Para el día de hoy (23/11/19):
Evangelio según San Lucas 20, 27-40
En la época del ministerio de Jesús de Nazareth, los saduceos -tsedduquim, descendientes del Sumo Sacerdote Sadoq-, conformaban una élite de importante influencia política, religiosa y económica en Israel, al punto de actuar de un modo similar al de un partido político. Aunque en su gran mayoría integraban la nobleza laica y los espacios del poder político, aún con la dominación romana, algunos de ellos a su vez pertenecían a los estratos curiales superiores del clero que servía en el Templo de Jerusalem, y así en su historia podemos encontrar varios sumos sacerdotes, siendo los más notorios Caifás y su suegro Anás.
Su influencia se correspondía también con profusas fortunas y un bienestar sin precedentes. Aferrados a una vida desbordante de privilegios, elaboran un pensamiento religioso sistemático -una teología- que la fundamenta, y por ello en gran medida niegan la Resurrección: la respuesta simple es que no tiene sentido preocuparse por el más allá, cuando se está tan bien en el más acá. Sin embargo, subyace en estos criterios cuestiones más profundas: para ellos la buena fortuna, las riquezas son bendiciones divinas en premio o recompensa por una vida piadosa meritoria, observante a su modo de la Ley mosaica. Inversamente, la pobreza y los sufrimientos son los castigos lógicos de un dios espantoso y punitivo que castiga con miserias y dolores las vidas religiosas mediocres o abiertamente involucradas en pecados públicos o afrentas a la Ley.
Así entonces, los saduceos conforman -desde lo político y lo religioso- un grupo extremadamente conservador al punto de llevar sus reservas a la paranoia, pues cualquier atisbo de novedad o cambio es percibido como una amenaza a suprimir rápidamente por todos los medios posibles.
Negaban la Resurrección, y por ello con mayor énfasis, rechazaban la Buena Noticia: en su horizonte es imposible el alba de un Dios que sea Padre, que sea amor, que sea incondicionalmente generoso, que sea Gracia pródiga, Salvación para todos, sin excepción.
En esta perspectiva es que le plantean al Maestro una especulación dogmática sobre la llamada Ley de Levirato, la cual era una antigua institución legal de Israel, de carácter estrictamente endogámico, por la cual se pretendía que si una mujer enviudaba sin tener descendientes varones, debía ella contraer nuevas nupcias con el hermano del difunto para garantizar la continuidad de la tribu, del clan, de la raza pura y sin contaminaciones. En el tiempo del ministerio del Señor la obligatoriedad de esta norma había caído en desuso, limitándose al consentimiento previo de los involucrados, pero es dable comprender su reivindicación por los saduceos en su elitismo cerrado.
El problema es que el argumento no es inocente, carece de intención veraz, pues busca hacer tropezar a Jesús de Nazareth haciendo que se expida contradictoriamente en cuestiones propias de la ortodoxia religiosa, a tal punto de banalizar la discusión llevándola a un extremo ridículo, en idéntica proporción al insulto velado que le imparten: se dirigen a Él como Maestro pero lo tratan como a un imbécil.
Nada eso amilana a Cristo. Ni las banalizaciones, ni los insultos, ni los desprecios. Aún desde enmarañadas madejas se pueden tejer buenos lienzos, y es menester estar atentos, pues en su respuesta están también todo el precioso tiempo que malgastamos en torpes juicios y absurdas e interminables discusiones bizantinas sin sentido ni destino.
Porque lo que importa es que el Dios de Jesús de Nazareth es un Dios de vivos, que nó de muertos, Dios dador de vida y plenitud, de perdón y Salvación, incansable en su afán de que la vida -que es don y misterio- sea para todos un regalo infinito, interminable, que comienza aquí y ahora y que no tiene fin.
Paz y Bien
Su influencia se correspondía también con profusas fortunas y un bienestar sin precedentes. Aferrados a una vida desbordante de privilegios, elaboran un pensamiento religioso sistemático -una teología- que la fundamenta, y por ello en gran medida niegan la Resurrección: la respuesta simple es que no tiene sentido preocuparse por el más allá, cuando se está tan bien en el más acá. Sin embargo, subyace en estos criterios cuestiones más profundas: para ellos la buena fortuna, las riquezas son bendiciones divinas en premio o recompensa por una vida piadosa meritoria, observante a su modo de la Ley mosaica. Inversamente, la pobreza y los sufrimientos son los castigos lógicos de un dios espantoso y punitivo que castiga con miserias y dolores las vidas religiosas mediocres o abiertamente involucradas en pecados públicos o afrentas a la Ley.
Así entonces, los saduceos conforman -desde lo político y lo religioso- un grupo extremadamente conservador al punto de llevar sus reservas a la paranoia, pues cualquier atisbo de novedad o cambio es percibido como una amenaza a suprimir rápidamente por todos los medios posibles.
Negaban la Resurrección, y por ello con mayor énfasis, rechazaban la Buena Noticia: en su horizonte es imposible el alba de un Dios que sea Padre, que sea amor, que sea incondicionalmente generoso, que sea Gracia pródiga, Salvación para todos, sin excepción.
En esta perspectiva es que le plantean al Maestro una especulación dogmática sobre la llamada Ley de Levirato, la cual era una antigua institución legal de Israel, de carácter estrictamente endogámico, por la cual se pretendía que si una mujer enviudaba sin tener descendientes varones, debía ella contraer nuevas nupcias con el hermano del difunto para garantizar la continuidad de la tribu, del clan, de la raza pura y sin contaminaciones. En el tiempo del ministerio del Señor la obligatoriedad de esta norma había caído en desuso, limitándose al consentimiento previo de los involucrados, pero es dable comprender su reivindicación por los saduceos en su elitismo cerrado.
El problema es que el argumento no es inocente, carece de intención veraz, pues busca hacer tropezar a Jesús de Nazareth haciendo que se expida contradictoriamente en cuestiones propias de la ortodoxia religiosa, a tal punto de banalizar la discusión llevándola a un extremo ridículo, en idéntica proporción al insulto velado que le imparten: se dirigen a Él como Maestro pero lo tratan como a un imbécil.
Nada eso amilana a Cristo. Ni las banalizaciones, ni los insultos, ni los desprecios. Aún desde enmarañadas madejas se pueden tejer buenos lienzos, y es menester estar atentos, pues en su respuesta están también todo el precioso tiempo que malgastamos en torpes juicios y absurdas e interminables discusiones bizantinas sin sentido ni destino.
Porque lo que importa es que el Dios de Jesús de Nazareth es un Dios de vivos, que nó de muertos, Dios dador de vida y plenitud, de perdón y Salvación, incansable en su afán de que la vida -que es don y misterio- sea para todos un regalo infinito, interminable, que comienza aquí y ahora y que no tiene fin.
Paz y Bien
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