Para el día de hoy (18/08/18):
Evangelio según San Mateo 19, 13-15
En la Palestina del siglo I los niños era minusvalorados religiosamente, no tenían derechos legales y, en la concepción antropológica de ese tiempo eran considerados como pequeños hombres incompletos y, por lo tanto, deficientes. Por ello eran en todo dependiente de sus padres y carecían de cualquier tipo de enseñanza, especialmente de la religiosa: en esa mentalidad, enseñar la Torah, la Ley de Moisés a los niños era un dispendio inútil de tiempo para algunos, y para otros más extremistas, una afrenta a las tradiciones.
Así entonces un niño -algo, no alguien, varios escalones por debajo de los varones adultos- debía cernirse a la obediencia debida en el hogar y no mucho más. Por fuera de ello, se suscitaba una molestia, una grosería y hasta una significativa contravención.
Al Maestro no le importaba en lo más mínimo el qué dirán, pues ante todo estaba su misión y su fidelidad al proyecto eterno de su Padre. Pero ese desapego raigal a las tradiciones establecidas era considerada por sus coetáneos como una insolencia a menudo intolerable. Por ello al principio traían a su presencia a niños enfermos para que los curase; y a medida que las gentes lo iban conociendo, sencillamente llevaban a sus hijos para que los bendijera, en un gesto entrañable de bondad y ternura.
Los discípulos no eran ajenos a esa mentalidad dominante, y por ello suponen que la presencia de tantas criaturas junto a Jesús es una molestia mayúscula, y que merece una justipreciada reprensión.
Pero -alabado dea el Espíritu- Jesús de Nazareth no suele comportarse del modo que se espera que actúe. Él no solo permite que se le acerquen los niños, sino más aún, exige que los pequeños estén cerca suyo.
Para todos aquellos que no entendieran -y los que hoy tampoco lo aceptamos- su Dios Abba tiene una abierta preferencia por ellos, está de su lado, está para ellos, y por ellos y para ellos ha abierto las puertas infinitas del Reino.
Un niño es alguien insignificante, que sólo puede esperar el auxilio de sus padres, que está desprotegido, que no puede valerse por sí mismo ni se puede defender por sí solo. Un niño es capaz de un grato asombro. Un niño sabe valorar con alegría los regalos.
Un niño tiene la ternura de Dios consigo como un amanecer perpetuo, y nosotros -torpes y crueles adultos- lo solemos olvidar o, peor todavía, atropellamos su inocencia.
Porque el Reino es de ellos, les pertenece, y es también de los que son como ellos, los pequeños, los pobres, los viejos, los que no cuentan.
Así entonces un niño -algo, no alguien, varios escalones por debajo de los varones adultos- debía cernirse a la obediencia debida en el hogar y no mucho más. Por fuera de ello, se suscitaba una molestia, una grosería y hasta una significativa contravención.
Al Maestro no le importaba en lo más mínimo el qué dirán, pues ante todo estaba su misión y su fidelidad al proyecto eterno de su Padre. Pero ese desapego raigal a las tradiciones establecidas era considerada por sus coetáneos como una insolencia a menudo intolerable. Por ello al principio traían a su presencia a niños enfermos para que los curase; y a medida que las gentes lo iban conociendo, sencillamente llevaban a sus hijos para que los bendijera, en un gesto entrañable de bondad y ternura.
Los discípulos no eran ajenos a esa mentalidad dominante, y por ello suponen que la presencia de tantas criaturas junto a Jesús es una molestia mayúscula, y que merece una justipreciada reprensión.
Pero -alabado dea el Espíritu- Jesús de Nazareth no suele comportarse del modo que se espera que actúe. Él no solo permite que se le acerquen los niños, sino más aún, exige que los pequeños estén cerca suyo.
Para todos aquellos que no entendieran -y los que hoy tampoco lo aceptamos- su Dios Abba tiene una abierta preferencia por ellos, está de su lado, está para ellos, y por ellos y para ellos ha abierto las puertas infinitas del Reino.
Un niño es alguien insignificante, que sólo puede esperar el auxilio de sus padres, que está desprotegido, que no puede valerse por sí mismo ni se puede defender por sí solo. Un niño es capaz de un grato asombro. Un niño sabe valorar con alegría los regalos.
Un niño tiene la ternura de Dios consigo como un amanecer perpetuo, y nosotros -torpes y crueles adultos- lo solemos olvidar o, peor todavía, atropellamos su inocencia.
Porque el Reino es de ellos, les pertenece, y es también de los que son como ellos, los pequeños, los pobres, los viejos, los que no cuentan.
Si por un momento nos detuviésemos a darnos cuenta de qué lado esta ese Cristo de todas las bondades, no necesitaríamos demasiadas elucubraciones ni justificaciones banales. Allí debemos estar, hacernos iguales, compañeros, hermanitos menores para mayor gloria y alabanza de Dios.
Paz y Bien
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