Volver a amigarse con un Dios que fructifica corazones
















Para el día de hoy (15/01/19): 

Evangelio según San Marcos 1, 21-28







Todo varón judío tenía el derecho de leer un pasaje de las Escrituras y comentarlo según su leal saber y entender, aún cuando no tuviera una formación académica, a diferencia de los escribas, los que predicaban cuestiones referentes a la Torah a partir de los comentarios de maestros -rabinos- acreditados, y en numerosas ocasiones se utilizaba los análisis de reputados estudiosos respecto a comentaristas precedentes. Es decir, el comentario del comentario, con claras referencias autorales, más nunca arriesgarían, por ello mismo, una opinión personal, surgida de sus vivencias más profundas.

Pero la erudición no implica necesariamente sabiduría.

Un sábado, en la celebración comunitaria del Shabbat sinagogal, Jesús de Nazareth hace uso de ese derecho respecto de la Escritura, y desde allí comienza a enseñar. Los asistentes estaban asombrados y estupefactos: Jesús no ostenta ningún pergamino académico -es galileo, hijo de carpintero-, y sin embargo habla con una autoridad muy distinta de la que esgrimen los escribas.
Los escribas argumentan a partir de los profusos estudios de reputados maestros, mientras que el Maestro habla de lo que vive hasta sus huesos, su vivencia plena de Dios Padre. En Él cobran sentido y plenitud la Ley y los profetas.

El endemoniado en medio del Shabbat probablemente sea una construcción simbólica: la realidad es que las rígidas normas de pureza ritual hubieran impedido la presencia de cualquier enfermo en la congregación -tal es el significado de la palabra sinagoga-. Quizás responda a una religiosidad enferma, a corazones desviados y poseídos por la imagen difusa y caricaturizada de un Dios violentamente exigente, rápido para los castigos y totalmente lejano del pueblo, un dios que nada tiene que ver con el Padre de Jesús.
Una religiosidad así oprime los corazones de los pequeños, doblega las almas, y de allí la queja airada de los demonios: la presencia del Señor desaloja todo mal, libera los cuerpos, las mentes, las almas. No hay abstracciones ni buenas intenciones pretendidas, sino hechos concretos en Cristo, hechos de humanidad restituída, en camino hacia la plenitud.
La presencia del Señor aleja todos los demonios de la opresión.

Hay allí cierta adulación zalamera más que un reconocimiento veraz: el tiempo de la revelación como Mesías debe ser el tiempo propicio, de fruta madura, y no el instante decidido por quienes hacen daño. Por eso esos demonios deben callar, pues han hablado demasiado durante demasiado tiempo. Es menester hacer silencio, volver a amigarse con un Dios que fructifica corazones en las honduras de un silencio en donde crece humilde el germen de la Palabra.

La enseñanza de Jesús de Nazareth entonces es enseñanza nueva no por adecuarse a secuencias cronológicas, sino por una novedad escatológica: se ha cumplido el tiempo santo de Dios y el hombre, la grata novedad de un Dios que asume la condición humana para restaurarla y salvarla.
En esa novedad, la autoridad de Cristo es basal desde su concepto primordial, augere, hacer crecer. El Maestro no utiliza el poder para aplastar, silenciar, oprimir, sino para hacer crecer, como santo viñador cosas nuevas, el vino nuevo de la Gracia.

Paz y Bien

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