De una moral sin bondad al jubileo de la misericordia

















Domingo 4º de Cuaresma

Domingo de Laetare

Para el día de hoy (31/03/19)  

Evangelio según San Lucas 15, 1-3. 11b-32








Un simple análisis literario nos indicaría que, en este texto tan conocido de Jesús de Nazareth, hay dos parábolas y no una como se suele señalar. Son dos los hijos, cada uno con sus características, miserias y deslealtades, y es un grosero error embarcarse en la tarea de mensurar la medida moral de cada uno de ellos.
Porque hay una realidad mucho más profunda que la literaria, y es la centralidad del Padre, cuya traducción teológica -espiritual- es la pura bondad.

Es importante también tener presente quienes son quienes lo escuchan con creciente atención, publicanos y pecadores. Los publicanos son los recaudadores de impuestos del ocupante romano, que a menudo abusaban de su posición para cobrar de más las ya gravosas tasas en beneficio propio, y por ello un publicano es un judío traidor que trabaja a favor del enemigo extranjero que profana la Tierra Santa, y además es un corrupto y un abusador. Así entonces se le odia con fervor, y su estatura moral está por debajo de la adjudicada a las prostitutas.
Por otra parte, los pecadores señalados no refiere a los pecados cometidos en privado por cualquier creyente, sino más bien por aquellos que hacen explícitos sus pecados, pecadores públicos. De allí la feroz diatriba de los fariseos, pues este joven galileo comparte pan y vino con los más indeseables, con los que nadie en su sano juicio se sentaría a cualquier mesa.
Esos hombres no eran monstruos retorcidos y pavorosos: en realidad, se trataba de hombres piadosos, profundamente religiosos -hombres de Dios- muy respetados por su rectitud y por la estricta observancia de los preceptos instituidos. Ellos estaban convencidos de la necesidad de acumular buenas obras o méritos frente a Dios, tendientes a procurar los favores divinos: de allí que se indignaran por la afabilidad de Cristo para con los que son sus opuestos, sus antípodas.

La parábola que el Maestro les cuenta habla de dos hijos, muy distintos entre sí, pero que al final, por caminos divergentes, coinciden en miserias y en la bondad paterna.

El hijo menor reclama su parte de la herencia paterna en forma inmediata. Así, en sus afanes anticipa en su corazón la muerte de su padre, pues es cuestión de sentido común repartir los bienes familiares entre los hermanos a posteriori del fallecimiento paterno, bienes que son fruto de toda una vida de trabajo, bienes que son para el sustento y para brindar trabajo a muchos jornaleros. Pero el joven se embarca en fútiles aventuras licenciosas y pronto se queda sin nada. La miseria que lo agobia es el dispendio inútil de su joven existencia, el desamparo de abandonar la calidez de la casa y el pan paternos.

El hijo mayor es un exacto cumplidor de las órdenes de su padre, y allí está su error. No se trata de cumplir órdenes, se trata de amar. El hijo mayor, en cierto modo, actúa como esos fariseos enojados, pues ese Padre celebra la vida recobrada del hijo extraviado con una fiesta enorme sin decir nada de los rigores observados por el mayor, que no vé a su Padre como tal sino más bien como un patrón, como un capataz.

Pero a ambos ese Padre los sale a buscar. Por ellos se desvive, se entristece, se viste de fiesta.
Es un Padre misericordioso antes que justo.

Prodigalidad significa, primeramente, derroche, gastar sin cuidado ni medida.

El Padre en realidad es pródigo, pues vuelca sin límites ni condiciones su bondad, maravilloso derrochón de la Gracia a quien Él quiere, con preferencia especial por los perdidos y los enfermos, y es ese escándalo la raíz misma de la Buena Noticia.

Paz y Bien

Confiar sin resignarse jamás, con corazón humilde













Para el día de hoy (30/03/19):  

Evangelio según San Lucas 18,  9-14 







Más allá de cualquier razón o motivo, justo es decir que tenemos un demoledor preconcepto contra los fariseos, asociándolos -quizás de manera cinematográfica- al villano religioso, al personaje execrable sin miramientos.
Sin embargo, los fariseos eran hombres profundamente piadosos y que tenían una importante formación religiosa; el celo empeñado en la observación de la Ley implicó, en los duros tiempos del exilio y frente a las amenazas extranjeras, el resguardo de la identidad nacional judía y el respeto a las antiguas tradiciones. Por ello, en todo tiempo en donde el peligro de cualquier relativismo socava presente y futuro, la figura de los hombres estrictos y rigurosos con los mandatos cobra especial relevancia. ¿Cómo no respetar a aquellos que interpelan la historia desde la fé, o mejor dicho, desde la Torah y la ley de Moisés?.

Los problemas radican en la literalidad y en la absolutización de los reglamentos. La literalidad, origen de todos los fundamentalismos, pierde de vista sentido y trascendencia y, peor aún, suele execrar al otro y al distinto. La absolutización de los reglamentos es el desmedro de lo que importa, el mismo Dios, en pos de aquello que tiene carácter instrumental, es decir, el mutar los medios en fines en sí mismos.

Por otra parte, un publicano recaudaba impuestos a favor del ocupante imperial romano: es menester tener en cuenta que la evasión impositiva, en aquel entonces y siendo Judea y Galilea provincias romanas, se consideraba sedición y se castigaba con la pena capital. De allí que el recaudador de impuestos tenía a favor de su actividad el poder militar y represivo romano como respaldo. Además, los publicanos adicionaban un monto a la carga tributaria establecida que era en la práctica su ganancia y su fortuna; a menudo se valían de prácticas extorsivas.
Si a todo ello añadimos los rígidos criterios de pureza e impureza ritual vigentes en aquel entonces, un publicano era peor que una prostituta, un impuro absoluto vendido al opresor, un traidor que vendió su alma al enemigo, un judío que desprecia cotidianamente la Ley.

A nosotros, en pleno siglo XXI, probablemente se nos pierda de vista, pero para los oyentes de Jesús de Nazareth el escenario era mucho más claro: el respetable es, obviamente, el fariseo, el repudiable de antemano el publicano.

Pero en verdad nadie es bueno o malo por su pertenencia, sino por lo que hace y también por lo que omite.

En la formulación de la plegaria farisea nada hay de objetable. Formalmente es correcta, pero su contenido es autorreferencial, al extremo que Dios queda en un segundo plano, como un fedatario que contabiliza sus buenas obras, su ayuno, su diezmo. Autoenaltecido en su orgullo, desaloja al prójimo en su horizonte pues desprecia a aquellos que no tienen su misma profundidad religiosa.
Quizás su oración exprese esa religiosidad sin Dios, o mejor dicho, la religiosidad de un Dios distante e inaccesible al que se le arrancan favores mediante las prácticas piadosas acumulables.

En cambio, la plegaria del publicano rebosa humildad y pone por delante a Dios. No es difícil imaginarnos la escena, hasta con su propio cuerpo reza de ese modo, quedándose al fondo de todo, sin animarse a levantar la mirada. El publicano se irá justificado porque, aún siendo un pecador público y notorio, desde su real estatura sumida en esos andares turbios suplica y confía en la misericordia de Dios, en su perdón, en su bondad.
Confía sin resignarse, confía con todo y a pesar de todo, confía en que se Dios sea capaz de enderezar ese destino que ha torcido sin remedio aparente.

Todos, en cierto modo, somos mendigos de la misericordia de Dios, portadores de una miríada de miserias que usualmente buscamos y a las cuales nos aferramos sin pensarlo demasiado. Sólo el amor de Dios salva, y en esos desiertos nos bastaría apenas unas migajas de perdón para sobrevivir.

Pero el amor de Dios no se mide, y así, suplicando algo que nos permita perdurar un poco más, se nos vuelca sobre nosotros y con serena alegría canastas llenas del pan de la misericordia.

El amor de Dios todo lo puede.

Paz y Bien

La eternidad se entreteje en lo cotidiano
















Para el día de hoy (29/03/19):  

Evangelio según San Marcos 12, 28b-34









El escriba que interpela a Jesús en esta ocasión es, si se permite la expresión, sapo de otro pozo. A diferencia de sus pares, se dirige a Jesús con hambre de verdad y revestido su corazón de honestidad, pues quizás sutilmente se rebele contra esa postura de sus congéneres de prejuzgarle, de la falacia constante, de buscar de continuo el error para hallar justificaciones condenatorias. Y esa honestidad y esa sinceridad, para el escriba y para todo creyente es el paso segundo de toda conversión.

Paso segundo porque el paso primordial es siempre el de Dios que sale en nuestra búsqueda, Padre misericordioso al rescate de los hijos extraviados.

Aún así, el buen escriba porta en su mente los estrechos paradigmas de una fé retributiva y aferrada a la observancia estricta de normas y preceptos. Por eso mismo, no está inquiriendo cuál es el primero de los mandamientos dentro de una escala descendiente, sino más bien dentro de la Ley de Moisés, cuál es la Ley de leyes, cual es el precepto que es clave para todo los demás.
Esto debe entenderse en el horizonte de la religiosidad de la época: la Ley judía engloba seiscientos trece mandamientos, trescientos sesenta y cinco -uno por cada día del año- de carácter prohibitivo o negativo y doscientos cuarenta y ocho -uno por cada hueso del cuerpo- de carácter permisivo o positivo. En medio de ese cúmulo de normas, es dable suponer que todos los escribas se sientan inclinados a buscar al que encabeza y sustenta al resto, para así obedecer la Ley con la mayor exactitud posible.

La respuesta de Jesús no se hace esperar, y se dirige al núcleo mismo de la fé de Israel: Shema Ysrael, Escucha Israel, ama a Dios por sobre todas las cosas, con todo el corazón, con toda el alma, con todo el espíritu, con todas las fuerzas.
Pero aquí comienzan las sorpresas: ese mandamiento primordial tiene dos facetas inseparables, que son el amor a Dios y el amor al prójimo.

Como los maderos de la cruz, la mirada hacia el cielo ha de estar indisolublemente unida al abrazo a quien está a nuestro lado. Una sin la otra deja de ser fé, convirtiéndose en teísmo o en una ideología laica sin trascendencia.

Y sobre todo, detenernos a pensar quién ese prójimo. Si es el igual, el cercano, el par, o es aquél hermano al que salgo a buscar.

El buen escriba desde su honestidad asiente sin vacilaciones. El culto primordial es el amor a Dios y el amor al prójimo.

Está muy cerca del Reino, muy cerca.
Sin embargo, a pesar de todo, aún está muy lejos. Le queda un largo trecho cordial por recorrer, pues -como todos- debe arribar a la tierra prometida de la Gracia de Dios, tiempo de Salvación, de eternidad entretejida en lo cotidiano, de desbordante amor de Dios que se brinda sin condiciones a toda la humanidad.

Paz y Bien

Cuaresma: curarnos de mutismos y cegueras



















Para el día de hoy (28/03/19):  

Evangelio según San Lucas 11, 14-23








La palabra significa y expresa el corazón y la interioridad de la gente; es la posibilidad de ir al encuentro del otro, de no encerrarse, del diálogo, de crecer.
La carencia de esa palabra, la imposibilidad de hablar implica anonimato indeseado, soledad impuesta, encierro y opresión. Por ello mismo, devolver las palabras y la Palabra a los mudos de cualquier tiempo, a los acallados de toda la historia es cuestión urgentemente santa, signo certero de que el Reino acontece aquí y ahora.

Ello precisamente es lo que hacía Jesús de Nazareth: pasaba haciendo el bien sin esperas, sin vacilaciones y, especialmente, sin pedir permiso.
Sin dudas, esta actitud del Maestro -y de los que actúen por Él y con Él- es molesta, blasfema y subversiva para los poderosos y para las almas mezquinas y celosas. Así entonces todo argumento descalificatorio se justificará por sí mismo, y proliferarán difamaciones, condenas y rápidas excomuniones sin compasión.

Aún así y a pesar de que todo parezca señalar lo contrario, la fuerza de la Buena Noticia es irreductible porque encuentra su raíz en la gratuidad y en la misericordia ilimitadas de Abbá Padre de Jesús, hermano y Señor nuestro, y el bien ha de florecer en los lugares más impensados, en donde descolla la resignación y acampa la oscuridad.

Quizás la Cuaresma signifique curarnos de mutismos y cegueras.

De esa imposibilidad adquirida del decir, y del decir palabras que hagan el bien a aquel que la escuche, palabra que sea diálogo y encuentro.

De esa ceguera de no reconocer signos del Reino, es decir, de la vida y de Dios en cada acto de liberación, en cada gesto de bondad aún cuando ello signifique doblegar el orgullo y redescubrir que lo bueno puede germinar y crecer en jardines que creemos ajenos.

Porque esa ceguera pertinaz y ese mutismo consecuente que nos resultan tan tristementes habituales son dispersiones, desparramos de vida, desuniones y dispendios inútiles del milagro de estas vidas que se nos han confiado.

Paz y Bien

Todo pasa, menos la Palabra














Para el día de hoy (27/03/19):  
 
Evangelio según San Mateo 5, 17-19










Este pasaje que nos ofrece el Evangelio para el día de hoy es muy llamativo, y una lectura superficial puede llevar a un particular estado de confusión, pues las discusiones entre el Maestro de un lado y escribas y fariseos del otro eran cada vez más descarnadas, violentas, que desataban en sus oponentes furia y ganas de acallarlo y suprimirlo, toda vez que cuestionaba la interpretación que ellos hacían de la Ley de Moisés y el modo opresivo que imponían para su cumplimiento.

En ese sentido, parecería que Jesús de Nazareth es un provocador y un infractor constante de normas y preceptos, alguien contrario y opuesto a esa Ley que sus adversarios decían defender y de la que se consideraban intérpretes únicos y ortodoxos.

No obstante todo ello, el Maestro hace una afirmación asombrosa y de consecuencia inmensas: Él no ha venido a abolir a Ley o los profetas, sino a darles pleno cumplimiento.
Ello implica que la Antigua Alianza no ha sido jamás abolida -como bien lo señalaba Juan Pablo II-, que cobra su verdadero sentido en Cristo, y que tanto la Ley como los profetas son expresión en la historia humana de los designios de Dios para la Salvación del hombre.

El sábado es para el hombre enseñaría. Esa Ley y esos despertares que brindaban los profetas fueron dones del Altísimo para que aprendamos a convivir, para edificarnos como comunidad, para levantarnos de la esclavitud como un pueblo nuevo.
Y adquieren su significado definitivo con el Redentor, expresión máxima del amor de Dios.

Ley y profetas, a la luz de la caridad, implican una ruptura con esa nefasta costumbre de fines que justifiquen los medios, es decir, cumplir normas absurdas y opresivas desvirtuadas por caprichos mundanos para que la humanidad pueda erguirse en toda su dignidad de hijas e hijos amados por Dios.

Así, ni una coma ni una tilde han de ser pasadas por alto y debe transmitirse ese amor de generación en generación, en afán generoso e incondicional de servicio y Buenas Noticias.

Paz y Bien

Setenta veces siempre, la desmesura del perdón de Dios

















Para el día de hoy (26/03/19):  

Evangelio según San Mateo 18, 21-35








El diálogo entre Pedro y el Maestro es fecundo y revelador del modo en que sólo en su amistad y cercanía se nos abren las ventanas a la eternidad.

Pero Pedro es roca y también portavoz de sus hermanos, y por ello la pregunta refleja los cuestionamientos e inquietudes propias de la comunidad cristiana, quizás con mayor énfasis en cómo seguir perdonando a quienes de continuo buscan ofendernos o hacernos daño.

Para las tradiciones de Israel, el perdón se limita en tres ocasiones y referido siempre al prójimo en tanto par, nunca al extranjero, al impar, al gentil y, mucho menos, al enemigo. Pedro con mucha generosidad eleva ese caudal a siete veces, quizás por la grave influencia simbólica del siete en tanto expresión de lo divino, de la perfección. Por ello, en principio, Pedro parece abrirse camino hacia una nueva ética más amplia.

El Maestro afirma que, en realidad, debe perdonar setenta veces siete. No se trata de un factor multiplicador, sino más bien debe entenderse como setenta veces siempre, en la santa ilógica de la Gracia y la misericordia de Dios.

Pedro, aún cuando expresa un corazón más amplio que lo usual, persiste en los viejos esquemas: en el tiempo nuevo del Dios que se encarna, del Reino aquí y ahora no debe tabularse ni cuantificarse el perdón.

El perdón es razón y co-razón de los que han descubierto la asombrosa misericordia de Dios, las deudas impagables que han sido condonadas por pura bondad. Descubrir la misericordia en la propia existencia es un tesoro inmenso.

A través del perdón se desarman todas las terribles vorágines de venganza y retribución violenta, las dinámicas de negación del prójimo y nos acerca, salvando todos los abismos que nos separan. Setenta veces siempre.

Paz y Bien

Anunciación del Señor: todo niño es infinitamente valioso

















La Anunciación del Señor 

Para el día de hoy (25/03/19)  

Evangelio según San Lucas 1, 26-38









Como en un contrapunto sonoro y armónico parece alterarse el ritmo penitencial de la Cuaresma al ofrecérsenos el misterio de la Encarnación en la proclamación de la Anunciación del Señor.

Hay, ante todo, una hermosa cuestión temporal: se trata de la Encarnación de Dios precisamente nueve meses antes de la celebración de la Navidad, un Dios con nosotros y como nosotros, un Dios que se teje en el silencio cálido y humilde del seno de María hasta llegar al parto de Belén, la urdimbre santa y decididamente humana de un Dios que ha tomado partido por sus criaturas.

Pero además, la Anunciación en Cuaresma significa no perder de vista la trama principal de la cuestión, el hilo conductor de la Salvación, y es el amor de Dios. 
La Gracia de Dios, abundante y generosa como rocío de alivio para las almas, todo lo puede.

El amor del Dios de María de Nazareth se ratifica hasta el extremo sin final de la vida ofrecida por Jesucristo, nuestro hermano y Señor, fiador que salda nuestras deudas a pura mansedumbre y fidelidad a los sueños del Padre.

Proclamar la Anunciación del Señor es volver a decirle sí a la vida, sí a ese Dios de todos los encuentros, sí a que todo es posible para quien cree. Porque la felicidad no es una lejana utopía, sino una bendición que nos nace en el aquí y el ahora.
Proclamar con sencillez y profunda gratitud la Anunciación del Señor es reafirmarnos en la certeza de que Dios elige lo pequeño, lo frágil, lo que no suele tenerse en cuenta para transformar el mundo y cambiar la historia.

La luz de la apacible y polvorienta Nazareth, en los ojos asombrados de una muchachita judía, se proyectan a través de los velos de los tiempos en la mirada del Hijo que atraerá a todas las naciones desde el árbol santo de la cruz.

Paz y Bien

Cuaresma: todavía hay tiempo de convertirse y vivir en plenitud











Tercer Domingo de Cuaresma 

Para el día de hoy (24/03/19):  

Evangelio según San Lucas 13, 1-9





La lectura que hoy nos convoca es una exhortación a la conversión; en ella, podremos advertir las urgencias de los tiempos, la necesidad de estar despiertos y atentos, lo perentorio de resignificar los hechos y las cosas.

Los Evangelios son relatos teológicos, es decir, espirituales. No tienen precisión historiográfica como metodología pues su exactitud pasa por otros caminos, aunque eventualmente haya coincidencias verificables históricas en los diversos textos; tal es el caso de las muertes de los galileos y de los jerosolimitanos descriptas en esta lectura.
En ambos casos, el texto nos sugiere que ambos hechos eran perfectamente conocidos por los oyentes del Maestro, y que han calado profundo en ellos. Parecen ser hechos de conocimiento e impacto públicos, y estas cuestiones relevantes son el surco a través del cual Jesús de Nazareth encausará su enseñanza.
A veces olvidamos estas cuestiones tan importantes, hablar de la Buena Noticia a partir de las cosas que le importan y que le afectan a las gentes de hoy.
No obstante lo expuesto, ambos casos no son verificables por fuentes extrabíblicas.

La violenta muerte de los galileos en el atrio del Templo -lugar de las ofrendas y los sacrificios-, en donde su sangre de sus heridas es mezclada por Pilatos con la sangre de los animales destinados al sacrificio posee indicios altamente probables: la conducta se condice con el brutal antisemitismo del pretor romano, que no despreciaba ocasión alguna de humillar a los hijos de Israel. Para los hombres de aquel tiempo, el horror se combina con un espanto que surge de la ofensa, pues se profanaba así el culto y el Templo. Quizás hubiera en ello una carga punitiva, pues los galileos tenían doble fama negativa: del lado judío, un cariz de impuros y periféricos contaminados con basura extranjera, contraria a la fé de Israel. Del lado romano, un perenne talante rebelde y violento frente al ocupante imperial. Tal vez por ello Pilatos buscara un castigo ejemplificador que desalentara futuras rebeliones armadas.

La mención a otro hecho luctuoso, la muerte de los jerosolimitanos a causa de un accidente -un derrumbe-, tiene una carga simbólica: los galileos del norte y los jerosolimitanos del sur expresan la totalidad del Pueblo Elegido. 

El Maestro se vale de estos dos hechos tan significativos para que aquellos que le escuchan reflexionen acerca de un tema crucial, la doctrina de la retribución. Este principio, especialmente sostenido por los fariseos, sostenía que los impíos, los pecadores, sufrirían en el más acá un castigo ejemplar por sus quebrantos, del mismo modo que los puros, piadosos y justos serían benditos con la prosperidad en premio a los méritos acumulados. 

No estamos demasiado lejos de esos criterios, y también convivimos con ciertos fatalismos a los que accedemos mediante la abdicación de la esperanza en un Dios que nos ama. Fatalismo también es creer en un Dios que impone penas y retribuciones tabuladas, ajenas a la Gracia infinita de Abbá padre de Jesús.
Sin embargo, los males que padecemos no son azarosos. Quizás sean cosecha de siembras malignas aunque no lineales. Antes que preguntarnos porqué Dios permite tal o cual cosa -por espantosa que fuera- es menester preguntarse que hemos hecho, o mejor aún, que hemos dejado de hacer para que ciertas cosas sucedan, en lo individual pero también en lo comunitario.
El mal también tiene su velo de misterio, pero siempre prevalecerán el bien y el amor.


El Señor lo sabía. Ese Dios que se oculta tras esas ideas no es su Padre. 

Su Padre no es un Dios dispensador de muerte, de dolor, de castigos, es el Padre que aguarda el regreso de los hijos extraviados, y que celebra cada reencuentro. Aún así, Él destaca la imperiosa necesidad de conversión, y su lenguaje impacta por su dureza, pero no por ello se desdibuja su veracidad: perecer es quedarse en lo que no trasciende, en someterse a la muerte como frontera, perecer es per-vertirse por no con-vertirse.

Allí se puede comenzar a vislumbrar un sentido a los ejemplos luctuosos descriptos, y a todo hecho doloroso. La conversión -la apertura del corazón a la vida de Dios- motiva a encontrar un sentido profundo que supere esas muertes y todas las muertes, atreverse a la vida con todo y a pesar de todo.

La existencia es a menudo esa higuera que no dá frutos, y que en apariencia sólo sirve de leña. La Pasión de Cristo nos ha procurado un tiempo bondadoso asombrosamente adicional, para florezcan cosas nuevas, para crecer, para que las raíces no se sequen inútiles.

La Cuaresma es un tiempo de Gracia y misericordia, ofrenda infinitamente generosa para volver a estar plenamente vivos. Antes que una obligación tabulada, la conversión es un milagro que se nos ofrece en este tiempo de bendición que nos ha sido concedido.

Paz y Bien

Dios, Padre de infinita bondad y misericordia
















Para el día de hoy (23/03/19)

Evangelio según San Lucas 15, 1-3. 11-32







Las parábolas son el modo en que el Maestro nos abre ventanas para asomarnos al insondable e infinito misterio de Dios, para ingresar como hijos a la asombrosa dinámica de la Gracia, para preparar mentes y corazones al tiempo infinito de la Misericordia.

La parábola que hoy nos ofrece la liturgia del día es conocida como Parábola del hijo pródigo, aunque tal vez sería más correcto llamarla parábola del Padre misericordioso, o simplemente parábola del Padre y los dos hijos.

El hijo menor.
No sabemos con precisión los motivos por los que se vá. Indudablemente, no ama a su padre, y ello queda en evidencia en el reclamo de su parte en la herencia paterna: es cuestión de sentido común que una herencia se reparta entre los herederos luego del fallecimiento del heredante. Aquí el hijo menor reclama su parte con el Padre vivo, y en cierto modo expresa que está muerto en su corazón, o lo que es peor, que le dá lo mismo que está vivo o muerto. Aún así, el Padre no le niega la parte de la herencia que le corresponde.
El país lejano en donde dilapida sus bienes no indica tanto una distancia geográfica sino un abismo ético y cordial entre el calor del hogar paterno y la disolución de una existencia que pretendió ejercer una libertad vana, una libertad de en cambio de una libertad para, una libertad con sentido.
Sumido en los agobios de su miseria, se pone al servicio de un ignoto habitante de la zona perdida, en talante de esclavo, y su tarea será la de apacentar cerdos, que en los criterios de la época es la tarea más baja e innoble por ser el cerdo el animal más impuro. Toca fondo al ansiar una porción del alimento de los cerdos, pero ni eso consigue.

A veces -sólo a veces- es necesario tocar fondo para emprender la subida a la luz, al día nuevo.

Hay en el joven cierto limitado examen de conciencia plagado de interés. Añora regresar a los ámbitos paternos para saciar su hambre, quizás sin darse cuenta que adolece del alimento mayor que ha consuetudinariamente rechazado, el amor entrañable de su Padre. Hasta ensaya en el camino de regreso un discurso en tren de confesión y disculpas, cuyo objetivo es el mismo, ser un jornalero que no pase hambre. La afrenta cometida es demasiado grande para recuperar su dignidad de hijo.

El Padre no se queda en su sitial de honor y gobierno con un rictus severo, dispuesto a impartir la previsible justicia. El Padre sorprende a todos, lo distingue, ansioso, desde lejos, sale a su encuentro, lo abraza como sólo un papá puede abrazar, lo besa, manda a preparar a los servidores una fiesta grande porque el hijo perdido ha regresado, porque hay un esclavo menos, porque la miseria ha retrocedido.
Curiosamente, no lo deja hablar ni le dirige la palabra, como también parece callar cuando le entrega su parte de la herencia. Es un amor silencioso y contundente, desbordante de respeto, de ternura, de bondad, que destierra lo pasado y celebra la vida de los hijos.

El hijo mayor.
Podemos adivinar su ceño severo, su enojo frente al derroche del Padre ante el regreso del hijo extraviado y licencioso. Toda su vida ha obedecido a pié juntillas las órdenes de su Padre, y allí está su error: su Padre es un patrón que no tiene lugar en su corazón, que a pesar de su estricto servicio no le dá ni un cabrito para festejar con sus amigos de vez en cuando.
Ha erradicado al menor de su corazón, y por eso se refiere a él como ese hijo tuyo. No hay amor ni para ese Padre que más que tal es un jefe mezquino, ni para el hermano que le ha tocado en suerte por la biología, pero que debe ser castigado por su libertinaje.
Aún así, no hay recriminaciones del Padre. Sale en su búsqueda, pues el hijo mayor se queda fuera de la casa presa de su enojo, y encontramos allí otra enorme distancia que expresa la lejanía de los afectos. Todas las cosas del Padre están allí para él, por pura ternura, sin que ello sea decidido por obediencia estricta.

Lo que cuenta en la parábola y en todo destino humano es ese tenaz amor del Padre Dios, amor y presencia tenaz sin deserciones ni descansos, un Padre bondadoso y sempiterno que nada se reserva para sí, que todo nos brinda, y que inaugura un tiempo de celebración por cada hijo recuperado para la vida plena.

Es todo un magnífico desafío para ciertas imágenes y esquemas que nos hemos hecho de Dios. Un Padre así, tan bondadoso y cercano, desbordante de Gracia, que derrocha bondad aún sin merecimientos nos hace cuestionar si nuestras actitudes filiales se le parecen. Porque el parentezco viene por la Gracia, por la misericordia y la gratitud que seamos capaces de encarnar.

Paz y Bien

Cuando se edifica con Cristo, nada se derrumba


















Para el día de hoy (22/03/19):  

Evangelio según San Mateo 21, 33-46








El tenor de la parábola es conminatorio, y hará soltar las furias de los dirigentes religiosos de su tiempo. Esos hombres se sienten insultados, aunque sólo les ha dicho la verdad; quizás lo peor de todo es que ha quedado en evidencia su infidelidad, y que usurpan sitios y prebendas en provecho propio argumentando que lo hacen en nombre de Dios.

Para los oyentes del Maestro, la escena era perfectamente comprensible. En aquellos tiempos, la propiedad de la tierra rural de labranza y cultivo se concentraba en unos pocos hacendados o terratenientes que solían vivir en el extranjero, lejos de allí, y que arrendaban la tierra tomando por pago parte de los frutos de la tierra a la hora de las cosechas.
Por ello es que la parábola sigue la línea literaria alegórica: no podemos ser tan literales de imaginar a un Dios opulento que se vale de los esfuerzos de muchos en provecho propio.

Pero Dios es el Dueño de la viña. Aún así, asombrosamente, es un Dios pobre, pues ha enviado a numerosos mensajeros -los profetas-, que fueron rechazados con violencia y muerte. Finalmente envía a su propio Hijo, lo más valioso de sí mismo, pues ha agotado todo lo cercano.

Un Dios tenaz que a pesar de todas las miserias, los quebrantos, nos sigue buscando.

Tanto los dirigentes religiosos de su tiempo como muchos de nosotros actuamos como si Dios estuviera ausente, o peor aún, como si su viña nos perteneciera. Pero somos labradores de los que se espera buenas cosechas, frutos santos.

La ausencia de Dios, antes que lejanía o distancia es confianza. La viña -la vida- en nuestras manos no es abandono sino una confianza infinita, una cuestión de amor.

Es menester edificar con el Hijo para que nada se derrumbe.

Paz y Bien

El tiempo de la caridad es hoy, la justicia no puede posponerse















Para el día de hoy (21/03/19):  

Evangelio según San Lucas 16, 19-31












A menudo ciertas interpretaciones y espiritualidades oscilan desde una abstracción desencarnada hacia una ideologización que habla mucho de inmanencia, de razones demasiado mundanas.
Ése quizás sea el riesgo al que se arribe en la lectura que nos ofrece la liturgia del día.

Pero el rico de la parábola no se adecua a los estereotipos habituales de los opresores clásicos, de los corruptos sin destino que explotan a los demás. Vive en una tranquila indolencia, quizás felicitándose por ser bendito con esta prosperidad que goza a diario. Pero llamativamente el rico no tiene nombre, como si su actitud le fuera disolviendo su identidad y su existencia; una tradición -no bíblica- identifica a este hombre rico como Epulón, pero este nombre de raíces grecolatinas es en realidad un adjetivo que significa banqueteador.

A pesar de los banquetes cotidianos, de los espléndidos vestidos y el lujo, ese hombre no mira ni vé al pobre que languidece en su umbral. Es el epítome de la miseria: contrariamente a la realidad del hombre rico, el pobre está revestido de llagas, y los perros -simbólicamente animales impuros- van a lamer sus heridas, más no en carácter de mascotas, sino dando un tenor ignominioso.
Como si no fuera suficiente, agoniza de hambre y suplica, aunque sea, alguna de las migas que caen de la mesa del hombre rico. En los tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth la miga del pan se utilizaba para limpiar la grasa de los dedos, pues no había cubiertos, y por ello, el pobre ansía probar algún residuo de descarte, señal que su vida ha sido descartada.
Pero el pobre tiene un nombre que lo identifica -Lázaro, Dios ayuda- santo indicio de que los pobres tienen nombre y rostro imperecederos en el sagrado corazón de Dios.

Aún así, aún cuando prosiga su estructura con los hechos postreros frente al juicio divino, esta parábola no refiere al más allá sino más bien al más acá.

El aquí y el ahora es el tiempo de la caridad. La eternidad germina entre nuestros días merced a un Dios que se encarna, un Dios que se hace hombre pobre y humilde, hermano en nuestras miserias, Redentor.

Hay un abismo inmenso entre los ricos y los pobres. No se trata de una cuestión ideológica, sino ante todo cordial. Demasiados miran para otro lado. Demasiados razonan miserias y justifican sufrimientos al pueblo. Demasiados dejan morir a tantos Lázaros ahí nomás, a su puerta.

Ese abismo es el de renegar de la fraternidad, el negar la compasión, el de propalar resignaciones frente a la injusticia, cultores abyectos del no se puede.

El tiempo de la caridad es hoy, y la justicia no puede posponerse pues no hay vuelta atrás cuando una vida se pierde por la desidia articulada, por el olvido, por la negación del prójimo.

Paz y Bien

En la comunidad cristiana el verdadero poder es el servicio














Para el día de hoy (20/03/19):  

Evangelio según San Mateo 20, 17-28






La lectura del día nos ubica frente al tercer anuncio de la Pasión que el Maestro les realiza a sus discípulos, a los Doce.
La enseñanza de Jesús de Nazareth es paciente, gradual, tal vez cultura en el sentido primordial pues remite a cultivo, a un cuidado germinar. En las dos ocasiones anteriores, el Maestro refiere a los suyos la Pasión que se avizora con un tenor puramente docente, quizás como un rabino tradicional que transfiere conocimiento a su discipulado.

Sin embargo, en la ocasión que hoy nos congrega, hay un crescendo abismal de intensidad. Quizás sea el paso de un tenor rabínico a un tenor profético: es el hombre que permanecerá fiel hasta el final el que habla, el que no se arredrará aún cuando parezcan prevalecer sus enemigos, el que no se permitirá ni un instante de violencia ni de venganza aún cuando las afrentas e ignominias parezcan hechas sólo para Él.
Pero el mensaje se acrecienta a límites insospechados y asombrosos pues Él anuncia su Pasión y su Resurrección, que tras su derrota aparente y por el amor del Padre se erguirá victorioso sobre la muerte, la afirmación rotunda del Dios de la vida.

El Servidor mesiánico manso y sufriente no entra en los esquemas de los apóstoles. Pedro se enoja con el Maestro, y los hermanos Juan y Santiago piden un lugar preferencial a su lado, como virreyes suyos en una futura toma gloriosa del poder en la nación judía.
De ellos sabemos que eran apodados Boanerges -hijos del trueno- por un carácter irascible y explosivo que solía fundarse en un fundamentalismo religioso. Sin embargo, parecen tener cierto pruritro pues es su madre la que interpela a Jesús y no ellos directamente, y el Señor lo sabe.

Aún así, no hay reproche por parte del Maestro. Como en su enseñanza, todo tiene su tiempo de maduración, y la comprensión y encarnación de la Buena Noticia también. La fé es un éxodo, un camino laborioso hacia la tierra prometida de la Gracia.

Al enterarse, los otros diez discípulos se indignan, y es un conflicto de celos y de ansias de poder. Si los Doce representan simbólicamente a las doce tribus como un nuevo Israel, la postura de los hijos de Zebedeo provoca un cisma en la incipiente comunidad cristiana, del mismo modo que en tiempos del rey Salomón dos tribus se enfrentan a las otras diez y se separa el Reino del Norte y Judá.
Las ambiciones, los egoísmos y las ansias de poder siempre han provocado fracturas y cismas difíciles de remontar -el pueblo de Dios lo sabe bien-

Pero el Maestro no quiere que se quebranto prospere. El Reino es fraternidad, familia creciente, y ellos han de desandar la lógica mundana de dominio, de preeminencia, de interés y codicia.
En el horizonte de la Buena Noticia el poder es servicio, entrega generosa e incondicional, servicio que expresa los vínculos filiales con Abbá, Dios de vida, Dios de amor.

Salvación es también servicio, un Dios que se llega a nuestros arrabales, que se hace servidor de todos, que se anonada humildemente para que el hombre ascienda a las moradas de Dios, en plenitud y libertad.

Paz y Bien

San José: descubrir en todo la mano bondadosa de Dios















Solemnidad de San José, esposo de la Virgen María

Para el día de hoy (19/03/19):  
 
Evangelio según San Mateo 1, 16. 18-21. 24a









El lugar en el mundo de donde uno proviene -el pago, la querencia, la patria chica-, que no necesariamente es el lugar de nacimiento, suele marcar el carácter de cada persona, e influye en todos los órdenes de la existencia, especialmente en los afectos, en el modo de ser, en la tonada.

Galilea, y en ella Nazareth, estaba varios escalones por debajo en la estimación de la nación judía. Debido a encontrarse en un sitio geográficamente estratégico, fué pasto de conquista para los enemigos de Israel a través de los siglos y muchas veces ocupada y colonizada. Así entonces era sospechosa de cierta impureza racial y por ello de heterodoxia religiosa por la influencia foránea; también es dable suponer cierto desprecio de los habitantes de Judea y especialmente de Jerusalem para con los provincianos galileos.
A tal punto, que los Evangelios lo retratan con precisión: los escribas, los sacerdotes y hasta uno de los discípulos -Natanael- daban por sentado que nada bueno podía salir de Galilea, de esa Nazareth menor, aldea ignota que casi no cuenta.
Ser galileo y, más aún, ser nazareno era ser de la periferia, de donde nada ha de esperarse, casi un marginal, un judío kelper de segunda categoría.

Sin embargo, en esa frontera misma de la existencia, allí Dios comienza a tejer la Salvación. Y toda la historia dará un giro que significará un regreso a la humanidad misma, señal cierta de que Dios elige lo pequeño, lo que no cuenta para que acontezcan los milagros.

Del carpintero nazareno José sabemos, en apariencia, muy poco. Sólo en apariencia, porque lo que nos relata el Evangelio es profundísimo e imprescindible.

Llama la atención de San José su silencio.

Sin embargo, no se debe a la omisión de palabras; el silencio de José es enorme y refulgente a través de los siglos.

Es el silencio de los que viven y respiran la justicia, practicándola en cada uno de los instantes de su existencia, porque ajustan su voluntad a la voluntad de Dios.

Es el silencio de aquellos que, aún con la razón confundida y mareada por el peso de los acontecimientos, jamás se resignan ni reniegan de su confianza en el Dios que los sostiene.

Es el silencio de todos aquellos que ofrecen su pequeñez cuidando y protegiendo la vida de los demás, héroes a menudo anónimos y silentes sin los cuales estaríamos huérfanos de solidaridad.

Es el silencio estruendoso de los hombres íntegros, de aquellos que jamás -por ningún motivo- se corrompen, que aman el trabajo porque sus manos encallecidas son la medalla que refleja la dignidad conquistada a puro esfuerzo.

Es el silencio fructífero de aquellos que se saben plenos, felices frente al deber cumplido. Y que no buscan protagonismos porque quien cuenta e importa es el otro, y a su vez se retiran al silencio porque ya han saboreado la eternidad en estos arrabales, la trascendencia de ofrecer lo que se es para que el otro sea, y sea feliz.

Es el silencio santo de los que creen y aman sin condiciones.

San José de Nazareth ofreció -aún a riesgo de sentirse ajeno y fuera de lugar- el inmenso amor que sentía por la esposa que amaba, esa muchachita judía llamada María.
San José brinda al Redentor un nombre, una identidad, una familia, una ascendencia legal y real, sin la cual el Mesías sería sólo un niño sin importancia ni relevancia, el producto de algún romance prohibido.
San José es el que protege esa vida en ciernes, en el seno de la esposa que ama, en la niñez de ese hijo que es suyo, tanto o más que si fuera continuación de su propia sangre.
San José deja su impronta bondadosa en ese Hijo maravillosa: por eso mismo, ese Hijo -años después- llamaría e identificaría a Dios como Abbá, nombre cariñoso y quizás la primera palabra que pronunció en su infancia primera.

San José intuía lo que su Hijo enseñaría más adelante, y es que Dios se hace familia de toda la humanidad.

San José, con el temor y la fuerza imparable del amor, llamaba Hijito al Dios en el que creía, y ese es el signo de que cosas extraordinarias han sucedido y seguirán aconteciendo si nos atrevemos a creer.

Paz y Bien

Su corazón sagrado en nuestras miserias
















Para el día de hoy (18/03/19)  

Evangelio según San Lucas 6, 36-38







Sinceramente, el Dios de Jesús de Nazareth es misericordioso, es decir, que tiene puesto su corazón en nuestras miserias: si fuera solamente justo según nuestros criterios retributivos, hace un buen rato que hubiéramos sido pasibles de todos los castigos, más que merecidos.

Pero este Dios no es una deidad inaccesible y distante, que rige el universo desde antípodas celestiales. Este Dios está enamorado incondicionalmente de la creación, a tal punto de asumir para sí la condición humana como uno más, Padre, amigo, vecino que nos comparte la vida y los días.

En sus caminos -que no suelen ser los nuestros- esa misericordia se expresa en el perdón, pues Él sigue tenazmente confiando en todos y cada uno de nosotros.
Con el pecado morimos aún cuando el corazón siga latiendo y persista la respiración. Con el perdón se inaugura un nuevo comienzo en donde la vida plena, la felicidad es posible.
No es del todo errado imaginarnos a este Dios como un Dios desmemoriado. No realiza un conteo de las faltas, ni esos presentes a veces tenebrosos, sino todo lo que juntos podemos llegar a ser y a hacer.

Desde esa raíz que nos funda y edifica, el Maestro nos plantea una posibilidad enorme para transformar el tiempo. Para transfigurar la historia, tan cruel, tan inhumana, tan interesada, tan difusa e indiferente con el dolor.

La generosidad y la solidaridad son frutos de esa misericordia, y sólo desde corazones misericordiosos -rasgos filiales del único Padre- puede surgir la verdadera justicia.

Paz y Bien

Escuchar y confiar con encarnada y activa esperanza, en clave de Resurrección


















Domingo 2° de Cuaresma 

Para el día de hoy (17/03/19):  

Evangelio según San Lucas 9, 28b-36








Hay detalles a los que es menester prestarle especial atención, y por ello, cuando en las Escrituras se nos advierte que una escena determinada acontece en las alturas de un monte o en una montaña, redoblemos los esfuerzos. En la montaña -en las alturas- siempre hay revelación, epifanías, abierta manifestación de Dios al hombre.

En la lectura de este Domingo pasa precisamente ello. 

El Maestro conduce a algunos de los suyos a lo alto de un monte; son los hermanos Juan y Santiago y Simón Pedro. La elección de ellos tres no es casual ni azarosa. Tal vez tenga que ver que ellos -junto a Andrés- forman parte del núcleo inicial de discípulos, pero también a que representan, dentro del colegio apostólico, a aquellos en los que persisten los viejos esquemas y les cuesta tanto convertirse a la Buena Noticia. Juan y Santiago son llamados los hijos del trueno, terribles a la hora de querer aplastar disidencias gentiles, y Pedro con su tozudez que intenta hacer cambiar el rumbo al mismo Cristo, obcecado en lo antiguo.
Desde esa perspectiva podemos contemplar la paciencia del Maestro para con sus yerros y su visión cordialmente miope, la misma paciencia que tiene para con nuestras mezquindades.

El se transfigura en las alturas del monte. Sus vestidos se vuelven de un blanco único, imposible de reproducir en este mundo, señal inequívoca de la presencia de Dios. Solemos darlo por sentado, pero es imprescindible orar y contemplar cada día que Jesús es Dios y Dios es Jesús.

Junto al Maestro, aparecen conversando con Él Moisés y Elías. La Ley y los Profetas se subordinan y encuentran significado pleno en Cristo.
Pero hay más, siempre hay más, el Evangelio es manantial inagotable de vida. Moisés es quien conduce a su pueblo a la libertad, lejos de la opresión por el amor inclaudicable de su Dios. Elías es arrebatado de las garras de la muerte, y las tradiciones indican que su regreso marcará el inicio de los tiempos mesiánicos.
Elías y Moisés, Moisés y Elías junto a Cristo son señales ciertas que Jesús de Nazareth es el Mesías que trae vida y liberación para su pueblo.

A veces hay que callar, escuchar, contemplar. No siempre la pura praxis es dable ni es buena. Algo de ello le sucede a Pedro en su afán de edificar tres chozas allí, que perpetúen el instante y el ambiente; seguramente, se aferra a las tradiciones de la fiesta de los Tabernáculos. No obstante ello, expresa el afán de apropiarse del momento, de prolongar cerradamente el instante olvidando que la misión exige volver al llano, allí donde campean las sombras, desertores de vanas comodidades confortables.
Como sea, Pedro se equivoca, y su monólogo sin destino es interrumpido por la voz de Dios, bendita y santa interrupción que concita la atención en lo que verdaderamente cuenta e importa: hay que escuchar siempre al Hijo, y por ese Hijo todos nos descubrimos y reconocemos hijos amados del Creador, Dios Abbá de nuestras esperanzas.

A pesar de los temores, es menester desandar todos los miedos y confiar. Cuando se vayan Moisés y Elías, cuando se disuelvan los momentos, cuando asomen algunas nubes todo pasará. Sólo Cristo permanece.

Escuchar y confiar con encarnada y activa esperanza, en clave de Resurrección.

Paz y Bien

La irrupción de la ternura de Dios
















Para el día de hoy (16/03/19):  

Evangelio según San Mateo 5, 43-48








Desde una mirada histórica, perspectiva de estudio sociológica y filosófica, la irrupción de Jesús de Nazareth en la historia humana no supone, directamente, la institución de una nueva religión.
Es difícil objetivarnos, pues están en juego nuestros afectos, el corazón mismo. Pero una toma de distancia nos descubre a un rabbí itinerante, a un varón judío de origen muy humilde que habla de su Dios de una manera muy extraña, con una confianza y cercanía que ni por asomo se acerca a la ortodoxia oficial, pero que no convoca a derribar templos, a trastorcar estructuras de culto e imponer conceptos ni un cuerpo dogmático. Por el contrario, frente a las polémicas y a las críticas, reafirma que no ha venido a abolir esa Ley que constituye el nodo fundacional del pueblo de Israel, sino a darle su pleno cumplimiento.

Pero por otra parte, esa objetivación intentada nos muestra también una impensada religión humanizada. Quizás y con razón, de tan humana parece desacralizada, extrañamente ajena a lo que solemos entender por trascendencia sacral, peligrosamente secular y cercana al corazón del hombre.

Es que Cristo hace todo lo que hace y enseña y propone el Reino, la Buena Noticia del amor de Dios desde su experiencia única de identificación total con ese Dios al que descubre como Abbá.
Tal vez sea precisamente el saber que el Reino está aquí y ahora entre nosotros, que el cielo comienza en la cotidianeidad por oblación infinita de la ternura de Dios que deviene, a veces, tan utópicamente lejana.

El misterio de la Encarnación supone un tiempo nuevo, un tiempo santo -kairós- de Dios y el hombre, una historia nueva urdida en común, desde vínculos familiares. Y solamente desde esos nuevos lazos es posible comprender la postura del Maestro acerca de quien nos odia o nos hace daño.
En la perspectiva de su corazón sagrado no hay propios y ajenos, sólo hijas e hijos, hermanas y hermanos, el horizonte inconmensurable del nosotros con Dios mismo.

Porque el Reino es cosa de locos, de atrevidos, de aquellos que se atreven a amar más allá de cualquier previsión porque primero y ante todo se saben queridos y amados por Dios.

Paz y Bien

Cuaresma: regreso a Dios y al prójimo

















Para el día de hoy (15/03/19) 

Evangelio según San Mateo 5, 20-26










La Ley que llega a las tribus del desierto a través de Moisés significó un salto ético enorme: al establecer con claridad derechos y obligaciones y la reciprocidad de las acciones, esas tribus abandonan el andar a los tumbos, lo criterioso, los ápices de venganza y subjetividades caprichosas y emergen, lentamente, como pueblo. Es decir, la Ley tiene un rol determinante en el surgimiento de Israel como nación.

Por la memoria de la esclavitud egipcia, por el Dios que los liberó en una noche inolvidable, por la tierra prometida que buscaban a través del crisol riguroso del desierto, Ley sonaba a libertad.

Con el correr de los años y en gran parte por la influencia de ciertas corrientes rabínicas -especialmente fariseas- enfatizaron la obligatoriedad de la Ley en detrimento de la Ley como don de Dios para el crecimiento, para el bien, para la libertad. De allí que el Maestro afirmara que Él no venía a abolir la Ley, sino a darle pleno cumplimiento, es decir, recuperar sentido y trascendencia desde Aquél que concede la vida.

De cualquier modo, no hemos de defenestrar la observación estricta de la Ley, pues hace a la convivencia, a la reciprocidad, a la equidad.

El Maestro no viene a añadir nuevas obligaciones a las preexistentes. La justicia de la comunidad cristiana ha de ser mayor a la de escribas y fariseos pues debe superar lo meramente reglamentario y volver al sentido primordial desde la mirada de Dios, es decir, desde el amor. Así entonces no se trata de observar estrictamente lo que está prohibido sino de vivirlo en perspectiva fraterna, en vínculos cordiales sin esperar nada a cambio. Simplemente vivirlo así en carácter único de hijos de Dios.

Confluir desde el amor de Dios que es perdón y misericordia en una vida cotidiana que se fecunda desde el servicio y la generosidad.

Por ello Cuaresma es justicia desde los ojos de Cristo, justicia que es volver a Dios y al prójimo que edificamos y reconocemos como hermano, la superación del yo para arribar al nosotros.

Paz y Bien

Oración tenaz, oración constante, vidas orantes
























Para el día de hoy (14/03/19) 

Evangelio según San Mateo 7, 7-12










Jesús de Nazareth nos enseña que orar es pedir, buscar, llamar sin descanso, sin aflojar, noche y día sin desfallecer. 
Orar porque Dios siempre escucha, no es un personaje que se incomoda y brinda lo pedido por hartazgo o conveniencia, sino que se brinda por entero, Él mismo, con la alegría y la ternura de un Padre que no descansa por el bien de todas sus hijas e hijos.

La oración, entonces, ha de ser tenaz desde la confianza antes que desde la practicidad, con un corazón enamorado antes que especulador. Orar poco tal vez implique sólo repetir formular y confiar poco, bajar los brazos con rapidez, resignarse con facilidad. Vidas orantes antes que vidas con oración, vidas que sintonicen el asombroso amor de Dios.

Más que por el hombre que reza de manera incesante, la oración es eficaz por la infinita bondad de un Dios Padre que siempre escucha, que atiende, que se deja encontrar.

Pero no se trata solamente de oración, sino de oración cristiana, es decir, una oración que rinde frutos asombrosos merced a la mediación de Cristo.
Cuando oramos nos unimos a Él reconociendo a Dios como Padre y al prójimo como hermano.

Con Cristo finalizan todos los no se puede, los nunca, los jamás, todos los imposibles. Todo lo podemos en Aquél que vive, muere y resucita por todos.

Paz y Bien

Cristo, señal de esperanza y vida plena
















Para el día de hoy (13/03/19) 

Evangelio según San Lucas 11, 29-32









A una distancia de muchos siglos y diferentes culturas, los signos pueden no tener la misma importancia y contundencia para nosotros que para los oyentes de Jesús de Nazareth durante su ministerio; ello no implica que de ese modo su enseñanza sea para nosotros cosa abstracta. La Palabra es Palabra de Vida y Palabra Viva, presente perpetuo y eterno para todas las generaciones.
Aún así, es menester indagar acerca de la historia del profeta Jonás y de su importancia para el pueblo judío.

Jonás, al igual que Jesús de Nazareth, era galileo, de Gat-hefer -2R 14, 25-. De entre todos los profetas de Israel, es el único enviado al extranjero, a una nación gentil o pagana, y más precisamente a Nínive, capital del imperio asirio, enemigos enconados de Israel que en numerosas ocasiones habían invadido y sojuzgado la Tierra Prometida. De ese modo, un odio mutuo y profuso enardecía a las dos naciones, y es una cuestión que se magnifica con los criterios de propios y ajenos surgidos en la tradición judía.

Pero Jonás -cuyo nombre en hebreo, curiosamente significa paloma- es enviado a predicar al corazón del enemigo, a la misma Nínive el arrepentimiento, la conversión. Él quiere renegar de ese envío, toda vez que como hijo de su pueblo y de su historia preferiría aplastar al enemigo antes que invitarlos a cambiar, a convertirse bajo el apercibimiento del perecer, y ese perecer no se trata de un castigo divino sino más bien de las consecuencias directas de sus actos.
Y la imponente Nínive, tan grande, majestuosa y populosa se convierte frente a la predicación del profeta judío, porque oyen y escuchan y son capaces de mirarse corazón adentro.

En Jonás también acontece una durísima lucha interior, pues aunque lo ofende el contenido y el destinatario del mensaje que ha de entregar, no puede dejar de escuchar la voz de su Dios que lo convoca, y antes que los ninivitas es Jonás quien se convierte.
Su conversión es un proceso tan profundo y ejemplar que el libro sagrado que relata su conflicto y su bendición es la base primordial utilizada para celebrar Yom Kippur, el Día del Perdón, fiesta clave para nuestros hermanos mayores.

La fuga en una frágil barca preanuncia al Cristo que un día dominará todas las tempestades para los suyos. Los tres días en el vientre de la ballena preanuncian también el cobijo de una tumba que devendrá inútil, signo de Resurreción, señal de que ni la tierra ni nada ha de esconder la muerte, ni que los homicidios de los inocentes permanecerán en silencio y olvido.

En Cristo hay algo más que Jonás, claro que sí. Él no se rebela, más bien se revela universal, mensajero de paz y perdón a todas las naciones, salvación para toda la humanidad.

Y en esta Cuaresma que es una bendición, el mensaje sigue siendo convertirse a la vida que prevalece o perecer en nuestras miserias, en lo que no late, volver a escuchar con atención y regresar a Dios.

Paz y Bien 

La causa de Dios, la causa del prójimo


















Para el día de hoy (12/03/19) 

Evangelio según San Mateo 6, 7-15








Por Cristo, sabemos que la vida cristiana en plenitud se fundamenta en el devenir cotidiano a partir de dos pilares, dos aspectos o ramas de un único tronco frutal, la Gracia de Dios.

Esos dos fundamentos son el amor y la oración.

El amor que se explicita en la abnegación, en el servicio incondicional al prójimo.

La oración, que antes de dicción tenaz y exacta de fórmulas, es escucha cordial del susurro primordial de un Dios que jamás deja de buscarnos, de ese Espíritu que nos hace decir Abbá!.

La cruz de Cristo ya no es señal de muerte y horror, sino signo cierto del amor mayor, de la vida ofrecida para que todos vivan. Y también es un profundo símbolo en su constitución misma: a una cruz la constituyen dos maderos cruzados, uno elevado hacia el cielo, el otro que se expande horizontalmente hacia los lados, así la Buena Noticia también se constituye -indisolublemente- de ese vínculo hacia el Dios del universo y hacia los hermanos.

Por ello mismo, por la oración en la que nos identificamos y que es la oración misma de Cristo, la plegaria es por la causa de Dios y por la causa de los hermanos, sarmientos frutales de la misma savia.

Essa savia nutricia es el amor de Dios, que se revela y nos rebela de toda rutina y acomodamiento cuando descubrimos a Dios como Padre, y nos sabemos hijas e hijos amadísimos que no buscan demasiadas palabras, sino que se aferran a la Palabra.

Paz y Bien

El amor se traduce y mensura por las obras













Para el día de hoy (11/03/19)  

Evangelio según San Mateo 25, 31-46










El día del juicio final, el día final, la finalización de la historia suele imaginarse o representarse de diversas maneras, a veces con matices terribles, a veces con fantasías de irrupción impresionante -tal vez algo similar a efectos cinematográficos-. Sin embargo, lo que se suele perder de vista es el significado, la teleología, la absoluta novedad del Evangelio.

El Maestro revela de un modo solemne y definitivo que Dios está presente en los pobres, y que Cristo se identifica absolutamente con ellos.

Nada de ideología o retruécanos de teologías controversiales. Sólo Evangelio.

Los pueblos disolverán sus diferencias, se derrumbarán los imperios, el poder no será siquiera un recuerdo, no contarán razas, religiones o pertenencias. Estaremos vacíos frente a Dios solamente portando el amor que hemos sido capaces de vivir, y por ello, nuestras obras de justicia.

Hemos sido creados para ser hermanos, y precisamente ése es uno de los criterios primordiales del juicio, las cosas que hemos hecho para que este mundo a menudo tan infame tenga espacios fraternos. Aunque suene paradójico, un mundo más humano.

El amor no es una abstracción, ni siquiera un sentimiento de ribetes románticos. El amor se traduce y mensura por las obras, alimentar al hambriento, vestir al desnudo, dar de beber al sediento, confortando al enfermo, haciendo familia al forastero -ay con esos odios migratorios!- visitando al preso. 
Es menester abandonar cierta pretensión que implica todas las cosas que podemos hacer por Dios, como si Él necesitara algo. A Dios se le ama y se le rinde culto en el prójimo, en el hermano, en los pobres donde su rostro resplandece.

Cuaresma es volver a tener esa perspectiva de día final que solemos olvidar, y emprender el regreso a Dios que siempre pasa por el hermano, camino de caridad, de reconciliación, de justicia.

Paz y Bien

Con el corazón en Cristo, nuestro hermano fiel y Señor














Primer Domingo de Cuaresma 

Para el día de hoy (10/03/19):  

Evangelio según San Lucas 4, 1-13 










La cronología del Evangelio lucano indica que la peregrinación de Jesús de Nazareth al desierto ocurre inmediatamente después del Bautismo del Señor a orillas del Jordán por Juan el Bautista. 
Algunos exégetas sugieren que ello implica que Jesús era en sus comienzos discípulo del Bautista, de allí el andar por el desierto; otros, que reedita las experiencias de éxodo de su pueblo, cuarenta días que son simbólicamente los cuarenta años de duro peregrinar hacia la tierra prometida.
Sin embargo, aquí sólo mencionaremos lo más importante, y es que Jesús se dirige y se queda en el desierto guiado por el Espíritu de Dios.

El desierto es árido, de un calor tórrido y a veces insoportable durante el día, y de fríos bravos durante la noche. Es muy difícil sobrevivir tantos días allí en soledad, a menos que seas un beduino o un hombre acostumbrado a sus rigores.
Pero el desierto es también el ámbito propicio en donde se desvanecen las falsas seguridades, las comodidades inventadas, donde sale a la luz lo que verdaderamente se es al igual que sucede en todos los momentos críticos de la existencia. En el desierto se acrisolan vocaciones y sentimientos.

El Dios del universo ha asumido la condición humana en la pequeña Nazareth, merced a la confianza de la aún más pequeña María, llena de Gracia. Aquí en el desierto, asume nuestras debilidades, nuestra fragilidad manifiesta y tantas veces no reconocida, nuestras limitaciones, lo que nos hace vacilar por el miedo y por las dudas.
Es una humilde y definitiva expresión de solidaridad. Cristo es el hermano fiel de toda la humanidad, hermano que aún golpeado, aún sacudido por el duro gravamen de las tentaciones permanece firme, fiel al Reino del Padre y por ello fiel a sus hermanos de todo tiempo y lugar.

Porque el enemigo siempre intentará que busquemos la fácil, la solución individual, la solución egoísta y pasajera en donde el hambre se calma pero no se buscan ni se hallan las causas de ese hambre, la injusticia, antípoda cruel del amor de Dios. Tentación de satisfacer las necesidades de la superficie pero renegar de las más profundas, el hambre de Dios, de su Palabra.

Porque el enemigo ofrecerá las mieles del poder y del éxito, de las cabezas de los otros como escalones de ascenso, del dominio, de la opresión razonada. Pero este Cristo nada tiene que ver con las glorias mundanas ni, mucho menos, con los poderosos de la tierra.

Y el enemigo siempre andará buscando que la fé se convierta en un culto vano y sin corazón, un espectáculo ampuloso que en el fondo en nada cree, la genuflexión frente a las imágenes que convenientemente nos creamos. Pero el culto primero es la compasión y la misericordia palpitadas en lo cotidiano para mayor Gloria de Dios.

Por todo ello, cuando las tentaciones se hagan presentes, hemos de regresar al desierto, ese desierto que aparenta soledades pero que es plena comunión con Dios, con el Cristo que no nos abandona, que nos está recordando siempre hacia dónde hay que rumbear, dónde hay que poner el corazón, y no perder de vista lo realmente importante.

Paz y Bien

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