Para el día de hoy (09/01/18)
Evangelio según San Marcos 6, 45-52
La contemplación del Evangelio para el día de hoy debe tener presente la lectura del día que precede: el Maestro había alimentado a más de cinco mil personas en una zona casi desértica, despoblada, a partir del compartir de cinco humildes panes y dos peces.
El Maestro, llamativamente, debe obligar a sus discípulos a que suban a la barca y naveguen a la otra orilla del mar mientras Él despide a la nutrida multitud.
Hay una obviedad: Él los obliga pues ellos no quieren irse de allí: en realidad -el Evangelista Juan se refiere a ello- tanto la multitud como sus discípulos estaban colmados de cierta euforia por el milagro que habían presenciado, y en ese estado de ánimo exaltado intentaban proclamarlo rey de Israel. Mientras que el milagro revela su misión mesiánica, esas gentes, imbuidas de fervores nacionalistas, quieren apropiarse de Él y hacer con su persona una caricatura mundana, totalmente opuesta al Reino de Dios.
Por esas emociones erróneas y peligrosas es que el Señor quiere que las gentes vuelvan a sus hogares y los suyos se embarquen: es menester disipar ese clima que nada tiene de saludable, y es también una triste señal que sus amigos, a pesar de todo lo que Él les enseñaba y de todo el bien que prodigaba, no lo comprendían ni aceptaban la trascendencia eterna de su misión. Seguían presos de viejos esquemas obsoletos, esos moldes por el cual nosotros también gustamos de imaginar a un Dios que se adecue a nuestras necesidades e ilusiones, y así no nos permitimos ni dejamos a Dios ser Dios.
Ellos eran pecadores experimentados, navegantes profesionales. Así y todo, navegando en plena noche el viento se les vuelve en contra, y todo esfuerzo deviene inútil, penoso, estéril.
El Maestro se había retirado a un cerro a orar, y en esa comunión total con su Padre advierte los problemas que acucian a sus amigos, y lo deja todo para ir en su auxilio, caminando sobre las aguas, superando las borrascas contrarias. Pero ellos se mantienen obcecados en una noche que no sólo oculta al sol, sino que les trampea el corazón, y es por eso que la visión de ese Cristo que se acerca se les hace un fantasma.
Es una aparición que los asusta pues derriba el andamiaje vano en el que tantos afanes han volcado.
Aún así, no hay recriminaciones. Sólo una infinita paciencia, y palabras de paz que calman todas las aguas. Porque cuando Él viene a bordo, se navega con rumbo cierto, campeando cualquier tempestad.
La frágil barca que se cimbrea sin destino es la barca de la Iglesia que a menudo se extravía en torpes veleidades mundanas y en crueles ambiciones de carreras clericales y de poder que se detenta, que abandona el servicio, que se sobrecarga de doctrinas exigibles pero olvida a la Buena Noticia. Mucha institución y poco Evangelio.
Pero el Maestro nunca nos abandona. Jamás. La barca de la Iglesia no perecerá. Es una cuestión de amores y de fidelidad.
Y así como la barca de la Iglesia, es la barca frágil de nuestra existencia. Y ante esos temporales que nos agobian, siempre surge la voz cálida del Maestro que nos despeina los temores, porque Él está, Él siempre estará.
Paz y Bien
El Maestro, llamativamente, debe obligar a sus discípulos a que suban a la barca y naveguen a la otra orilla del mar mientras Él despide a la nutrida multitud.
Hay una obviedad: Él los obliga pues ellos no quieren irse de allí: en realidad -el Evangelista Juan se refiere a ello- tanto la multitud como sus discípulos estaban colmados de cierta euforia por el milagro que habían presenciado, y en ese estado de ánimo exaltado intentaban proclamarlo rey de Israel. Mientras que el milagro revela su misión mesiánica, esas gentes, imbuidas de fervores nacionalistas, quieren apropiarse de Él y hacer con su persona una caricatura mundana, totalmente opuesta al Reino de Dios.
Por esas emociones erróneas y peligrosas es que el Señor quiere que las gentes vuelvan a sus hogares y los suyos se embarquen: es menester disipar ese clima que nada tiene de saludable, y es también una triste señal que sus amigos, a pesar de todo lo que Él les enseñaba y de todo el bien que prodigaba, no lo comprendían ni aceptaban la trascendencia eterna de su misión. Seguían presos de viejos esquemas obsoletos, esos moldes por el cual nosotros también gustamos de imaginar a un Dios que se adecue a nuestras necesidades e ilusiones, y así no nos permitimos ni dejamos a Dios ser Dios.
Ellos eran pecadores experimentados, navegantes profesionales. Así y todo, navegando en plena noche el viento se les vuelve en contra, y todo esfuerzo deviene inútil, penoso, estéril.
El Maestro se había retirado a un cerro a orar, y en esa comunión total con su Padre advierte los problemas que acucian a sus amigos, y lo deja todo para ir en su auxilio, caminando sobre las aguas, superando las borrascas contrarias. Pero ellos se mantienen obcecados en una noche que no sólo oculta al sol, sino que les trampea el corazón, y es por eso que la visión de ese Cristo que se acerca se les hace un fantasma.
Es una aparición que los asusta pues derriba el andamiaje vano en el que tantos afanes han volcado.
Aún así, no hay recriminaciones. Sólo una infinita paciencia, y palabras de paz que calman todas las aguas. Porque cuando Él viene a bordo, se navega con rumbo cierto, campeando cualquier tempestad.
La frágil barca que se cimbrea sin destino es la barca de la Iglesia que a menudo se extravía en torpes veleidades mundanas y en crueles ambiciones de carreras clericales y de poder que se detenta, que abandona el servicio, que se sobrecarga de doctrinas exigibles pero olvida a la Buena Noticia. Mucha institución y poco Evangelio.
Pero el Maestro nunca nos abandona. Jamás. La barca de la Iglesia no perecerá. Es una cuestión de amores y de fidelidad.
Y así como la barca de la Iglesia, es la barca frágil de nuestra existencia. Y ante esos temporales que nos agobian, siempre surge la voz cálida del Maestro que nos despeina los temores, porque Él está, Él siempre estará.
Paz y Bien
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