Para el día de hoy (17/01/19):
Evangelio según San Marcos 1, 40-45
En en siglo I, padecer lepra implicaba un panorama horroroso pues el enfermo quedaba totalmente segregado y aislado de la vida familiar, comunitaria y religiosa.
Sin los avances médicos del presente, el mal de Hansen -degenerativo, implacable- carcomía los cuerpos deformándolos hasta lo irreconocible, y lógicamente producía un gran temor por la virulencia del contagio. Pero a la cuestión sanitaria debía añadírsele el aspecto religioso: para la religiosidad imperante, la lepra era la peor de las impurezas, en la teología que comprendía las dolencias como castigos por los pecados propios o de los padres, y así el leproso debía vivir lejos de cualquier asentamiento humano, en soledad o a lo sumo con otros leprosos, vestirse con harapos y declamar a los gritos su condición de impuro para evitar el doble contagio de otras personas: la enfermedad y la impureza ritual, ambas altamente contagiosas.
Seguramente la escena que nos brinda el Evangelista Marcos se sitúe en las afueras de alguna ciudad, por las razones que se exponen en el párrafo anterior, pero además el Maestro no quiso quedarse atrapado en vanos éxitos en Cafarnaúm, impulsando a los suyos a anunciar la Buena Noticia por todas partes.
Sin embargo, hay en el leproso una fantástica osadía y una confianza que estremece; cualquier leproso mostraría los síntomas propios de los excluidos que se han resignado a su condición, aceptando sus miserias sin rechistar, doblegando la voluntad a lo que se le impone. Pero este hombre no abdica en su esperanza, lo moviliza la confianza en ese joven rabbí galileo que pasa por el camino, un camino que es su misma existencia, y que no lo rechaza ni espanta.
Las cadenas impuestas perduran, y por eso el leproso suplica ser purificado si es la voluntad del Cristo. Además de las llagas de su piel, lo doblegan las llagas de su alma.
El Maestro se conmueve, y será esa compasión la que signará y definirá todo su ministerio, signo cierto del Padre: por eso extiende su mano y no vacila en tocarlo, purificándolo de la enfermedad que sufre su cuerpo, liberando su corazón del durísimo gravamen que le han impuesto.
Las acciones de Cristo son actos de ruptura con cierto orden inhumano que se establece y se acepta. Pero por sobre todo, son canales perfectos del amor de Dios que descubre a cada instante en su interior, y que sabe es la esencia de la Buena Noticia.
El silencio que trata de imponer a ese hombre nuevamente sano y pleno se debe a los tiempos de los corazones. Aún no han madurado para reconocer la extraña gloria del Salvador.
Pero para ese hombre se ha descubierto el rostro amable del Mesías, que es el mismo rostro bondadoso de un Dios que sana y salva.
Habrá pues que preguntarse qué cosas nos conmueven, cuales nos movilizan, y si con mansedumbre y humildad estamos dispuestos a propiciar santas rupturas con todo aquello que degrade la condición humana.
Paz y Bien
Sin los avances médicos del presente, el mal de Hansen -degenerativo, implacable- carcomía los cuerpos deformándolos hasta lo irreconocible, y lógicamente producía un gran temor por la virulencia del contagio. Pero a la cuestión sanitaria debía añadírsele el aspecto religioso: para la religiosidad imperante, la lepra era la peor de las impurezas, en la teología que comprendía las dolencias como castigos por los pecados propios o de los padres, y así el leproso debía vivir lejos de cualquier asentamiento humano, en soledad o a lo sumo con otros leprosos, vestirse con harapos y declamar a los gritos su condición de impuro para evitar el doble contagio de otras personas: la enfermedad y la impureza ritual, ambas altamente contagiosas.
Seguramente la escena que nos brinda el Evangelista Marcos se sitúe en las afueras de alguna ciudad, por las razones que se exponen en el párrafo anterior, pero además el Maestro no quiso quedarse atrapado en vanos éxitos en Cafarnaúm, impulsando a los suyos a anunciar la Buena Noticia por todas partes.
Sin embargo, hay en el leproso una fantástica osadía y una confianza que estremece; cualquier leproso mostraría los síntomas propios de los excluidos que se han resignado a su condición, aceptando sus miserias sin rechistar, doblegando la voluntad a lo que se le impone. Pero este hombre no abdica en su esperanza, lo moviliza la confianza en ese joven rabbí galileo que pasa por el camino, un camino que es su misma existencia, y que no lo rechaza ni espanta.
Las cadenas impuestas perduran, y por eso el leproso suplica ser purificado si es la voluntad del Cristo. Además de las llagas de su piel, lo doblegan las llagas de su alma.
El Maestro se conmueve, y será esa compasión la que signará y definirá todo su ministerio, signo cierto del Padre: por eso extiende su mano y no vacila en tocarlo, purificándolo de la enfermedad que sufre su cuerpo, liberando su corazón del durísimo gravamen que le han impuesto.
Las acciones de Cristo son actos de ruptura con cierto orden inhumano que se establece y se acepta. Pero por sobre todo, son canales perfectos del amor de Dios que descubre a cada instante en su interior, y que sabe es la esencia de la Buena Noticia.
El silencio que trata de imponer a ese hombre nuevamente sano y pleno se debe a los tiempos de los corazones. Aún no han madurado para reconocer la extraña gloria del Salvador.
Pero para ese hombre se ha descubierto el rostro amable del Mesías, que es el mismo rostro bondadoso de un Dios que sana y salva.
Habrá pues que preguntarse qué cosas nos conmueven, cuales nos movilizan, y si con mansedumbre y humildad estamos dispuestos a propiciar santas rupturas con todo aquello que degrade la condición humana.
Paz y Bien
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