La Asunción de la Virgen María
Para el día de hoy (15/08/18):
Evangelio según San Lucas 1, 39-56
Nos cuesta y se nos hace dificultoso pensar y encontrar a María de Nazareth fuera de altares esplendorosos, despojada de coronas y joyas que refulgen. Tal vez -sólo tal vez- utilizamos todo ello en parte por afecto y homenaje pero muy especialmente por cierta incapacidad que tenemos de aceptar su sencillez infinita y su pequeñez enorme y eterna de mujer y madre, de esposa y compañera, de hermana y discípula.
Hoy celebramos la Solemnidad de la Asunción de María, y ha de ser para nosotros una fiesta de júbilo manso e incontenible, la celebración de la ternura siempre en camino al encuentro del necesitado y del amor que prevalece más allá de toda muerte.
Es increíble. El Dios del Universo le ha pedido permiso a esta ignota muchachita judía de aldea polvorienta para venir al rescate de la humanidad, para que sea madre de su Hijo.
La Salvación es don y viene desde un sí de mujer; tal vez por ello Dios se nos revele como Padre y Madre también. Esa Salvación se nos vá entretejiendo en nuestra historia desde esa Galilea periférica y sospechosa entre pañales caseros y pechos de madre que alimentan a ese Dios Niño y nutren a las generaciones futuras desde aquella que cree más allá de todo, que es feliz desde su pequeñez.
Ella sigue diciendo que la alegría es posible a pesar de nuestras limitaciones, porque Dios ha puesto su mirada en ella y en cada uno de nosotros.
Ella canta con certeza que Dios se declara abiertamente del lado de los pobres, de los humildes, de los hambrientos, de los oprimidos. Que los poderosos son derribados de sus tronos, que los opresores son dispersados, que los soberbios no tienen destino.
Ella es la mejor señal que en la solidaridad y el socorro del necesitado palpita el Dios de la Vida y hace saltar de gozo a la vida en ciernes, a una vida que se crece humilde en sus entrañas cálidas de mujer leal y fiel.
Ella es compañía y escucha, madre de los que no pueden más, compañera de los que sólo saben de agobios y tristezas, señora de la ternura urgente, reina de una creación que se renueva cotidiana desde la misericordia.
En los ojos de la Madre descubrimos la mirada del Hijo, y festejamos entonces -contra toda lógica, a pesar de toda razón- que nosotros no moriremos.
María ya vivía la eternidad en el día a día de Nazareth, y es la madrugada del nuevo día de la Resurrección de Jesús.
Hoy celebramos la Solemnidad de la Asunción de María, y ha de ser para nosotros una fiesta de júbilo manso e incontenible, la celebración de la ternura siempre en camino al encuentro del necesitado y del amor que prevalece más allá de toda muerte.
Es increíble. El Dios del Universo le ha pedido permiso a esta ignota muchachita judía de aldea polvorienta para venir al rescate de la humanidad, para que sea madre de su Hijo.
La Salvación es don y viene desde un sí de mujer; tal vez por ello Dios se nos revele como Padre y Madre también. Esa Salvación se nos vá entretejiendo en nuestra historia desde esa Galilea periférica y sospechosa entre pañales caseros y pechos de madre que alimentan a ese Dios Niño y nutren a las generaciones futuras desde aquella que cree más allá de todo, que es feliz desde su pequeñez.
Ella sigue diciendo que la alegría es posible a pesar de nuestras limitaciones, porque Dios ha puesto su mirada en ella y en cada uno de nosotros.
Ella canta con certeza que Dios se declara abiertamente del lado de los pobres, de los humildes, de los hambrientos, de los oprimidos. Que los poderosos son derribados de sus tronos, que los opresores son dispersados, que los soberbios no tienen destino.
Ella es la mejor señal que en la solidaridad y el socorro del necesitado palpita el Dios de la Vida y hace saltar de gozo a la vida en ciernes, a una vida que se crece humilde en sus entrañas cálidas de mujer leal y fiel.
Ella es compañía y escucha, madre de los que no pueden más, compañera de los que sólo saben de agobios y tristezas, señora de la ternura urgente, reina de una creación que se renueva cotidiana desde la misericordia.
En los ojos de la Madre descubrimos la mirada del Hijo, y festejamos entonces -contra toda lógica, a pesar de toda razón- que nosotros no moriremos.
María ya vivía la eternidad en el día a día de Nazareth, y es la madrugada del nuevo día de la Resurrección de Jesús.
Ella es la estrella que brilla en nuestras noches más cerradas, y en Ella y con Ella crece nuestra esperanza y se hace pan, como ese pan que el Hijo compartió y repartió para que todos se sacien, para que a nadie le falte, para que todos vivan desde este momento, aquí y ahora y para siempre en los brazos de ese Dios que nunca nos abandona.
Paz y Bien
Paz y Bien
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