Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán
Para el día de hoy (09/11/19):
Evangelio según San Juan 2, 13-22
En los ámbitos piadosos habituales, suele adjudicarse a la mansedumbre de Jesús de Nazareth un carácter bucólico y hasta banal, un ingenuo pacifismo.
Pero suele olvidarse que el Maestro era un hombre de emociones fuertes, de pasiones vívidas, de una compasión que lo conmovía desde sus mismas entrañas, del fuego del Espíritu que animaba cada uno de sus pasos.
Así los hechos en los atrios del Templo de Jerusalem. Es menester ubicarnos en el contexto histórico y social de aquel siglo I en Jerusalem: el Templo era el faro que congregaba a toda la nación judía y también de la diáspora, signo de la presencia de Dios en medio de Israel, único sitio de encuentro entre el pueblo y su Dios.
Jerusalem está ubicada, desde hace siglos, en el cruce de distintas rutas comerciales de esa zona de Oriente Medio; a ello, hemos de añadir la gran afluencia de peregrinos venidos de sitios muy dispares y lejanos, y la omnipresencia de la potencia imperial ocupante.
Así, pululaban monedas de muy diverso valor y origen, las que debían invariablemente ser cambiadas por la moneda oficial de Judea para poder pagar los tributos del Templo, y para adquirir la variedad de animales kosher, es decir, religiosamente puros que se ofrecerían en los holocaustos rituales al Dios de Israel. De allí que en los atrios del Templo sobreabundaran los cambistas y los comerciantes de animales para tal fin, y a su vez implicaba un inmenso negocio para los sumos sacerdotes que regulaban tales actividades.
Por eso, la virulencia de la acción de Jesús allí debe entenderse en ese ámbito tan cargado de significados profundos. El Maestro derriba las mesas de los cambistas y espanta a los animales de los corrales de venta, encendido por ese fuego de fidelidad que lo consume, pero hace una declaración que se ubica en un plano muchísimo más trascendente que los mismos gestos.
Las lesiones no las reciben cambistas ni comerciantes, sino los que se enriquecían con el negocio religioso -la prostitución de la casa de oración-. Ello, sin dudas, no se lo perdonarán.
Pero más grave es la afirmación que realiza: ese templo enorme de piedras talladas, de oro enjaezado, torna casa estéril pues sólo adquiere significado si lo habita Aquél que a todo lo dá sentido. Y ese Dios ahora resplandece en Cristo.
Es su cuerpo el Templo definitivo, y es mucho más que una trama de la biología. Ese Templo implica asumir propia su misma existencia, caminar como Él, vivir como Él, amar como Él.
Por eso también, cada hombre y cada mujer serán templos vivos del Dios de la Vida, sagrados, únicos.
El signo mayor será que ese Templo, a pesar de los odios y de la muerte que arrasa, será reedificado y se levantará para siempre en la Resurrección, compromiso inquebrantable del amor de Dios.
Nos queda preguntarnos en cual Templo rendimos culto verdadero al Verdadero y Único Dios.
Paz y Bien
Pero suele olvidarse que el Maestro era un hombre de emociones fuertes, de pasiones vívidas, de una compasión que lo conmovía desde sus mismas entrañas, del fuego del Espíritu que animaba cada uno de sus pasos.
Así los hechos en los atrios del Templo de Jerusalem. Es menester ubicarnos en el contexto histórico y social de aquel siglo I en Jerusalem: el Templo era el faro que congregaba a toda la nación judía y también de la diáspora, signo de la presencia de Dios en medio de Israel, único sitio de encuentro entre el pueblo y su Dios.
Jerusalem está ubicada, desde hace siglos, en el cruce de distintas rutas comerciales de esa zona de Oriente Medio; a ello, hemos de añadir la gran afluencia de peregrinos venidos de sitios muy dispares y lejanos, y la omnipresencia de la potencia imperial ocupante.
Así, pululaban monedas de muy diverso valor y origen, las que debían invariablemente ser cambiadas por la moneda oficial de Judea para poder pagar los tributos del Templo, y para adquirir la variedad de animales kosher, es decir, religiosamente puros que se ofrecerían en los holocaustos rituales al Dios de Israel. De allí que en los atrios del Templo sobreabundaran los cambistas y los comerciantes de animales para tal fin, y a su vez implicaba un inmenso negocio para los sumos sacerdotes que regulaban tales actividades.
Por eso, la virulencia de la acción de Jesús allí debe entenderse en ese ámbito tan cargado de significados profundos. El Maestro derriba las mesas de los cambistas y espanta a los animales de los corrales de venta, encendido por ese fuego de fidelidad que lo consume, pero hace una declaración que se ubica en un plano muchísimo más trascendente que los mismos gestos.
Las lesiones no las reciben cambistas ni comerciantes, sino los que se enriquecían con el negocio religioso -la prostitución de la casa de oración-. Ello, sin dudas, no se lo perdonarán.
Pero más grave es la afirmación que realiza: ese templo enorme de piedras talladas, de oro enjaezado, torna casa estéril pues sólo adquiere significado si lo habita Aquél que a todo lo dá sentido. Y ese Dios ahora resplandece en Cristo.
Es su cuerpo el Templo definitivo, y es mucho más que una trama de la biología. Ese Templo implica asumir propia su misma existencia, caminar como Él, vivir como Él, amar como Él.
Por eso también, cada hombre y cada mujer serán templos vivos del Dios de la Vida, sagrados, únicos.
El signo mayor será que ese Templo, a pesar de los odios y de la muerte que arrasa, será reedificado y se levantará para siempre en la Resurrección, compromiso inquebrantable del amor de Dios.
Nos queda preguntarnos en cual Templo rendimos culto verdadero al Verdadero y Único Dios.
Paz y Bien
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