Para el día de hoy (21/08/18):
Evangelio según San Mateo 19, 23-30
Es preciso situarnos en el contexto evangélico de la lectura que nos ofrece la liturgia del día: el texto se sitúa inmediatamente después del encuentro del Maestro con el joven rico, por lo cual en el ambiente flota la discusión -y la enseñanza- acerca de los peligros de las riquezas.
La expresión que engloba a un camello y al ojo de la aguja es de tipo proverbial, seguramente conocido en esa época, y refiere al carácter imposible de lo que se trata de explicar. Es menester tener en cuenta que aquí, Reino de los Cielos no remite a lo postrero, al ingreso celestial post mortem sino más bien a la comunidad eclesial, la familia que se reúne por vínculos cordiales alrededor de Cristo.
Ello divide las aguas. Difíclmente quien rinda su corazón a las riquezas tenga espacio en su alma para Dios y para el hermano, y así, la pertenencia de un rico en la comunidad cristiana sólo es superficial, no es real pues no hay comunión. No se puede servir a dos señores, a Dios o al Dinero, y en el altar de ese falso dios acontecen sacrificios humanos, pues en aras del dinero se sacrifica al prójimo, se argumentan las iniquidades, se justifica el hambre de tantos. Dios nos libre de los razonadores de miserias.
-Y muchos aún critican, desde ciertas cómodas posturas fratricidas, el ansia del Santo Padre cuando suplica una Iglesia pobre para los pobres...-
Una Iglesia pobre es una Iglesia que abandona pretensiones materialistas, el perverso encanto de las cosas y el poder y sólo confía en la providencia de Dios. Como oraba San Pío de Pietrelcina, el pasado a la misericordia de Dios, el presente a su amor, el futuro a su providencia.
Una Iglesia pobre es una Iglesia que se despoja de todo lo vano y se enriquece en la caridad, en el servicio, en hacerse última con los que no cuentan, con los olvidados, con los descartados en todas las periferias de la existencia, que carga la cruz con humilde tenacidad, que sólo se afirma en el amor de Dios y en la misericordia que encarna como señal de auxilio para el pueblo, signo cierto del amor de Dios en estos arrabales oscuros.
Con Pedro, claro está, descubrimos que a menudo, a pesar de no tener demasiado, portamos cosas que no abandonamos, el duro gravamen de nuestras miserias. Y desde allí, en un plano de recíproca justicia humana, no tenemos remedio ni salvación. El peso de las culpas nos hunde, y en esa proporcionalidad justo sería que casi nadie de salve.
Pero la Salvación es don infinito del corazón sagrado de Dios, y su justicia es la misericordia que no admite los no se puede.
Y allí, con todo y a pesar de todo, nos descubriremos pobres camellos felices capaces, de la mano de Cristo, de pasar por todos los camellos de aguja que este mundo interpone, y hacer que pasen todos los hermanos caídos a la vera de la esperanza.
Paz y Bien
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