Para el día de hoy (11/01/19):
Evangelio según San Lucas 5, 12-16
Jesús de Nazareth, según podemos rastrearlo en los Evangelios, tenía un carácter fuerte, capaz de profundas emociones, de asumir como propio hasta el dolor y las lágrimas el sufrimiento ajeno, de rebelarse ante la injusticia establecida, de que se le conmovieran sus mismas entrañas cuando se encendía de compasión. Y es claro que ello también resalta su actitud de Siervo manso, desdeñoso de toda violencia. Un carácter así hay que tenerlo bien sujeto a la mente y al corazón.
En el Evangelio para el día de hoy, aunque no explícitamente, podemos intuir algo de ello, y es la indignación que parece ganar el alma del Maestro frente al hecho del leproso que le suplica.
Hemos de considerar el status de la lepra en el siglo I en la Palestina del ministerio de Jesús: lepra refería no sólo al llamado Mal de Hansen sino a una multiplicidad de afecciones dérmicas, y se le tenía un verdadero pánico: en su etapa bacilar, la lepra -en ausencia de terapia antibiótica- es altamente contagiosa, produciendo deformaciones progresivas en la piel, en las extremidades, en el rostro y necrosis en los tejidos, es decir, la piel literalmente se vá pudriendo y muriendo. Por ello mismo, y frente a ninguna alternativa posible, la única práctica sanitaria que se había encontrado era aislar al enfermo, y alejarlo de la vida comunitaria. Pero es claro que no es una mera cuestión de salud, y la lepra -o lo que aparecía como tal- tenía su correspondencia religiosa. El leproso era un impuro máximo y absoluto según la Ley mosaica, y se interpretaba que era el debido castigo a pretensos pecados del enfermo o de sus padres. Tal era el grado de implicación religiosa, que los fedatarios de la condición de salud o enfermedad eran los sacerdotes o, eventualmente, los escribas o rabinos. Además de vivir en soledad, fuera de las ciudades, el leproso había de vestir harapos y proclamar a los gritos su condición de impuro.
Un leproso era un muerto en vida. Al gravamen terrible de la enfermedad, debía sumarle el ostracismo social y comunitario y el repudio religioso que lo considera irrecuperable, un impuro justamente condenado por sus culpas, una ideología que lo doblega y demuele.
Tal era el peso de la carga impuesta, que el mismo enfermo acepta la tumba andante que se le ha impuesto. Sin embargo, no se resigna del todo a ese no-vivir, y es por eso que ruega auxilio al Maestro aduciendo su condición que lo condena: no pide ser sanado, sino purificado. Es esa purificación ansiada la que lo devolverá a la vida comunitaria, al contacto con su Dios, a vivir como un hombre pleno aún cuando, quizás, su piel siga lesionada.
Modestamente, creemos que Jesús estaba enojado por esta situación tan cruel, tan religiosamente lógica y a su vez tan inhumana.
El milagro no es la limpieza de las dolorosas llagas: eso es signo de otra realidad mucho más profunda, y es que ha llegado el Reino de Dios, y que no hay mal que a Cristo se le resista.
Milagro es ese Jesús que no vacila en tocar al leproso, al impuro mayor, aún cuando ello estuviera taxativamente prohibido -impureza contagiosa-, algo tan grave como tocar un cadáver. En santa rebeldía, a Jesús no le importa transgredir lo que se opone a los sueños de su Padre, la plenitud del hombre.
Milagro es la bondad incondicional de Dios que se hace historia, tiempo, gestos concretos, el fin de los imposibles.
El leproso vuelve a ser un hombre entero y vivo. Por eso Jesús, fiel a las tradiciones de su pueblo en la justicia del Espíritu que inspira la Ley, lo envía a presentarse al sacerdote, para que obtenga formalmente la certificación de su sanidad. La misma religión que lo expulsó ahora debe readmitirlo ante la contundencia de la verdad. Y más aún: el que ha sanado debe callar, no contar a nadie lo que ha sucedido.
Por otro lado, el Maestro debe retirarse a lugares solitarios: es por su necesidad de orar a solas, pero más aún porque Él mismo se ha impurificado al extremo de perder su derecho a habitar cualquier ciudad o poblado.
No es el tiempo justo, y las gentes tenderían a afincarse en esas soluciones mágicas e instantáneas, lejanas a la Salvación.
Porque la Salvación, don y misterio, no es la adhesión a doctrinas, ideas y hasta la consecuencia directa de pertenencia religiosa. La Salvación es Gracia, y es el éxodo de liberación que comienza por creer en Alguien antes que en algo, en Jesucristo, hombre y Dios, Señor y hermano nuestro.
Paz y Bien
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