Para el día de hoy (06/07/20):
Evangelio según San Mateo 9, 18-26
La fé cristiana sigue las enseñanzas del Maestro y lo imita en cada uno de sus pasos, en cada gesto, en el servicio, en la caridad y en la compasión, floreciendo en misericordia.
Por eso es que la fé cristiana es concreta, explícita, sanguínea y profundamente humana.
Las ideas son importantes, como es importante toda reflexión. Pero si ellas quedan acotadas al mero plano de la teorización, conducen a campos yertos, estériles, sin destino. Así, en nombre de la teoría -llámese ideología, religión, ideas o como se quiera- se cometen toda clase de barbaridades y se pretende justificar lo injustificable.
Como decíamos antes, las cosas de Cristo son concretas, palpables, evidentes para los corazones que se revisten de fé y crecen en Dios.
Ello se pone en clara evidencia cuando el dolor y la muerte campean, cuando toda razón deviene exigua, cuando las únicas palabras encontradas son súplica y desconsuelo.
Dos mujeres en un ocaso terrible se nos presentan. Una, jovencísima, sólo doce años, apenas se asoma a la vida, y su juventud es talada de cuajo sin piedad. El dolor intolerable de un hijo que se pierde. La otra, una mujer adulta a la que la vida se le escapa en cada hemorragia, la sangre que pierde le arrastra la existencia misma.
Ambas, varios escalones más abajo de cualquiera por el mero hecho de ser mujeres.
Ambas, y según los criterios de su tiempo, impuras absolutas: impuras por la sangre, impuras por la muerte.
Ambas, frente al abismo certero de lo definitivo, con una resignación que parece no disiparse.
El Reino presente, tiempo santo de Dios y el hombre. La fé en conjunción con el amor de Dios produce milagros.
Dos no se resignan ni bajan los brazos, ni se someten a probables consecuencias.
Uno es el padre de la niña que se muere, y que es un relevante dirigente religioso, crítico acérrimo de Jesús, y al que su fé no le dá respuestas ni mucho menos le restituye la vida a la hija que es sus ojos y su vida entera. Aún así, atraviesa cualquier barrera mental y con un coraje inusitado derriba los muros de cualquier prejuicio, porque en ese joven rabbí galileo hay mucho más que una doctrina nueva. Allí hay alguien que irradia vida, allí hay alguien en quien se puede confiar.
La otra es una mujer a la que se ha condenado a la soledad, a la exclusión permanente, tal es la consecuencia religiosa de su enfermedad. Pero no se queda en su dolor físico ni, peor aún, en el dolor que le imponen, en la culpa que no es de ella y que sin embargo se la arrojan e imponen como una carga intolerable. Y así, rompiendo toda prudencia -que a veces es cierta cobardía con maquillaje razonable-, se acerca al Maestro por razones similares, porque aún en la periferia de ese Cristo, los bordes de su manto, hay más vida que en cualquier otro lugar.
Ese Cristo es un templo que camina.
Ese Cristo es la vida que se ofrece incondicional, la vida que se deja encontrar, la respuesta a todas las preguntas, Cristo que es bendición, que es abrazo, Salvación y salud.
Paz y Bien
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