La Salvación, don infinito del amor de Dios










Para el día de hoy (20/08/18):  

Evangelio según San Mateo 19, 16-22







Ante todo, es importante tener en consideración la honestidad del joven que se acerca a Jesús; más allá de cualquier conclusión, se acerca a ese rabbí nazareno, caminante, sin intenciones ocultas y con el corazón en la mano. Tal cual es, sin disfraces ni máscaras de hipocresía.

Como es usual y hasta razonable, divide las cuestiones de esta vida y de la postrera: las del más acá las tiene firmes y aseguradas, es respetuoso y cumplidor de la Ley y los preceptos, carece de apuros de ninguna índole pues sus bienes lo acorazan. La del más allá lo preocupa, pues no es tan tangible como la actual, la cotidiana. Por eso es que interpela al Maestro para que Él le explique qué debe hacer para conseguir o poseer la vida eterna.
Pero contrariamente a cualquier reproche o invectiva magistral esperada, el Maestro le responde y enseña desde la misma Ley, pero una Ley que cobra sentido en la persona del propio Cristo. Así, la pregunta que le hace acerca de su cumplimiento de los mandamientos entraña una afirmación y una enseñanza.

La confusión del joven era comprensible: la Ley prescribía la observancia de 613 mitzvot o preceptos, 248 de carácter positivo y 365 de carácter negativo, 248 por los huesos del cuerpo humano, 365 por los días del año, simbolizando la totalidad de la existencia, tiempo y materia. La ortodoxia imperante obligaba bajo gravosos apercibimientos de penas exclusivas a la estricta observancia de todos y cada uno de los preceptos, y así la Ley, de instrumento y bendición de liberación, se convertía en yugo intolerable y opresivo. Muchos rabinos a su vez se embarcaban en profusos análisis exegéticos y casuísticas interminables con el fin de señalar los mandamientos o preceptos principales, de allí que el joven quiera que el Señor le diga cuales son los mandamientos a observar.

Respetar la vida, propia y de los demás, respetar el cuerpo, honrar a la esposa, venerar a los padres, no apropiarse jamás de lo ajeno, permanecer fiel a la verdad, amar al prójimo como a uno mismo.

No es casual ni caprichosa la elección. Todos ellos refieren a la ética, es decir, al modo de ser en el mundo y para con los demás: si consideramos esa ética enraizada en mandato divino, esa ética además de ser  trascendente implica que el cielo no está tan lejos, que la eternidad comienza aquí y ahora.
Que asombrosamente Dios ha hecho comunión con el hombre, y que los mandamientos no sólo especifican permisos y prohibiciones, sino el modo de vincularnos con los demás porque en el otro está el mismo Dios.

El joven ha cumplido con las prescripciones. No ha fallado en ninguna de ellas, y sin embargo intuye que eso no es todo, que algo más le falta, y la respuesta del Maestro es demoledora, absoluta: la perfección -para ese joven y para todos los creyentes- radica en vender todo lo propio, ofrendárselo a los pobres para atesorar lo que verdaderamente permanece, la caridad. Luego, seguir los pasos de Cristo.

La tristeza que expresa el joven frente al reclamo final no es solamente de índole material. Todo encuentra su razón el el co-razón.
El seguimiento de Cristo implica una radicalidad que no es sencilla ni fácil, toda vez que implica vaciarse de todo, abandonar cosas y seguridades y largarse a los caminos sólo confiando en la inmensidad de la misericordia de Dios.

Es morir, y morir con ganas a todo egoísmo, para vivir plenos, viviendo por y para los otros, sin condicionamientos ni restricciones. Por ello no nos volvemos apólogos de la muerte, sino que reivindicamos que una vida plena, la de Dios, es posible.

Pero por sobre todo, que cielo y Salvación no se consiguen ni se adquieren, aún cuando se traten de vidas en apariencia piadosamente virtuosas. La Salvación es don infinito del amor de Dios, y tratamos de vivir de acuerdo y en correspondencia a ese amor que nos transforma.

La buena vida es la vida a la luz de la Gracia.

Paz y Bien

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