Sólo en la mesa del Señor nos reconocemos plenamente hermanos

















Sábado de Ceniza

Para el día de hoy (29/02/20): 

Evangelio según San Lucas 5, 27-32











La primera fracción del versículo inicial del Evangelio para el día de hoy revela un misterio que no puede acotarse a los procesos de la razón. Se trata de dos términos, y quizás sea también un premuroso indicativo para estar alertas, en vigilia, a no pasar las cosas por alto, y a que en lo que parece mínimo también se abre una ventana a la eternidad.

Jesús salió nos habla la Palabra. No es un mero relato de una acción circunstancial, sino la certeza inmensa de un Dios que sale al encuentro de la humanidad, de un Cristo que jamás -por nada ni por nadie- se deja encerrar y nos encuentra en cada esquina, allí en donde acontece el devenir cotidiano.
Y que aún cuando esa realidad que somos se encuentre ensombrecida por miserias, angostada por la rutina o grisácea por la nada tras la nada, allí se hace presente. Allí lo encontraremos, en las mesas cambistas en las que a menudo se nos convierten los corazones, la compraventa religiosa, el trueque de piedad por favores divinos.

Y a pesar de todo Él sigue buscándonos, mirando firme a los ojos, invitando a seguir sus pasos en todos los asombros de la Gracia, ese Reino que es el sueño bondadoso de Dios para toda la humanidad, para la creación, para el universo, para vos, para mí, para el vecino, para quien amamos y también para quien nos odia.

Jesús salió, nombre del Verbo y verbo que define su ministerio de Salvación.
Cuaresma es bendición para el regreso, indicio feliz de llamamientos constantes, llamamientos concretos pero a la vez humildes, sencillos, sin aristas rutilantes, pero tan decisivos que en la respuesta nos jugamos la vida.

Un Cristo atento siempre a lo que nos sucede, ahora mismo, nos está convidando a la mesa grande de la fraternidad, para celebrar la vida que se comparte, el milagro del nosotros al reconocernos hijos y hermanos.

Paz y Bien

Cuaresma, ayuno y caridad
















Viernes de Ceniza

Para el día de hoy (28/02/20): 

Evangelio según San Mateo 9, 14-15








El joven rabbí galileo sorprendía a propios y extraños. Tenía un modo de enseñar novedoso y único, y en verdad nada de lo que hacía era lo que podía esperarse de un maestro de Israel.
De ese modo, los discípulos del Bautista -varios de ellos ahora discípulos directos de Jesús- y los fariseos no terminaban de entenderle; las reglas de vida con las que caracterizaba a su comunidad poco o nada tenían de imposición, y a sus ojos eran bastante laxas en temas muy importantes.

Las abluciones antes de comer. La observancia estricta del sábado. El modo de orar.
En el caso que hoy nos ofrece la lectura del día, el tema de conflicto es el ayuno.
El ayuno es una práctica usual en numerosas religiones y culturas: en el caso puntual de la fé de Israel tiene que ver con lo penitencial, pero más específicamente a proferir una muda queja ocasionada en la espera por la venida del Mesías. Refleja la impaciencia por un tiempo presente ingrato y, quizás, la confianza en un futuro glorioso, aunque ese futuro no pudiera determinarse con precisión.

Pero hay otra cuestión que subyace en el diferendo, y es la tradición.
Podemos entender por tradición lo que su etimología refleja, es decir, tradere, lo que se trae y entrega, de una generación a otra. Ello siempre es valioso, pues enriquece la memoria de los pueblos, y en el plano de la fé es el recuerdo vivo de las cosas de Dios que se transmiten de padres a hijos.
Los problemas comienzan cuando esa memoria viva sólo se traduce en conductas a repetición que, a menudo, pierden su sentido primordial. Así tradiciones devienen traiciones, tradiciones que se hacen meras costumbres sin trascendencia.

Por ello los conflictos se acrecentaban. Muchos seguían aferrados a esas costumbres, olvidando a Aquél que les confería sentido y destino. Pero a su vez, el tiempo de la queja y el lamento, del rictus amargo de la ausencia ha finalizado, pues el Redentor está vivo y presente en medio de su pueblo.

No se trata sólo de otra novedad. Es la gran novedad, tan distinta a todo lo conocido que no encaja ninguna comparación con la que se especule. La realidad mesiánica de Cristo, Buena Nueva, es totalmente humana y totalmente divina, y excede infinitamente cualquier presunción.
Erróneo es entonces equiparar costumbres antiguas con costumbres nuevas desde esa realidad divina y fundante, y a partir de allí tallar juicios de valor. La realidad del Reino es tan grande, tan novedosa, tan raigal que es menester una mirada nueva para darse cuenta de su presencia, una mirada de fé.

Una verdad infinita en moldes pequeños y miopes jamás puede fijarse. Vino nuevo en odres nuevos.
Vida eterna en corazones re-creados.

Paz y Bien

Hijo del Hombre: un Dios que se hace tiempo, vecino, hermano, Hijo queridísimo

















Jueves de Ceniza 

Para el día de hoy (27/02/20) 

Evangelio según San Lucas 9, 22-25








Hijo del Hombre.

A Jesús de Nazareth no le gustaban demasiado los títulos ni los rótulos, toda vez que quienes se los adjudicaban -hijo de David, Mesías, rey de Israel- depositaban en ellos sus ansias e intereses. En los rótulos y no en la persona.
Por eso que el Maestro se reconozca a sí mismo como Hijo del Hombre es importantísimo: es la afirmación de un Dios que se abaja, que se hace tiempo, historia, hermano, vecino, amigo, que se deja prohijar por la humanidad, un Dios que nada tiene de abstracto, huesos, piel, corazón, sangre que se ofrece sin condiciones, un Dios tan asombrosamente cercano que esa cercanía inquieta, interpela, compromete.

Cierta tendencia a leer la Palabra de Dios de manera lineal nos deja en una superficialidad estéril, pues la literalidad es madre de todos los fundamentalismos. Así suponer que ese debe respecto del sufrimiento aparecería en esa instancia como consecuencia de un dios perverso y cruel al que le place el dolor, que impone el sufrimiento como crisol de mejoras. Peor aún, un Padre que en cierto modo disfruta cuando el Hijo y todos los hijos padecen.
Pero se trata de la ilógica del Reino, de los asombros de la Gracia. Que el Hijo del Hombre deba sufrir es quebrantar desde la caridad las razones de los intereses mezquinos, que la única sangre que está permitido derramar es la propia cuando se ofrece para que nadie más sufra, desde una tenaz y persistente mansedumbre, a pesar de tantos horrores.

Y la cruz de cada día.
En la misma secuencia de superficialidad, cargar la cruz diaria quedaría acotado a las mezquindades personales, las miserias asumidas y los dolores que se nos confiere.
Pero seguir a Cristo es un viaje sin regreso. La cruz, en tiempos de su ministerio, era para el opresor romano el concienzudo método de ejecución para los criminales marginales, para los reos más abyectos, mientras que para la mentalidad farisea es signo de maldición absoluta. Así entonces, cargar la cruz cada día y seguir sus pasos -porque de Él son todas las primacías, porque Él encabeza este peregrinar- es asumirnos en entera libertad como marginales, como malditos, como los últimos de los últimos para que no haya más maldecidos, ni marginales, ni excluidos, ni descartados, en la extraña y bendita vocación de que la vida se la gana en tanto que se la pierde ofreciéndola incondicionalmente al hermano, el poder como servicio, la plenitud en el darse, la felicidad en salir de sí mismo al encuentro del otro, como ese Dios que nada se ha guardado para sí y nos sale al encuentro en todas las esquinas de la vida.

Paz y Bien

Cuaresma: volver a Dios, volver al hermano


















Miércoles de Ceniza 

Para el día de hoy (26/02/20):  

Evangelio según San Marcos 6, 1-6. 16-18







Comienza hoy el tiempo de Cuaresma, tiempo santo de conversión, de regreso a Dios y al hermano, de reconciliación, de perdón que libera, sana, salva.

Cuaresma, si se quiere, es un éxodo espiritual que emprendemos hacia la tierra prometida de la Resurrección. Por ello Cuaresma es, ante todo, una inmensa bendición, tiempo ofrecido por ese Dios para que sus caminos y los nuestros confluyan en andares eternos.

La cruz de ceniza en nuestra frente es señal de nuestra fragilidad, de lo quebradizos que somos, del pecado que nos demuele y nos dispersa en el viento. Pero esa señal de nuestras existencias mínimas también es señal de Cristo que se nos graba en las honduras del corazón, para que el amor de Dios, como en un rescoldo santo, haga brotar una chispa de vida en tanto sedimento inútil que solemos acumular.

Volver, volver siempre. Volver a Dios y volver al hermano. Dios es el Padre que espera nuestro regreso y prepara la fiesta por los hijos recuperados. No importa tanto el pasado sino el presente que se edifica desde la conversión y siembra futuro desde la caridad.

Desde la limosna volvemos, pues es una humilde victoria sobre el egoísmo, dándonos nosotros mismos en silencio, sin ostentaciones, antes que hacer una torpe beneficencia con lo que nos sobra.

Desde el ayuno volvemos, pues nos vaciamos de lo efímero, nos hacemos uno con ese Cristo del desierto, y ese alimento negado podrá -aunque sea en mínimas proporciones- aliviar el hambre de un hermano necesitado.

Desde la oración volvemos, en la escucha atenta, en el diálogo filial, en la sintonía eterna del Dios que se encarna en nuestra cercanía.

Por eso la ceniza no es señal de rictus amargo, sino augurio cordial de que todo es posible, y de que al fin de este peregrinar que comenzamos tenemos un puntual encuentro con la vida plena, con Aquél que será todo en todos.

Paz y Bien

Hacerse últimos para impulsar a todos adelante














Para el día de hoy (25/02/20):  


Evangelio según San Marcos 9, 30-37







La travesía final hacia Jerusalem ha comenzado. Jesús de Nazareth peregrina hacia la capital de la nación judía a encontrarse con el espanto, el escarnio y una muerte brutal en la cruz, como el peor de los criminales.
Él lo sabe bien -es fruto de su misión- y a pesar de ello no se escapa ni vacila. Pero también sabe la necesidad de que sus discípulos lo sepan, lo entiendan y comprendan ese sacrificio inmenso que se cierne sobre el horizonte inmediato.

Pero ellos parece que no entienden o, peor aún, no quieren entender ni aceptar lo que el Maestro les plantea. En sus esquemas no hay más que un Mesías de estirpe y modos reales que impondrá una victoria definitiva a los enemigos de Israel, restaurando con furioso poder las viejas glorias pasadas. Y ellos quieren ser parte y tener una parte de ello. No toleran a un Salvador pobre, humilde, derrotado y sometido en su mansedumbre a la ignominia mayúscula de la crucifixión y la muerte.
Es un escenario de ruptura, más no de abandono de Jesús. Ellos lo siguen oyendo pero no lo escuchan, ellos dejan de escuchar la voz de lo alto y todo deviene horizontal, dolorosamente terreno. Por eso mismo discuten entre ellos posiciones, prebendas y mayorazgos en ese pequeño grupo: prefieren abandonar la sencillez de la Buena Noticia y emigrar a una religiosidad de la prosperidad y el éxito.

Si no se decidiera un tema tan raigal, la escena tendría una comicidad hilarante ineludible; Jesús les pregunta -eximio conocedor de los corazones- acerca de qué venían hablando y discutiendo por el camino. Y ante esta requisitoria, ellos callan como adolescentes avergonzados, sorprendidos en el preciso momento de cometer alguna tropelía.

El Evangelista Marcos tiene, literariamente, una cadencia extraña pero magnífica a la vez: Jesús y los discípulos vienen a un ritmo creciente, en sus pasos y en sus almas. Pero de golpe, llegan a Cafarnaúm y se detienen en la casa, que hemos de suponer era el sitio que el Maestro había adoptado temporariamente como hogar de esa comunidad incipiente. Él se sienta al modo de los rabbíes cuando enseñan, y es un símbolo previo de la trascendencia de la enseñanza que brindará, pero también es el profundo sentido común que indica que cuando ciertas vorágines nos hacen perder el rumbo, es preciso detenerse -parar la pelota-, frenar y volver a enfocar la mirada en el horizonte para dejar de andar a los tumbos.

Él invierte todo, y re-significa ciertos conceptos firmemente arraigados en su tiempo, tanto que perduran hasta nuestros días. No se trata de una estrategia de reemplazo ideológico: en la asombrosa ilógica del Reino, quien es verdaderamente grande es quien sirve -diákonos- y más aún, aquellos que viven para servir sin buscar réditos ni relevancias.
Nosotros utilizamos el término diácono en su función pastoral y de culto, más es menester entenderlo en su faz primigenia, más relacionada a las tareas de los esclavos que a cualquier ordenación religiosa.
Es la misma raíz del Maestro que se hace servidor de todos, último entre los últimos para no dejar a nadie atrás, para impulsarnos a todos hacia adelante, aún a costa de su propia vida.

Un niño será, al igual que en Belén, la señal definitoria. Jesús lo abraza con una ternura mayor, una ternura que las atrocidades cometidas en los últimos años nos han ensombrecido de asco, de dolor y de temor. SIn embargo, ese abrazo es revelación, y no refiere únicamente a lo pueril, a la protección irrenunciable a la infancia que debemos ejercer a cualquier costo.
Tiene que ver con el entorno sociojurídico del siglo I en Palestina: un niño tiene menos relevancia que las mujeres y los esclavos -es apenas algo más que nada- y solamente se lo tiene en cuenta por ser un proyecto de adulto y por ser hijo de, es decir, propiedad cosificada de su padre.

Un niño es un sin derechos, un nadie, alguien que no es tenido en cuenta, y el abrazo y la enseñanza de Jesús de Nazareth es revelación de Dios, de un Dios que hasta para las mentes más endurecidas, se pone abiertamente del lado de los excluidos, de los nadies y más aún: Él está allí, y su rostro resplandece en los que nadie tiene en cuenta, y por eso mismo la misión de los discípulos -de todos nosotros- ha de comenzar abrazando a los últimos, hundiendo nuestros pies en el fango en donde languidecen tantos Cristos olvidados, desde el servicio y la compasión, frutos nuevos y primeros del Reino.

Paz y Bien

Dios se ha hecho Palabra para que desterremos todo mutismo















Para el día de hoy (24/02/20):

Evangelio según San Marcos 9, 14-29








Jesús se había transfigurado en el monte Tabor, promesa cierta de plenitud y diálogo de la eternidad con la finitud humana. Es uno de esos momentos que uno desearía que nunca finalicen, que se perpetúen para siempre, congelándose como una fotografía; ese es el ánimo de Pedro y sus ganas de quedarse, de construirse cómodas tiendas.
Pero Jesús despierta todo adormecimiento, hay que bajar al llano de la vida diaria portando la mejor de las noticias, llevando esa luz que no se apaga allí en donde abundan las sombras.

Jesús, Pedro, Santiago y Juan llegan a destino y se encuentran con una encendida disputa entre escribas y los otros discípulos que no habían estado allí en la cima del monte. La amplitud de la disputa es proporcional a la vastedad de la multitud: de un lado, los profesionales de la religión, expertos en códigos y cánones que suponen la total pasividad de una humanidad que debe esperar sumisa el actuar de su Dios en un futuro incierto, cuando las pautas piadosas se cumplan puntillosamente exactas. Del otro lado, los discípulos que no admiten ese quietismo, que rebullen en pura acción pero que, sin embargo, sostienen en su interior los mismos esquemas y preconceptos de sus adversarios dialécticos.

Todo se ha desatado a raíz de un niño enfermo -todo nos indica que sufre de epilepsia- y que por los criterios de aquel entonces no está enfermo, sino más bien está poseso por un demonio bravo que lo domina. Los discípulos no han podido hacer nada por él.
El pueblo ya no cree en esos especialistas en la fé, confían en su alma en la bondad el Maestro. No obstante cometen el error de presuponer que la identidad entre Jesús y los discípulos es total.
La discusión se agrava porque es un mudo vociferándole a un sordo incapaz de oírle. La soberbia de unos y otros los incapacita para la Palabra, palabra dicha y palabra que se escucha y el resultado es que el mal permanece: el niño no se restablece y su sufrimiento continúa.

Contra todo cálculo, el Señor no cura inmediatamente al niño: es menester sanar primero los corazones. El padre de ese niño posee una urdimbre de amor paternal y fé vacilante, un tironeo interno brutal e impiadoso. Ese desgarro de su alma derrotada se expresa en las cavilaciones violentas de ese pequeño cuerpo sometido a la enfermedad.

Sólo cuando se restablece la fidelidad y la confianza todo puede cambiar, y pueden suceder los milagros, a pesar de que para ciertas miradas esa vida renovada se aparezca como muerta; tan enraizados están esos criterios de exclusión en las mentes, que cuando son extirpados producen una conmoción a menudo muy dolorosa.

¿Cómo comenzar a sanarnos?
La oración es el paso de ese éxodo, Pascua de la fé y la liberación: es volvernos capaces de escuchar a ese Dios que se ha hecho Palabra para que desterremos todo mutismo que nos separa del otro, que nos impide escucharnos y entendernos yendo al encuentro de Dios en el hermano.

Paz y Bien

Ágape, la superación de Talión

















7° Domingo durante el año  

Para el día de hoy (23/02/20):  

Evangelio según San Mateo 5, 38-48










Comenzaremos por el final, por el indicio mayor que nos brinda el Evangelio para el día de hoy, y que es el mandato a ser perfectos como es perfecto el Padre del cielo. Este mandato es súplica, es clave y es horizonte  Toda esta enseñanza crucial que nos ofrece adquiere sentido y carácter único cuando la perspectiva luminosa de la eternidad entretejida en lo cotidiano -realidad tangible, accesible, al alcance de todo corazón- brinda destinación identificaria, de carácter y trascendencia.
-hablamos de destinación como mínimo artilugio para diferenciarnos del término destino, que a menudo se lo supone ya trazado y al cual hay que resignarse-.

Por ahora, sólo arriesgaremos que ser perfectos como Dios no implica el trazo de un abismo infranqueable, una perpetua zanahoria de utopías inaccesibles, sino más bien en la integridad de amar como Dios ama, y emigrar definitivamente a sus territorios, a la geografía asombrosa de la vida que se revela en Jesucristo.

Quizás el primer paso sea el descubrimiento del prójimo. 
La Ley mosaica dirimía la cuestión identificando al israelita y al forastero -el extranjero asimilado en tierra judía- por un lado, y por el otro el extranjero, con quien no se tiene vínculo ni condicionamiento moral, y al que es dable y deseable odiar, buscar su destrucción. Es menester, claro, ubicarnos en el contexto: el extranjero -para un judío del siglo I y antes también- era el símbolo de lo ajeno, de lo extraño, del enemigo, de la derrota, la opresión, el exilio y la esclavitud. Si se quiere, el extranjero es el que siempre está dispuesto a nuestra destrucción.
En esta perspectiva se ubica la llamada lex talionis, ley del Talión, uno de los primeros indicios universales -en toda la historia humana- de ordenamiento legal, de pautas de convivencia. Ley necesaria, pues primero morigeraba los efectos devastadores de las venganzas, y con el tiempo suplantó una lesión o daño igual al conferido por una pena equivalente -una reparación económica o una pena carcelaria, hasta la pena capital-.
La Ley del Talión. con sus evoluciones y sus adaptaciones históricas, es la idea primera de las diversas vertientes del derecho -especialmente del penal- actual, imprescindible para cualquier ordenamiento social.

Jesús de Nazareth no es un rebelde congénito que llama a ir contra Talión, sino que impulsa a ir más allá. Mucho más que un mérito, y en la vecindad de una locura sindicada como tal por el mundo, Jesús apaga el detector de enemigos. Siempre falla, y nos suele enviar pésimas señales e imágenes.
Se trata de descubrir, invariablemente, al otro como propio, y no es un sentido de posesión ni de exclusividad diferenciadora de ajenos, aún en el ámbito de la fé profesada, y precisamente allí se juega el desafío mayor.

Los clásicos -y la cultura hebrea también- traducían el término amor de tres modos distinto: como eros, como philos y como ágape.
Eros relacionado a lo romántico, a lo sexual, a lo corporal.
Philos relacionado al ámbito de la razón, de la aceptación mental de un igual o a la asimilación voluntaria de una idea -de allí filosofía, amor a la sabiduría-.
Ágape, al amor con el que Dios nos ama, a todas las mujeres y los hombres de toda la historia, de todos los tiempos, generosa e incondicionalmente, un amor que es celebración y que no se acota a ciertas limitaciones que solemos imponer. Ágape, el amor asombroso que entrega sin vacilar la vida para que otro sobreviva.

Ése y no otro es el mandamiento de este amor, y sólo puede explicarse y asimilarse desde el mismo Dios que lo inspira porque es su misma esencia. Un amor que -decía con enorme veracidad la Madre Teresa- duele, pero sin el cual la fé cristiana es una vertiente moral más, muy respetable, pero sin un distingo y sin trascendencia.

Porque todo comienza y se decide aquí, y el más allá ha de manifestarse en nosotros en el día a día.

Paz y Bien

Pedro, hacedor de puentes




















La Cátedra de San Pedro, Apóstol

Para el día de hoy (22/02/20):  

Evangelio según San Mateo 16, 13-19








Las casualidades no existen excepto en las elucubraciones que nuestra razón adjudica a procesos azarosos. En rigor de verdad, existen causalidades, conexiones, y en cierto modo, podríamos afirmar que las casualidades son esos momentos en la historia en que Dios deja su huella con un seudónimo, en silencio, invisible a miradas comunes pero evidente a los ojos de la fé.

Por ello los acontecimientos del Evangelio para el día de hoy los ubica Mateo en Cesarea de Filipo. Es la antigua ciudad helénica que rendía culto a ignotos dioses -el dios Pan-, que se edifica en honor del César y lo considera un dios, y por ello le erige un templo, es el fasto que exhiben los vasallos a los opresores de quienes depende su poder. No es una ciudad extranjera pero casi se escapa de los límites del tetrarca Filipo: es el Israel que se desdibuja por la confluencia de gentiles, es el símbolo del sometimiento a Roma, es el confuso lugar en donde se rinde culto a dioses muertos y falsos, y que se sostiene a fuerza bruta de legiones romanas.

Allí, al borde el monte Hermón -punto máximo del norte hacia el que llegará el Maestro en su ministerio- Él les pregunta a los discípulos quien dicen las gentes que es, cual es su identidad.
Ese pueblo padecía desde hacía muchos siglos la ausencia de profetas; por ello la voz inclaudicable del Bautista les resultó tan importante, y también la del Maestro. Por ello mismo, en esas ansias que todos ejercemos, trasladamos a la búsqueda de la verdad nuestros deseos y frustraciones, y así ese rabbí galileo se les hace el Bautista redivivo, Elías, alguno de los antiguos profetas. Intuyen que viene de Dios, pero se quedan en el plano humano nomás. Porque reconocer a Jesús de Nazareth como Hijo de Dios y Salvador no es cuestión de razón sino más bien de co-razón, y ése es terreno del Espíritu de Dios que todo lo ilumina.

Simón hace una confesión tan contundente, que prácticamente no tiene parangón: sin ambages ni vacilaciones, afirma en esa ciudad enrarecida que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Es Simón ben Jonás el que habla, pero es el Espíritu de Dios quien le dicta las palabras, quien le revela la verdad mayor, y Simón dejará de llamarse Simón y será Pedro -Petrus, Cephas, piedra- sobre el que el Señor edificará la Iglesia. Porque es Dios quien edifica, siempre- y nosotros somos apenas unos simples albañiles escasos.
Pedro es también piedra por cabeza dura, por aferrarse endurecido a viejos esquemas muertos, por dejarse llevar por los estados de ánimo, por pensar que puede reprender al Maestro cuando éste le revela el destino de cruz de su ministerio.

Aún así, Pedro es el que dará solidez a los corazones y confirmará en la fé a sus hermanos. Pedro y todos los Pedros que lo sucedan.

No hay casualidades. En esa ciudad en donde parpadean constantemente las luces mustias de ídolos muertos, de dioses falsos, de imperialismos y opresión, allí se abren las puertas de un ámbito nuevo, de espacio y recinto amplio, mesa para todos en donde la muerte -inevitablemente- retrocede. Se trata de la familia que llamamos Iglesia, y que es mucho, muchísimo más que una estructura, una institución, poderes establecidos. Es en donde florece el Reino, un reino extraño en donde la nobleza la encarnan los últimos, y los principales son servidores incondicionales de todos los demás.

La tarea de Pedro es enorme, y no puede con ella en soledad. Siempre lo asistirá el Espíritu del Resucitado y el auxilio y la ayuda de los otros discípulos.
Pedro, como roca, no adquiere privilegios ni coronas, sino responsabilidades mayúsculas de servicio. La tarea de establecer lazos entre los hermanos que se han separado, hacedor de puentes de fraternidad y justicia -literalmente pontífice significa hacedor de puentes- y debe también desatar nudos, todas las coyundas que oprimen y suprimen la vida, minimizan la humanidad, impiden la alegría.

Su misión es misión de comunión, de anuncio siempre joven y nuevo, de apertura de miradas, del Reino que está ahora y aquí entre nosotros.

Dios nos cuide a Pedro.

Paz y Bien

Con la cruz al hombro y el hermano en el costado











Para el día de hoy (21/02/20):  

Evangelio según San Marcos 8, 34-9, 1





Es usual la afirmación de que cargar la cruz de cada día implique el piadoso ejercicio de la paciencia, llevando con nosotros todo aquello que nos lastima, nos hace daño, nos resulta gravoso. Ello también puede referirse a los aconteceres que nos vá deparando la existencia en el día a día -tantos dolores que se nos confieren- como así también las miserias propias en las que solemos sumergirnos. Todas ellas son señales dolorosamente mortuorias y, en cierto modo, cruces, y por ello mismo es que vivimos de este modo este pasaje del Evangelio que en el día de hoy se nos ofrece.

No está mal, es claro, porque ello supone un acto de fé, un compromiso, un atisbo de la Buena Noticia.

Más en realidad, Jesús de Nazareth siempre está a una distancia sideral de nuestras limitadas expectativas; será que toma distancia para que emprendamos la marcha con nuevos bríos hacia un horizonte que la rutina nos desdibuja.
Porque lo que el Maestro está proponiendo es que nos atrevamos a encarar el éxodo de aprendices/discípulos al de marginales para mayor gloria de Dios.

Cargar la cruz no implica necesariamente preanunciar un fin de espantos, como es la crucifixión. Cargar la cruz es asumir la condición de aquél que porta la cruz camino a cumplir su condena a muerte, la del despreciado por los mirones de la calle, de aquél cuya dignidad humana primordial es hollada y atropellada como una exhibición macabra.
La cruz era el suplicio romano prescrito para los criminales más abyectos; para la fé de Israel, además de esta imposición legal de la pax romana, significaba también adquirir el carácter de maldito.

Así entonces, cargar la cruz siguiendo a Jesús significa hacerse -voluntariamente- el último entre los últimos. Es renunciar a todo ego, y difuminar cualquier pretensión finalista para volverse un medio del Reino de Dios.
Es la ilógica de la abnegación, que fué, es y será motivo de asombro y escándalo, porque los que siguen de ese modo a Cristo se recubren de indignidad para ser los más dignos, se ubican al fondo de todo y serán por la Gracia los primeros, y desafiando toda lógica, afirman con cada respirar que es bueno, que es santo y que es necesario, a menudo, entregar la vida sin condiciones para que no haya más crucificados, para que otros vivan.

Seguir a Jesús es atreverse a reemplazarse uno mismo por Cristo, Dios entre nosotros, Dios por nosotros, Dios en nosotros.

Paz y Bien

Con los pensamientos y sentimientos de Dios















Para el día de hoy (20/02/20):  

Evangelio según San Marcos 8, 27-33








El Evangelista Marcos sitúa hoy el ministerio de Jesús de Nazareth en los poblados cercanos a Cesarea de Filipo, y es mucho más que un dato geográfico.
Hasta hace poco, ha curado y enseñado en Betsaida, y se desplaza a aproximadamente cuarenta kilómetros al norte, casi al pié del monte Hermón: ese será un límite físico y también teológico -espiritual- pues no irá más allá. A partir de allí, todo será ruta hacia el sur, hacia Jerusalem, al encuentro decidido y libérrimo con el odio encendido de sus detractores, hacia la fastuosa capital, al enorme Templo y, por sobre todo, a su crucifixión y su muerte.

Cesarea de Filipo no es otra ciudad más en su periplo, sino que está cargada de gravosos símbolos. Edificada en un principio para el dios griego Pan, luego se la rebautizó Cesarea en honor del emperador César Augusto, a tal punto de edificar un templo a ese César deificado. Con el tiempo, se le añadió el término de Filipo en homenaje al tetrarca que imperaba en ese tiempo, Herodes Filipo, uno de los hijos de Herodes el Grande -hermano del conocido Herodes Antipas, asesino del Bautista-.
Allí confluyen, entonces, rituales de deidades de la naturaleza, la divinización del César y el culto al poder y a los poderosos, y es precisamente allí en donde Jesús de Nazareth les pregunta a los discípulos qué dicen las gentes acerca de quien es Él.
Que el Bautista, que uno de los profetas, que es Elías regresado es la respuesta, y es que el Maestro suscitaba distintas reacciones entre los que accedían a sus signos y enseñanzas. Sin embargo, es obvio que cada respuesta se adecua a las expectativas personales y nó a la inversa. En la mentalidad colectiva predominaba un Mesías sucesor de la dinastía davídica que restauraría mediante el poder militar las antiguas glorias de Israel; más aún, algunos querían apurar esa llegada con un uso religioso de las armas, tal el caso de los zelotas, mientras que otros suponían que con el cumplimiento estricto y puro de la Ley -los fariseos- acortarían la espera.

Pero todas las respuestas refieren a un hombre, a un hombre extraordinario o a un súper hombre, pero a un hombre al fin. Y en su horizonte no pueden concebir a un Mesías servidor, humilde y manso que se vista de derrota, que deje las manos libres a los violentos para que se ensañen con él, un Mesías abnegado y entregado como un cordero al sacrificio.

Por ello mismo, les pregunta a los discípulos -a los Doce, a todos y cada uno de nosotros- con un énfasis inusual cual es la idea que tenemos de Él.
Pedro toma la palabra en nombre de todos, pues Pedro es la roca en donde afirma y confirma su fé la comunidad. Y Pedro está asistido por el Espíritu de Dios, y por ello confiesa que ese Jesús que comparte con ellos caminos, cansancios y pan es el Cristo de Dios, el Mesías esperado.

El Maestro manda guardar silencio acerca de esta verdad. No hay difusión ni publicidad que valga, y se acerca la noche oscura: las comprensiones se abrirán al alba de la Resurrección, y tal vez por ello quiere prepararlos para los días bravos que están por venir.
No es fácil de asimilar, pues todos tienen y tenemos moldes viejos que nos resultan costumbre diaria y comodidad, y la fé exige un salto sin red que no cualquiera se atreve a dar. Por ello mismo quizás Pedro comienza a reprenderlo, con el mismo enojo empeñoso que solemos poner cuando los proyectos de Dios no se adecuan a lo que suponemos, cuando lo que pedimos no se adapta a lo que Dios nos brinda a diario y de continuo.

Así, ese Cristo sufriente y derrotado, hermano de todos los crucificados de la historia se identifica con muchas imágenes que solemos adjudicarle.
Un Cristo lejano y glorioso, bien del cielo y ajeno a estos andurriales del mundo. O quizás un Mesías revolucionario. O un Salvador dulcemente banal que nunca incomoda, encarnación de un Dios al que creemos manipular mediante la acumulación de actos piadosos. Tantas imágenes como ansias y expectativas le adosamos.

Jesús de Nazareth nos regala una pista asombrosa, magnífica. Se identifica como Hijo del hombre, Hijo de la humanidad, y en ese título está su misión, su ternura y su ofrenda perpetua, un Dios jamás desentendido de lo que nos sucede, un Dios que ha asumido nuestra limitadísima condición para ascender, peldaño a peldaño, a un cielo que comienza aquí y ahora.

Paz y Bien

Recuperar la vista implica redescubrir al otro, y junto al otro encontrar la mirada de Dios

















Para el día de hoy (19/02/20):  

Evangelio según San Marcos 8, 22-26









En los sucesos de hoy relatados por el Evangelista Marcos, llama la atención la pasividad de este hombre aquejado por la ceguera. No se mueve, está sumido en la resignación de su mal, a tal punto que son otros los que ruegan por él y lo llevan ante el Maestro.
Es misión primordial de la comunidad ir en socorro y al rescate de quien ha bajado los brazos y ya nada espera.

Jesús de Nazareth no es un sanador milagrero que gusta encandilarse con el reconocimiento público, pues todos los gestos y las acciones de sanación/salvación son signos ciertos de la bondad de un Dios que es Padre y es Madre, y no prolegómenos de acciones espectaculares destinadas a ganar adeptos.
Se trata de volver a reconocernos hijas e hijos.

Por ello mismo, con especial cuidado y gran ternura lo toma de la mano y lo lleva a las afueras del pueblo, éxodo de su rutina de resignación, pascua desde la esclavitud de la oscuridad.
Para Jesús de Nazareth todo es personal, por ello también esa necesidad de reserva y silencio que garanticen un encuentro certero y profundo.

Los pasos siguientes se nos hacen una especie de tratamiento, tan condicionados como estamos por culturas de instantaneidad, éxitos envasados de acción inmediata.
Todos tenemos nuestros tiempos, nuestros desiertos pueden parecerse más nunca serán iguales, la espesura de nuestras oscuridades puede ser mayor o menor.

Sin embargo, todo debe crecer y madurar.

El Maestro hoy nos está preguntando a cada uno de nosotros si somos capaces de mirar y ver, redescubrir qué vemos y cómo lo vemos.
Seguramente, veremos a las multitudes como árboles que caminan, existencias desdibujadas en mares de anonimato, de más de lo mismo, masa informe que sólo refleja estadísticas, nunca vidas, jamás personas concretas.

Sin embargo, es el primer paso de toda liberación de estas cegueras que respiramos.

Porque en el encuentro con Aquél que es la vida y el pan, podemos recuperar a quien habíamos perdido: el rostro real y concreto del prójimo, con sus luces y sombras, mucho más que árboles que andan y que dan frutos.
Recuperar la vista implica redescubrir al otro, y junto al otro encontrar la mirada de Dios.

Paz y Bien

El poder que no es servicio oprime y quebranta


















Para el día de hoy (18/02/20) 

Evangelio según San Marcos 8, 13-21 








A pesar de todo lo que habían compartido con Él, de todo lo que habían sido partícipes, los discípulos seguían sin querer comprender.
Doce canastas sobraron luego de alimentar a la multitud hambrienta, pan abundante y generoso para todos los hijos de Israel que aún no ingresan al ámbito de la Gracia.
Siete canastas sobraron luego de saciar el hambre de otros tantos miles en tierras paganas, pan abundante y generoso para cuando lleguen todos los gentiles invitados al banquete del Reino.

Ellos siguen preocupándose por cuestiones menores, y a su vez permiten que ciertas cuestiones mundanas les opaquen el alma, corazones ocupados por lo que perece y no trasciende.
La levadura de los fariseos, la de la figuración, de la pura exterioridad sin corazón y sin Dios, la de la hipocresía.
La levadura herodiana, la del poder por el poder mismo, el poder que no es servicio, la opresión justificada, el dominio mundano, la ética ausente.

Así, ellos y nosotros, imbuidos de esos venenos solemos dispersarnos, enfrentarnos, separarnos con encarnizamientos y odios. Las divisiones y resquemores nos pertenecen por completo, no pueden ser adjudicadas a otros, quitándonos los sayos que nos colocamos sin hesitar. Gustamos alimentarnos en recintos estrechos de ventanas y puertas cerradas, con los detectores de enemigos encendidos, rápidos para señalar al opuesto, al distinto, a lo que nos diferencia.

Pero lo que verdaderamente cuenta es Cristo, el Pan de Vida, Pan único que nos alimenta y nos hace hijos y por lo tanto hermanos.
Cristo en nuestra barca Iglesia, Cristo en nuestra barca existencia, Dios con nosotros. Nada más importa.

Paz y Bien

Las señales del cielo resplandecen como estrellas de Belén




















Para el día de hoy (17/02/20):  


Evangelio según San Marcos 8, 11-13








Ellos suben a una barca y cruzan el lago. Han regresado a la Galilea en donde todo ha comenzado, y nomás desembarcando, los severos fariseos enfrentan al Maestro con patentes ganas de confrontar, de descalificar y un ausente ánimo de encontrar la verdad.

No lo dejan en paz, y es significativo que la pelea planteada suceda en la ribera: lo estaban esperando con ese único fin avieso.
El Evangelista en ese punto es preciso: le piden a Jesús un signo del cielo para ponerlo a prueba.

De aquí podemos inferir dos cuestiones principales: por un lado, tenían la intención de que el Maestro cometiera un error y así ponerle en ridículo frente a todas esas gentes que lo seguían en un número cada vez mayor. Pero por otro lado, hay otro interés oculto, tácito, y es que a ellos les brinde una señal de esas características. Parece que lo que no es sometido a su escrutinio y a su aprobación, debe ser rechazado de plano y considerado anatema, ajeno a Dios.

En síntesis, requieren una señal milagrosa, un portento visible y descomunal que confirme la autoridad divina que ese rabbí harapiento pretende esgrimir. Sin dudas, hay cierta actitud de superioridad despreciativa: son los cultos y pulcros ortodoxos que, en el fondo, desprecian a ese galileo de aires campesinos, cuyo mismo acento lo delata, un paisano casi impuro, un kelper de la fé de Israel.

Por ello el Maestro suspira profundamente, y es un gemido y un dolor que proviene de las honduras de su alma. Esos hombres son muy religiosos, y sin embargo son unos incrédulos enconados. Para ellos ninguna señal, por evidente que fuere, será suficiente, y por eso mismo no tendrán ninguna señal al modo que ellos exigen.

Porque tanto para esos fariseos como para nosotros, todo está allí aunque se nos oculte a nuestros limitados ojos. Las señales del cielo resplandecen como estrellas de Belén que nos señalan el camino para los corazones que se animen a mirar y ver más allá de lo evidente.

Señales de fraternidad, de solidaridad, de servicio, de vidas ofrecidas. Pequeños gestos de cortesía y amabilidad. Silenciosos esfuerzos de todos los que viven vidas orante para sustento de todos nosotros, en la mansa soledad conventual. Madres como ángeles que mantienen a raya los demonios del hambre. Los hombres honestos que desertan abiertamente de cualquier corrupción. Los que cuidan a los indefensos. La serena alegría compartida. Tantos gestos y acciones concretas, tantas señales del cielo y la señal mayor, la Resurrección que es vida que no se termina, eternidad y don de Dios para toda la humanidad.

Paz y Bien

Cristo, plenitud de justicia



















6º Domingo durante el año 

Para el día de hoy (16/02/20):  

Evangelio según San Mateo 5, 17-37








En la Palabra para el día de hoy hay continuidad y hay ruptura, y mucho tiene que ver con los esfuerzos de las primeras comunidades en integrar a los seguidores de Jesús provenientes del judaísmo y aquellos cuyas raíces eran gentiles. Ello no sólo implicó una reflexión teológica monumental, sino especialmente la transformación de estructuras y preconceptos firmemente arraigados en las mentes de esas gentes.

Hay ciertas cuestiones -como las ideologías, las estructuras religiosas, algunas tradiciones- se enquistan con tanta fuerza que se tornan inamovibles, sagradas, fines en sí mismos. Y traen como consecuencia el desencuentro con el otro y, peor aún, una parodia de la relación con Dios, pues esas construcciones propias de la mente humana se adjudican a un mandato divino.
Esa re-presentación -pues tiende a ocultar verdades- suele devenir virulenta en su reafirmación, segregacionista, tajo que divide entre propios y ajenos, nosotros y los otros y enciende en forma perpetua su detector de herejes y enemigos. Aún cuando ese nosotros sea cada vez más pequeño, más reducido y excluyente.

El problema y dilema de aquellos tiempos primeros es también, bajo otras apariencias, el mismo hoy en día. La vara que solemos utilizar es relativa, es menor y la mayoría de las veces poco tiene que ver con la Buena Noticia. Todas las cosas -buenas y malas- se encuentran primero y ante todo enraizadas en las honduras de los corazones.

Jesús de Nazareth a una justicia distinta, una justicia mayor, y su símbolo perfecto es esa cruz en el que hace ofrenda total de su ser para que todos vivan.
Esa cruz tiene un madero que apunta hacia el cielo y dos brazos que se extiende horizontalmente hacia los lados, y paradójicamente, esa cruz sin uno de los brazos deja de ser tal. Podrá ser, tal vez, horroroso patíbulo pero nunca señal cierta de amor absoluto, de vida tenaz y eterna.

Una justicia que se dirige hacia arriba y hacia los lados, hacia Dios y hacia el prójimo, desde las profundidades del corazón y desde acciones concretas que nunca han de estar escindidas de esa interioridad. Por ello mismo, espiritualidad y ética van entrelazadas en cada instante de la existencia, en el proyecto de amor y bondad de Dios para toda la humanidad.

Hace una buena cantidad de años, un pueblo nuevo peregrinaba desde la esclavitud hacia la libertad prometida, hacia a vida. Ese pueblo fue bendecido con Ley y profecía, con la voluntad de Dios expresada para encaminar los pasos de todos hacia la plenitud.
Desgraciadamente, se fueron quedando en la fórmula y progresivamente olvidaron a Aquél que le daba sentido y sustento. En cierto modo, es lo mismo que la adhesión feroz a una doctrina con una carencia absoluta de amor y compromiso; ello dá lugar a fundamentalismos, opresiones y odios variopintos.

Jesús reinterpreta la historia de su pueblo, y quiere rescatar todo lo bueno y lo santo que su historia acarrea para llevarlo a su cúlmine,a un destino luminoso, a un horizonte de libertad y felicidad -que no otro es el destino de la humanidad signado por Dios-. 
Con Él, nuestra propuesta y nuestro desafío hoy es hacer carne, vida, respirar esa justicia, como José de Nazareth, como María de Nazareth, como tantos otros que supieron ajustar su voluntad a la voluntad de Dios, abandonando todo supuesto egoístamente minúsculo, el éxodo del yo hacia el nosotros.

Paz y Bien

Panes y peces se acrecientan en el altar de la misericordia y del servicio que se multiplica




















Para el día de hoy (15/02/20):
 
Evangelio según San Marcos 8, 1-10






Estamos con Jesús y sus discípulos en territorio pagano, tierras extranjeras, áreas de lo extraño y lo ajeno. Allí también las gentes buscan con denuedo al Maestro en su hambre de verdad y desde el agobio de sus enfermedades y dolencias: el dolor nos iguala, el dolor nos asemeja, el sufrimiento nos muestra no tan distintos.

Eran ya tres días que estaba el gentío junto a Él, bebiendo de su Palabra sin una queja. Pero el Maestro no es indiferente a las necesidades del otro, no mira para otro lado, lo moviliza la compasión, lo impulsa la Misericordia. Ellos podrán ser perros extranjeros, gentiles, paganos, profanos, inmigrantes ilegales, no católicos o el rótulo por el que optemos: aún así tienen sobre ellos la mirada bondadosa de Dios para el que no cuentan divergencias ni fronteras. Hay necesidad, desfallecen de hambre, hay que alimentar a todos ellos que están a la espera durante tres días, como desfallece la vida los tres días que el cuerpo de Jesús permanecerá en la casa tumba...pero ha de prevalecer la resurrección, la vida en Sus manos es mucho más tenaz de lo que solemos imaginamos.

Pero hay un distingo fundamental: el socorro y el auxilio no es privativo de un Cristo que se conmueve, sino que ha de tener color comunitario. Por ello los discípulos son parte del problema y partícipes de la solución.
El hambre es obsceno, es cruel, es ofensa grave al Creador de la vida, y todas sus hijas e hijos no podemos quedar indiferentes, ni acotarnos a simpáticas declamaciones.
Los Doce, precisamente, intentarán eso mismo: que son muchos, que están en un sitio desierto, que vayan a otro lado más amistoso en busca de pan. Sin embargo, la respuesta está en sus manos, no se puede despedir al hambriento al abandono de su suerte. Parece poco -siete panes- pero serán abundantes y desbordantes si acontece el milagro del compartir. No hay mínimos, ni siquiera esos humildes pescaditos -comida de gorriones-, todo cuenta, todo suma.

Cuando florece el compartir, brota espontánea la acción de gracias, tiempo de Dios y el hombre en plegaria y gratitud, Eucaristía de la humanidad.
Esa acción de gracias no será una oración privada del Maestro, sino que hace partícipes a los suyos, a tí y a mí, a vos y a ella, a todos nosotros.

Cuando sucede la compasión y se expresan concretamente el socorro y la solidaridad, los milagros se agolpan con un enorme aquí estoy! del Dios de la Vida, esos panes multiplicados se vuelve más que suficientes, nunca cálculo mezquino, canastas y canastas que sobran para los que vendrán.

Panes y peces se acrecientan en el altar de la misericordia y del servicio que se multiplica.

Paz y Bien

Effatá, que se abran todos los oídos, que se restablezcan lenguas y gargantas para escuchar a Dios y al hermano















Para el día de hoy (14/02/20) 

Evangelio según San Marcos 7, 31-37










El Maestro permanece en tierras extranjeras, más precisamente en la Decápolis: es una confederación de diez ciudades implantadas por los griegos como una suerte de colchón de seguridad estratégico para el caso de guerra contra la nación judía y también como medida de autoprotección frente a merodeadores y salteadores de caminos. Aunque en ellas vivieran algunos colonos judíos, eran miradas con desconfianza y desprecio desde el otro lado de la frontera.

Que Jesús esté allí ya es, para ciertos nacionalismos furiosos, una provocación. En realidad, es signo y símbolo de la universalidad de la Salvación ofrecida por ese Dios que sale al encuentro del hombre.

Traen a su presencia a un hombre que es sordo, y que por ello mismo se exprese con dificultad, a veces tartamudeando, a veces profiriendo sonidos sin sentido.
Para ciertas mentalidades brtualmente mezquinas, es una situación perfecta: el distinto, el enemigo acallado, reducido al silencio, incapaz de expresarse normalmente, de comunicarse, de quejarse, de rebelarse.

En cierto modo, el no poder escuchar ni hablar, el tener cerrado el acceso a la palabra, es una manera de morir aún cuando el corazón siga latiendo.
Por ello hay que ser tenaces en las palabras y en la Palabra. Saber escuchar, poder expresarnos, aún cuando lo que se diga no sea lo adecuado y hasta sea un agravio. El silencio, cuando se lo busca y se lo elige a conciencia es fructífero, santo, transformador.
El silencio que se impone siempre es nefasto, inhumano, y jamás debe tolerarse ni aceptarse como normalidad. Cuando hay palabras y cuando hay Palabra la vida puede expandirse.

La actitud del Maestro es de una delicadeza infrecuente. Siempre hay que cuidarse de no hacer un espectáculo con el auxilio que se brinda, y dedicarse en cuerpo y alma al socorro de los dolientes.

Effatá es el término arameo, y es maravilloso. Que se abran todos los oídos, que se restablezcan lenguas y gargantas para escuchar a Dios y al hermano, al amigo, al enemigo, al cercano y al lejano, y para volver a decir las cosas con claridad, con la fuerza de la verdad, una verdad que no puede ni debe silenciarse, para mayor Gloria de Dios y bien de los hermanos.

Paz y Bien

Misericordia, con el corazón y toda la vida en la miseria que se socorre


















Para el día de hoy (13/02/20) 

Evangelio según San Marcos 7, 24-30








Jesús de Nazareth había tenido una virulenta confrontación con los representantes y dirigentes de la ortodoxia oficial judía a causa del cumplimiento de ciertas tradiciones y de la pureza e impureza de ciertos alimentos. El escenario es de ruptura, y el paso a la región de Tiro completa el trasponer una frontera mucho más profunda que la que señala la geografía y la política.
Para la memoria del pueblo judío, Tiro no es un país extranjero cualquiera, Tiro -y Sidón- es la cuna de Jezabel, enemiga terrible de Elías que, a su vez, inspiró las furias de los profetas Ezequiel y Jeremías. Es por ello que esta región a la que accede el Maestro es el epítome de lo extraño, de lo extranjero, de lo ajeno, ámbito tanto real como simbólico que un hijo de Israel siempre ha de evitar, pues entraña la amenaza de un paganismo acérrimo y la potencialidad de una contaminación de la propia nacionalidad, tan celosamente resguardada.

Precisamente, el paso del Maestro a ese región implica la extensión de su ministerio, símbolo de su universalidad que no reconoce ni acepta limitaciones ni cotas de cualquier índole.
Es un salto enorme de corazón y de mente que aún hoy la Iglesia a veces no realiza, discriminando entre propios y ajenos, cuando su identidad la confiere la Gracia de Dios que nos prohija.

Es dable suponer que el Maestro ingresa a una casa judía de la zona, con ganas de no destacar, de estar un tiempo tranquilo junto a los discípulos. Pero ni modo, no hay modo de que permanezca oculto. El bien y la bondad, inevitablemente, destacan y refulgen en todo sitio, haga lo que se haga, imponga lo que se imponga.

Resulta impensable para un rabbí que le hable a una mujer, o que una mujer le dirija la palabra. Peor aún en el caso que hoy nos ocupa, el de una mujer sirofenicia y pagana.
Se trata de una silente y mansa revolución que el Maestro no sólo escuche sino que converse con una mujer así.

El diálogo, mirado de forma sesgada, es durísimo. En cierto modo, basándose en antiguos patrones tradicionales, Jesús menta a los extranjeros como perros, y nó en un cariz afectuoso de mascotas, sino en el talante más despectivo, que aún hoy se suele utilizar.
Pero esa dureza debe contemplarse en la totalidad de la conversación y de la lectura para descubrir su verdadero sentido y profundidad.

Acontecen dos cuestiones: por un lado, el Maestro, desde esa perspectiva de su pueblo, provoca a la mujer para que no se resigne, para que no baje sus brazos, para que no se abandone a cuestiones que poco tienen de humanidad y de Dios.
Por el otro, que el amor de una madre, el sufrimiento de los hijos, la fé que suplica migajas de misericordia conmueven el sagrado corazón de Cristo.

Quiera Dios que esa mujer sirofenicia nos haga espejo cordial, para iluminarnos la fé, para pulirnos en humildad, para volver a confiar en ese Maestro que a todos escucha, recibe y a todos, sin excepción, quiere ayudar.

Paz y Bien

En las honduras del corazón todo se decide















Para el día de hoy (12/02/20):  


Evangelio según San Marcos 7, 14-23 








Lo que pretende enseñar el Maestro es importantísimo, tan raigal y trascendente que llama perentoriamente la atención de los presentes, de sus discípulos y de toda esa multitud congregada en torno a Él. Ello se debía en parte a que aquellos con los que quería dialogar lo desechaban de antemano en una negación totalmente prejuiciosa -escribas, fariseos-, pero en parte también porque a menudo es necesario concitar la atención, focalizar, despertar los sentidos.
Solemos oír sin escuchar, mirar sin ver, poner cara de interés pero entre nuestros oídos pasan tormentas, más lo valioso no se queda.

La afirmación que realiza es categórica: nada de lo externo que ingrese en el hombre ha de ser motivo de mancha, de impurificación, de señal que mancille. Es tan contundente lo que dice que es revolucionario y aún hoy no hemos tomado la real dimensión de su significado.

El Maestro refiere a la dialéctica desatada a partir de las costumbres y tradiciones dietéticas impuestas durante generaciones por los escribas, esto es, los alimentos permitidos y los prohibidos, los alimentos benditos que conducen a Dios y los prescritos por impuros. Más aún porque en la historia de Israel muchos habían muerto como mártires por mantenerse firmes en esa tradición, y ante los ojos y los oídos asombrados de todos, Él derriba todas esas cosas que se daban por inconmovibles.

En realidad, vá mucho más allá del cuestionamiento a ciertas costumbres histórica y religiosamente instauradas. Si fuera solamente eso, Jesús de Nazareth sería solamente un carismático transgresor, un rebelde perpetuo pero no mucho más que eso.

Lo que está en juego, lo que se decide -aún a precio de su misma sangre- es el universo infinito de la Gracia, el amor de Dios, la Salvación.

No se trata de discutir la validez o nó de ciertas costumbres que pueden llegar a tener sus razones fundadas, y hasta un santo carácter devoto. 
Se trata de desertar de ese mundo en el cual al Dios de la Vida se lo manipula mediante la acumulación puntillosamente piadosa de actos específicos, actos que están en condiciones de cumplir unos pocos y que, a la vez, son causa de humillación, condena y dolor para tantos.
Se trata de renegar de la imagen de un dios que premia a algunos y castiga a muchos, porque ese no es el Dios de Jesús de Nazareth.
Se trata de darse cuenta que en las honduras del propio ser, de la misma existencia -eso que llamamos corazón- anida todo lo que nos define, nuestros horizontes, nuestras estaturas, sueños, borrascas, cielos regalados o infiernos elegidos. Y que, indefectiblemente, siempre ha de referir a cómo nos portamos con el prójimo, con los demás, nuestras buenas y malas acciones y especialmente nuestras omisiones.

En nuestros corazones puede crecer la humilde y asombrosa semilla del Reino, de la vida, de la felicidad que es siempre compartida. Pero también se nos puede crecer una cizaña que todo lo ahogue, y es por eso que hay que dedicarse al cuidado de ese pequeño jardín que se nos ha confiado.

María de Nazareth lo sabía bien, y todas las cosas -aún las que no comprendía- maduraban al calor de su inmenso corazón, y por ello la más pequeña es la más grande y la más feliz entre todas las mujeres y hombres de toda la historia humana.

Paz y Bien


Que Cristo nos vaya moldeando y purificando
















Nuestra Señora de Lourdes

Para el día de hoy (11/02/20):  

 
Evangelio según San Marcos 7, 1-13









Una mirada superficial y anacrónica argumentaría con toda probabilidad que estamos frente a un hecho en donde se resuelve, ante todo, una cuestión elemental de higiene, algo tan básico como lavarse las manos antes de comer.

En realidad, lo que está en juego es completamente distinto, y tiene un profundo significado.

Desde que siguieron los pasos del Maestro, los discípulos fueron dejando de lado de manera gradual ciertas normas y costumbres impuestas y férreamente arraigadas, que sólo respondían a una sola razón, la de la piedad sin justicia, el culto sin corazón, la deificación de la norma por la norma misma. Así entonces los discípulos le restaban importancia al lavado de sus manos no tanto por una cuestión de higiene personal, sino como rito obligado de purificación ritual, exigible para todos los varones de Israel antes de ingerir alimentos.
La observancia de estas normas llegaba a extremos tales que los supervisores de control -escribas y fariseos, todos religiosos profesionales- se llegan desde la capital Jerusalem hasta la Galilea del ministerio de Jesús y sus amigos con el fin de fiscalizar este cumpliento.

La denuncia profética que Jesús de Nazareth hace de esta actitud de los que critican con fervor es clara y definitoria. Ellos han quedado atrapados en un inflexible código moral que les impide el éxodo, es decir, la conversión. Ellos no se atreven a dar un paso que no esté previamente codificado y normatizado.

Ellos mantienen una postura diametralmente opuesta al Reino que inaugura ese Cristo de la mesa compartida, pues entienden que deben cumplir con numerosos y específicos rituales con el fin de purificar sus almas y acceder a la bendición divina, una bendición que se puede adquirir de acuerdo a la tabulación virtuosa que ellos mismos han instaurado.


Pero es un tiempo nuevo y asombroso, el tiempo de la Gracia, y todo se decide en lo que Dios hace en nosotros y por nosotros, sin condiciones previas y a pura bondad y no por las cosas que creemos hacer en su nombre.
Se trata de permitir que Él nos vaya moldeando y purificando.

Paz y Bien

La caridad es concreta, cordial, sanguínea

















Para el día de hoy (10/02/20)  

Evangelio según San Marcos 6, 53-56 







Para un observador objetivo y desconectado afectivamente, la escena descripta por el Evangelista Marcos es pasmosa: multitudes de gentes que se encaminan presurosos hacia donde Jesús ha desembarcado con los discípulos, a orillas del lago Genesaret.

Llegan de toda la región, y todos traen consigo a sus enfermos. Algunos, sostenidos a duras penas entre dos, con pasos vacilantes. Otros aupados el trecho que se pueda. Los más, en camillas que son muy distintas a las que conocemos hoy, de caño, metal y ruedas. Se trata de angarillas hechas con ramas y maderas, y en muchos casos de las mantas sucias en donde el enfermo languidece, portando al doliente por parientes y amigos que se esfuerzan llevando una punta cada uno para llegar donde está Cristo, que es salud y liberación, que a nadie rechaza, que a nadie niega su bendición y su bondad.

Y la situación se repite por cada aldea, pueblo y ciudad por donde el Maestro pasa. Es como si el mundo fuera un desierto agobiante y el paso redentor de Cristo una ansiada lluvia bienhechora que rehace y restituye la vida.

Nos bastaría contemplar la fé de esas gentes, aunque sea imperfecta, y es iluminador redescubrir cada día a ese Cristo que sólo hace el bien, que a nadie rechaza.

Sólo agregaremos una humilde mención a esas esforzadas personas que llevaban a tantos quebrantados por la enfermedad y por la exclusión religiosa, la impureza cultual. La caridad no es una abstracción que se absorbe de modo académico. La caridad es concreta, cordial, sanguínea. La caridad cristiana, rostro definitivo de la misión, es llevar a todos a la presencia redentora del Señor, y muy especialmente y ante todo a los que están caídos, olvidados a un lado de la vida, descartados de la existencia, en camillas de fraternidad, de compasión, que son fuertes y resistentes pues están tejidas de eternidad.

Paz y Bien

Humildes y tenaces como la sal y la luz


















Domingo 5º durante el año

Para el día de hoy (09/02/20) 

Evangelio según San Mateo 5, 13-16







Las parábolas que hoy nos ofrece la Palabra se ubican a inmediata continuación de las Bienaventuranzas, del Sermón del Monte, y es en ese contexto en el que adquieren pleno sentido para sus destinatarios, la comunidad de creyentes, la Iglesia, todos y cada uno de nosotros.

En ese monte hay una nutrida multitud, y el gentío es variopinto: están los Doce, hay otros discípulos y seguidores, muchos curiosos sin compromiso, algunos herodianos, una buena cantidad de escribas y fariseos muy atentos a lo que Jesús de Nazareth haga o diga. Pero el Maestro pone un énfasis muy puntual en sus palabras, y al destacar a los discípulos por entre tanta gente los define, les otorga un carácter único, una identidad intrínsecamente ligada a la misión que les ha confiado y que es vivir llevando la Buena Noticia a todas partes.

A nosotros, mujeres y hombres modernos del siglo XXI, algunas dimensiones posiblemente se nos escapen; la sal y la luz en la Palestina del siglo I eran valiosísimas, a diferencia nuestra que o la conseguimos en prácticos envases y la utilizamos en consecuencia -a menos, es claro, que haya indicación médica en contrario- o bien es el producto usual de operar un interruptor.

Pero para aquella sociedad la sal y la luz eran claves.

La sal, en breves y mínimas pizcas brindaba sazón a los alimentos, es decir que éstos adquirían sabor y así las comidas, por humildes y sencillas que fueran, se disfrutaban. Pero también, al no haber refrigeradores ni conservadores, la sal era utilizada para conservar la carne fresca tal como se conoce en varios de nuestros países, charqui o charque. Entonces, la sal era el medio para evitar que la carne se pudra y corrompa, se mantenga fresca.

Por otra parte, el aceite de las lámparas para iluminar en la noche los hogares era carísimo, y no era algo que la mayoría de las familias compraría y usaría a granel, pues las velas se reservaban para el culto y eran aún más onerosas. Así entonces, la única lámpara familiar, al caer la tarde, se colocaba en lo alto de la habitación para que la luz proyectada alcanzara la mayor superficie posible.

En estos dos símbolos Jesús nos revela un misterio profundo, y es que a pesar de que somos pequeños somos muy importantes, todos nosotros, a los ojos bondadosos de Dios.

En la sintonía eterna del Reino, es misión fraterna el hacer que esta vida tenga sabor, que dé gusto ser vivida con un sentido que rumbee a un horizonte cierto. Y también, proteger la existencia de toda corrupción que nos vaya carcomiendo y degradando los días.
Es por ello corazón mismo de la Iglesia volverse prisma, cristal que no tiene luz propia sino que proyecta a todos los sitios la luz de Dios, la Palabra, que no le pertenece pero que le ha sido confiada, para que no haya más tinieblas ni sombras de muerte.

En estos andares, nos queda saber si somos capaces de aceptar este mandato que es invitación asombrosa, pues pocos méritos -o ninguno- tenemos para prolongar a través de los tiempos el ministerio mismo de Cristo.

Paz y Bien

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