Santo Domingo de Guzmán
Para el día de hoy (08/08/18)
Evangelio según San Mateo 15, 21-28
La región de Tiro y Sidón, si bien bajo soberanía de Israel, durante siglos fueron objetivo primario de cuanta fuerza enemiga invasora pasara en camino al combate con los ejércitos judíos. Pero además, su situación fué variando con el correr del tiempo, siendo ocupadas militarmente y colonizadas en varias oportunidades por filisteos y por fenicios, todos ellos enemigos acérrimos del Pueblo Elegido.
Ello conllevó a que los judíos más cercanos a Jerusalem y, por lo tanto, al Templo y a la ortodoxia, tendieran sobre los habitantes de esos parajes un manto permanente de sospecha, rótulos de impureza, de extranjería contaminante, de heterodoxia, y preconceptos a menudo cruelmente peyorativos. Entre esas carátulas, estaba la de cananeo, que literalmente significa -además de habitante de Canaan- traficante o mercader menor.
En el episodio que nos ofrece la liturgia en el día de hoy, acontecen algunas transgresiones escandalosas para los estándares de aquel tiempo, que bien pueden trasponerse a nuestros días.
Por un lado, el ímpetu misionero del Maestro que no conoce fronteras, que se atreve a ir abiertamente a todos esos sitios sospechosos y marginales, en donde nada bueno cabe esperarse.
Por otro lado, la actitud de esa mujer: según las normas sociales de la época, ninguna mujer se dirigiría a ningún varón desconocido, menos aún en plena calle, excepto a su esposo o a su hijo. El apartarse de tales conductas implicaba automáticamente que se prejuzgara a una infractora así como una mujer de dudosa moralidad, indecente. De allí la molestia incomodidad de los discípulos, que tienen que soportar las súplicas gritonas y esa actitud de descaro de una mujer que, para colmo de males, es una extranjera, una impura, una extraña absoluta.
Y sorprende bastante, tal vez mucho, pues es dable presumir que la mujer deba insistir en sus gritos un buen trecho.
Jesús no es un milagrero ni un mago al que se le arrancan intervenciones espectaculares mediante acciones prefijadas, y ya está, como si nada. Es el rostro de un Dios para el que todo es personal, hay que acercarse a las puertas grandes de su corazón sagrado, por la vía cierta de la confianza. No se requiere tal vez exactitud -esa mujer lo llamaba Hijo de David, título impreciso que al Maestro no le gustaba- pero persiste con la tozudez de los que aman.
Ella intuye que ese rabbí galileo ha tendido una mesa inmensa, mucho más grande que la pequeña y exclusiva que muchos de los suyos relativizan. Ella sabe el valor de las migajas, tan valiosas en sí mismas porque provienen del pan bueno, de ese pan que a menudo olvidamos, el pan de la misericordia y la Salvación, el pan vivo bajado del cielo, Cristo, pan que ha de compartirse entre todos y que es alimento verdadero y definitivo.
Paz y Bien
Ello conllevó a que los judíos más cercanos a Jerusalem y, por lo tanto, al Templo y a la ortodoxia, tendieran sobre los habitantes de esos parajes un manto permanente de sospecha, rótulos de impureza, de extranjería contaminante, de heterodoxia, y preconceptos a menudo cruelmente peyorativos. Entre esas carátulas, estaba la de cananeo, que literalmente significa -además de habitante de Canaan- traficante o mercader menor.
En el episodio que nos ofrece la liturgia en el día de hoy, acontecen algunas transgresiones escandalosas para los estándares de aquel tiempo, que bien pueden trasponerse a nuestros días.
Por un lado, el ímpetu misionero del Maestro que no conoce fronteras, que se atreve a ir abiertamente a todos esos sitios sospechosos y marginales, en donde nada bueno cabe esperarse.
Por otro lado, la actitud de esa mujer: según las normas sociales de la época, ninguna mujer se dirigiría a ningún varón desconocido, menos aún en plena calle, excepto a su esposo o a su hijo. El apartarse de tales conductas implicaba automáticamente que se prejuzgara a una infractora así como una mujer de dudosa moralidad, indecente. De allí la molestia incomodidad de los discípulos, que tienen que soportar las súplicas gritonas y esa actitud de descaro de una mujer que, para colmo de males, es una extranjera, una impura, una extraña absoluta.
Y sorprende bastante, tal vez mucho, pues es dable presumir que la mujer deba insistir en sus gritos un buen trecho.
Jesús no es un milagrero ni un mago al que se le arrancan intervenciones espectaculares mediante acciones prefijadas, y ya está, como si nada. Es el rostro de un Dios para el que todo es personal, hay que acercarse a las puertas grandes de su corazón sagrado, por la vía cierta de la confianza. No se requiere tal vez exactitud -esa mujer lo llamaba Hijo de David, título impreciso que al Maestro no le gustaba- pero persiste con la tozudez de los que aman.
Ella intuye que ese rabbí galileo ha tendido una mesa inmensa, mucho más grande que la pequeña y exclusiva que muchos de los suyos relativizan. Ella sabe el valor de las migajas, tan valiosas en sí mismas porque provienen del pan bueno, de ese pan que a menudo olvidamos, el pan de la misericordia y la Salvación, el pan vivo bajado del cielo, Cristo, pan que ha de compartirse entre todos y que es alimento verdadero y definitivo.
Paz y Bien
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