muerte. El valor del perfume no cuenta tanto por su cariz oneroso, sino que expresa el amor sin límites en el gesto de ternura y devoción.

Toda la casa se inunda con ese persistente aroma, y excede a la familia de Lázaro. Es el perfume de la gratitud que se expande cuando la comunidad cristiana celebra la vida que Cristo les ha ofrecido con su sacrificio inmenso, y es un perfume que siempre superará al hedor de la muerte y de la corrupción.

Judas no entiende, y muestra la enorme distancia cordial que lo separa del Maestro, aún cuando ha compartido caminos y enseñanza con Él por tres años. El amor no se compra, el amor no tiene precio, y peor aún, la caridad del Reino no implica dar limosnas a los pobres, aún cuando éstas signifiquen notorios desembolsos. La caridad integra a los pobres dentro de esa comunidad que celebra la vida con acciones concretas, la caridad hace agrandar la mesa, hermanarse al prójimo caído, hacerse último con los últimos, y no mirarlos con simpatía a la distancia.
Precisamente, ése es el significado de que a los pobres siempre los tienen con ustedes: no es una resignación frente a procesos inevitables, no es un análisis dialéctico de que la pobreza -aún cuando se avance en equidad- permanecerá aferrada a los pueblos. Nada de eso. La afirmación del Maestro es eclesial, fraterna, y es el compromiso de tener a los pobres como hermanos de la misma familia creciente que es la Iglesia, y desde allí sí buscar nuevos rumbos de justicia. Aprojimarse desde la razón y el corazón.

Lunes Santo para reflexionar cuál es el perfume que portamos, y si seguimos siendo espectadores pasivos y externos de los dolores y miserias de los olvidados.

Paz y Bien

Cristo, rey humilde que llega a tu vida












Para el día de hoy (14/04/19):  

Procesión de los Ramos 
Evangelio según San Lucas 19, 28-40

Pasión de Nuestro Señor Jesucristo
Evangelio según San Lucas 22, 14 - 23, 56








Él viene. 
Se lo ha esperado mucho tiempo, con las mismas ansias conque se espera la justicia.
Aunque nos acerquemos al tembladeral de la obviedad, lo decisivo es que nosotros, aún cuando lo esperamos, no hemos salido a buscarlo a los cuatro rumbos. Es Él quien viene a nosotros.

Es el Príncipe de la Paz, el Rey libertador prometido a través de los siglos por ese Dios que jamás quebranta su Palabra.
Sin embargo, es un rey muy extraño, que no encaja en nuestros moldes ni en los que portan los expertos religiosos, supuestos conocedores exactos del perfil del Mesías.

Jerusalem es el corazón de la nación y del pueblo. Como una constante que se irá repitiendo a través de toda la historia, quien conquista la capital dominará todo lo demás. Por ello, un rey lógico y razonable ingresará a la ciudad montado en su carro de guerra o en un portentoso caballo de combate, revestido de armadura, portando sable de mando y corona con diadema que lo identifique en su realeza. Lo hará precedido por una victoria militar arrolladora por sobre sus enemigos, y llega a la ciudad en desfile triunfal con sus tropas desfilando desafiantes.

El Rey de Reyes llega montado en un burrito manso, con esa pobreza y humildad que ha elegido para sí desde siempre.
Nada impone, todo lo ofrece, comenzando por su vida. 
Él es la paz, nuestra paz, la paz del mundo, una paz que no se obtiene a través de la fuerza de las armas, del poder que avasalla, del dominio que oprime. Él es indudablemente un Rey pero no está por encima ni alejado de las gentes. Él mismo es pueblo en su corazón inmenso.

Para las almas mezquinas, será objeto de burlas y desprecios, porque es imposible asociar a Él cualquier éxito. Si es parte de la nobleza, sin dudas será de muy baja categoría porque será aniquilado en una derrota flagrante, ejecutado como un criminal abyecto.
Para colmo de males, no imparte órdenes de batalla ni planifica guerreros derramamientos de sangre. No lo tolera. La única sangre posible será la propia, ofrecida como vida inagotable para que nadie más se muera.
Se vuelve algo menos que un esclavo, servidor de todos, pan para nuestro hambre, bebida de Salvación para nuestras almas yertas.

Aún así, los pobres, los pequeños, los olvidados, los que amamos la vida y todos los crucificados de la historia lo reconocemos y lo saludamos.
A su paso tendemos nuestros mantos, a su paso ponemos nuestras existencias para que nos cambie, para que todo cambie.

Hemos de celebrarlo, y no hay posibilidad de callarse.
Frente a los silencios de miedo y silencios impuestos, se viene preparando un coro de rocas que gritarán fuerte que todo puede cambiar, que todo puede ser distinto, que Dios viene a nosotros y es capaz del despojo total, ese amor mayor, con tal que permanezcamos vivos y que florezca el Reino, justicia, fraternidad, liberación, eternidad en el día a día que se nos ha regalado.

Paz y Bien

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