La Epifanía del Señor
Para el día de hoy (06/01/19):
Evangelio según San Mateo 2, 1-12
En estos tiempos, a veces tan mercantilizados, a veces tan banalizados en su insípida superficialidad, se hace imperioso regresar a las honduras que nos ofrece con inmensa generosidad la Palabra de Dios.
Debido a ciertas tradiciones provenientes del siglo VI, se dice que los "reyes magos" eran tres. También, hasta se les ha adjudicado nombres en un afán pueril. Pero el Evangelio de Mateo nos dice que eran unos magos de oiente. Magos -magoi en el griego original- que tal vez no tengan que ver con prestidigitación ni hechicería sino más bien con astrología/astronomía. Esos hombres sabían leer el firmamento, y en esa época era un conocimiento científico verdadero, donde la mística no era del todo ajena.
Si nos situamos en un mapa de la época, al este de la Palestina de los tiempos del nacimiento de Cristo se encuentra Persia; podemos inferir que esos magoi eran astrónomos/astrólogos persas, muy probablemente seguidores de Zoroastro. Y tal vez -sólo tal vez- se dice que estos magos son tres -el Evangelista nada dice-, pues son tres los regalos ofrecidos al Niño Santo.
No es poca la distancia entre Persia y Jerusalem. Es dable pensar -desiertos y rutas de montaña mediante- que el viaje les ha insumido bastante tiempo y esfuerzos, quizás una caravana pues los salteadores de caminos eran una posibilidad ingente.
¿Porqué no representarnos un ámbito de estudio y ciencia, donde esos hombres escrutan los cielos y el descubrimiento de una estrella movediza e increíble? Y que ese hallazgo los impulse a ponerse en marcha, llevados a una distancia inverosímil en busca de un nuevo Rey ante el cual han de postrarse.
Confluyen armónicamente en sus almas razón y fé, y es menester preguntarse en qué momento establecimos que fé y ciencia van por senderos demasiado separados y disímiles.
Buscar. Buscar sin descanso, buscar con ganas, buscar con fé, buscar a pesar de todas las nubes que se interpongan, seguir buscando en la noche más cerrada. Siempre hay una estrella amiga que ha de enseñar el sendero recto cuando no se sabe hacia donde rumbear.
En Jerusalem gobierna Herodes el Grande -padre del otro Herodes llamado Antipas-. Herodes gobierna pero quien en verdad detenta el poder es Roma: ahí están las legiones para imponer la pax romana a la fuerza, un orden ejercido mediante la espada desde los caprichos del César.
En Jerusalem está el palacio que representa a su reinado, el Templo impresionante que él hizo construir, la magnificencia de la Ciudad Santa. Pero también es la sede de la religión oficial, de los escribas y sumos sacerdotes que rigen sobre las almas de todo el pueblo judío. Es la ortodoxia rígida que no admite intromisiones, los criterios impuestos de pureza ritual que a tantos deja fuera.
Herodes, quizás, fué el último rey importante de la nación judía; aún así era la encarnación de la paranoia y de la brutalidad ejercidad sin mesura para la conservación del poder. El infanticidio belenita dá cuenta de ello.
Nuestros amigos magos llegan a Jesuralem y parece desatarse un cataclismo que hace cimbrear a todos. Al gobernante le preguntan por el sitio exacto en donde se encuentra el rey de los judíos para rendirle honores. Tal vez sin advertirlo, ponen en entredicho la misma autoridad de Herodes. El rey legítimo y veraz no es bruto, ni opresor, ni se reviste de fasto y oropeles, y no tiene otro trono que los brazos de su Madre.
Con el tiempo y un corazón dispuesto comprenderemos que su reino no es de este mundo.
Los exégetas y eruditos brindan una respuesta: el lugar preciso para hallar al Mesías es Belén de Judá, ciudad de David.
Mucha erudición y poca sabiduría: todos esos hombres -religiosos profesionales y rigurosos- viven muy cerca del Salvador pero se aferran a sus comodidades jerosolimitanas. En cambio son los extranjeros -los gentiles- los que, viniendo de muy lejos, van a rendirle culto verdadero, el que nace en las profundidades de los corazones antes que en los gestos de la superficie.
La estrella que guió su ruta vuelve a aparecer y se posa sobre Belén. La estrella de cada uno de nosotros a veces se pierde de vista pero nunca se apaga.
Ellos se postran ante ese extraño rey, pequeño y frágil, que vive con sus padres en el hogar familiar, lejano en todo sentido al palacio de la capital. Le ofrecen unos presentes que han traído desde su patria.
Los regalos hablan siempre del carácter de quien regala, pero mucho más de aquél que los ha de recibir.
Oro, ofrenda propia de un rey.
Incienso, propio de un sacerdote y aroma del culto divino.
Mirra, perfume carísimo que se utiliza para ungir, especialmente los cuerpos de los difuntos.
Son todos regalos caros pero a su vez portables; seguramente, serán el socorro económico para el exilio subrepticio y la huida nocturna de la Sagrada Familia a Egipto.
Los magos no hacen una visita de Estado, sino que van a adorar a ese Niño Rey que es verdadero Dios y verdadero hombre, que morirá por todo el pueblo.
Cuando la noche parece cerrarse hasta lo indecible, cuando los poderosos cantan siniestras canciones de degüello, cuando nos muerde los talones la rutina cómoda, nunca, por ningún motiva, hay que quedarse quietos, abandonarse, dejar de escrutar el horizonte.
Dios nos anda ofreciendo estrellas cordiales a cada paso. Hay que saber mirar, aprender a escuchar. A veces la estrella movediza es un amigo, la solidaridad de un desconocido, la palabra justa para cuando no sabemos que más decir, la esperanza que milagrosamente se renueva, el hambre tenaz de justicia. El amor que se encarna.
Hay que seguir andando nomás. Y ofrecer, humildemente, a ese Niño que es nuestro Hijo, nuestro hermano, nuestro vecino y nuestro Dios, el oro cordial de los afectos, el incienso de la oración y la mirra de la caridad.
Paz y Bien
0 comentarios:
Publicar un comentario