Para el día de hoy (05/05/18):
Evangelio según San Juan 15, 18-21
En los días previos, reflexionamos con profunda atención la enseñanza del Maestro sobre el amor, su herencia definitiva que hace a nuestra identidad cristiana. Sin embargo, de manera subrepticia y casi arrolladora, Él plantea otro aspecto centrado en el odio, en el odio del mundo, el odio que se ejercerá cruelmente contra los discípulos.
En el lenguaje teológico joánico, mundo refiere a todo aquello que per-vierte, que subyuga, que aliena, que vulnera la humanidad y avasalla la vida, en franca oposición al proyecto de Dios, y por ello mundo no es tanto una categoría sociopolítica sino ante todo espiritual. Así entonces, los discípulos y seguidores de Jesús -la Iglesia- estarán en el mundo pero no le pertenecerán pues ser del mundo implica compartir esos criterios de dominio e inhumanidad en donde no hay lugar para el amor y, por lo tanto, para Dios.
No es cosa fácil. Ese odio se suele expresar de manera sangrienta y dolorosa, y las primeras comunidades cristianas conocieron en su propia piel el sufrimiento de las persecuciones por su fidelidad a Cristo, como lo supieron todos los mártires a través de los tiempos, como ahora lo sufren nuestros hermanos perseguidos en diversos sitios del planeta. Más aún, en muchos casos la persecución -como proféticamente lo ha enseñado el Santo Padre- se disfraza con un guante blanco, con formas aparentemente civilizadas y razonables, pero cuyo objetivo sigue siendo el mismo, aplastar cualquier brote de libertad, cualquier germen del Evangelio.
Es que eso que llamamos mundo refleja todo lo que tiene precio, las regulaciones del poder y de los poderosos, la ansiedad de dominio, la intolerancia frente al disenso, el espanto y el asco frente a los corazones libres, el desprecio a toda generosidad incondicional, a la donación sin pedir nada a cambio, a ceder el paso y el sitio a los que están fuera de todo, a compartir la mesa sin exclusiones, a ofrecer la vida para que otros vivan, el manso compromiso por la dignidad humana en todos los ámbitos.
Con todo y a pesar de todo, es menester estar en guardia frente a cierta ponzoña que se nos anda colando, que se filtra por entre la amplia red de la Iglesia, y que es la mímesis, la asimilación de criterios y categorías mundanas de poder y nó de servicio, las justificaciones razonadas de la miseria, el acostumbramiento a la corrupción.
Las persecuciones son la medida de la fidelidad de la Iglesia, pues son el resultado de permanecer firmes junto a Aquél que no nos abandona, el único que tiene palabras de vida eterna, y espejan al Maestro que los impulsa en esos amores.
Una mención y una plegaria muy especial por todos los cristianos hoy perseguidos en Siria.
En el lenguaje teológico joánico, mundo refiere a todo aquello que per-vierte, que subyuga, que aliena, que vulnera la humanidad y avasalla la vida, en franca oposición al proyecto de Dios, y por ello mundo no es tanto una categoría sociopolítica sino ante todo espiritual. Así entonces, los discípulos y seguidores de Jesús -la Iglesia- estarán en el mundo pero no le pertenecerán pues ser del mundo implica compartir esos criterios de dominio e inhumanidad en donde no hay lugar para el amor y, por lo tanto, para Dios.
No es cosa fácil. Ese odio se suele expresar de manera sangrienta y dolorosa, y las primeras comunidades cristianas conocieron en su propia piel el sufrimiento de las persecuciones por su fidelidad a Cristo, como lo supieron todos los mártires a través de los tiempos, como ahora lo sufren nuestros hermanos perseguidos en diversos sitios del planeta. Más aún, en muchos casos la persecución -como proféticamente lo ha enseñado el Santo Padre- se disfraza con un guante blanco, con formas aparentemente civilizadas y razonables, pero cuyo objetivo sigue siendo el mismo, aplastar cualquier brote de libertad, cualquier germen del Evangelio.
Es que eso que llamamos mundo refleja todo lo que tiene precio, las regulaciones del poder y de los poderosos, la ansiedad de dominio, la intolerancia frente al disenso, el espanto y el asco frente a los corazones libres, el desprecio a toda generosidad incondicional, a la donación sin pedir nada a cambio, a ceder el paso y el sitio a los que están fuera de todo, a compartir la mesa sin exclusiones, a ofrecer la vida para que otros vivan, el manso compromiso por la dignidad humana en todos los ámbitos.
Con todo y a pesar de todo, es menester estar en guardia frente a cierta ponzoña que se nos anda colando, que se filtra por entre la amplia red de la Iglesia, y que es la mímesis, la asimilación de criterios y categorías mundanas de poder y nó de servicio, las justificaciones razonadas de la miseria, el acostumbramiento a la corrupción.
Las persecuciones son la medida de la fidelidad de la Iglesia, pues son el resultado de permanecer firmes junto a Aquél que no nos abandona, el único que tiene palabras de vida eterna, y espejan al Maestro que los impulsa en esos amores.
Una mención y una plegaria muy especial por todos los cristianos hoy perseguidos en Siria.
Paz y Bien
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