Para el día de hoy (01/03/18):
Evangelio según San Lucas 16, 19-31
Jesús de Nazareth había declarado y revelado que no podía ser esclavo de dos señores, es decir, que no se podía servir a Dios y al dinero, y era mucho más que una simple postura declamativa: era y es uno de las facetas primordiales de su Dios, ese Dios Abba tan asombroso y distinto al que pregonaba la religión oficial.
Ello le hubo de valer por un lado el repudio teológico de la ortodoxia más severa, pero a la vez la burla despreciativa de la secta farisea.
Estos hombres -todos ellos, sin lugar a dudas, muy devotos y piadosos- consideraban al bienestar, la prosperidad y la riqueza como consecuencia directa de la bendición divina, del favor de Dios. Esta postura implica, de suyo, una cosmovisión y una ética complicadas, pues entonces puede deducirse que para ese Dios de los fariseos, algunos han de ser benditos con la riqueza y el dinero y otros, castigados con la pobreza y la miseria, o sea, un Dios proveedor habitual de lujos y de necesidades a menudo extremas, un Dios causante primordial de todas las injusticias, los desequilibrios y las desigualdades. De allí que el Evangelista afirme que los fariseos eran amigos del dinero, pues veían en él la bendición de ese Dios al que se aferraban.
Sin embargo, Jesús de Nazareth revela el rostro de un Dios que es amor, que es Padre, que es causa y fundamento de la fraternidad, y que hace florecer misericordia y justicia, y por ello la contundencia de esta parábola.
El rico que el Maestro describe no es un malvado convencional, ni aparenta se el causante directo de opresión y de dolor. Este hombre sobreabunda en fastos, tanto en su apariencia exterior -una carísima túnica púrpura- y en su interior -un lino tan fino como oneroso-. Y su mesa no es sitio para encuentro, para alimentarse, para compartir. Su mesa es restricto espacio del banquete continuo, del despilfarro torpe y suntuoso.
Aún así, a las puertas de su residencia apenas sobrevive un hombre pobre, sumido en la miseria. Parece estar desnudo excepto por las llagas que recubren su cuerpo. No tiene otras ansias que las de poder mitigar algo del hambre que lo atenaza con las sobras que eventualmente puedan caer de la mesa del rico, parece no tener siquiera una tapera escasa -ha hecho de ese portal un refugio- y hasta se le hace esquiva la compañía de otras gentes. Por ello es que sólo los perros, símbolo semítico de la impureza, lamen sus llagas.
Ese hombre es invisible para la indiferencia del rico. Podrá sufrir y morirse a su puerta que seguirá siendo anónimo, un nadie, alguien que no cuenta.
Pero ese hombre tiene un nombre para Jesús de Nazareth, ese hombre se llama Lázaro -Dios ayuda-. Ese hombre -cada hombre, cada mujer- cuentan para Dios, todos tenemos un nombre que nos vuelve únicos y valiosos.
La muerte pasa por ambos, y Lázaro vive la plenitud eterna de Dios -el seno de Abraham- mientras que el rico innominado ha caído en un abismo de sufrimiento. En ese pozo, el rico pide a Abraham que Lázaro le acerque algo de alivio y, a la vez, sirva de advertencia para sus parientes aún vivos, pero ello no ha de ser posible, pues entre ambos se ha trazado un abismo infranqueable.
Ese rico en toda la parábola carece de identificación. Su nombre brilla por su ausencia. Ese hombre se reconoce y se resuelve su identidad en los vanos lujos a los que se aferra, y en su rostro que se desdibuja a cada instante que ignora al que sufre a su puerta.
Ese hombre sólo reconoce cuestiones de dinero, pero desconoce a su prójimo. Ese hombre ha trazado puntillosamente un abismo de inhumanidad que es infranqueable.
Porque el más allá se decide y edifica en el más acá. Desgraciadamente, seguimos siendo cultores tenaces de los sacrificios humanos, a pesar de la repulsión aparente que esto nos cause.
Porque en el ara del egoísmo sacrificamos al prójimo como si fuera una cosa, algo descartable, algo que no cuenta, no alguien con nombre tan amado por Dios como el que más.
Más allá de cualquier razón ideológica o profundo análisis exegético o religioso, quizás la justicia comience cuando nuestros corazones se vuelvan vulnerables al dolor de aquellos que agonizan a nuestras puertas, tantas y tantos Lázaros de la negación y los olvidos, Lázaros amadísimos por ese Dios que en ellos se identifica y resplandece. Sólo desde allí podremos recuperar nuestros nombres ausentes.
Paz y Bien
Ello le hubo de valer por un lado el repudio teológico de la ortodoxia más severa, pero a la vez la burla despreciativa de la secta farisea.
Estos hombres -todos ellos, sin lugar a dudas, muy devotos y piadosos- consideraban al bienestar, la prosperidad y la riqueza como consecuencia directa de la bendición divina, del favor de Dios. Esta postura implica, de suyo, una cosmovisión y una ética complicadas, pues entonces puede deducirse que para ese Dios de los fariseos, algunos han de ser benditos con la riqueza y el dinero y otros, castigados con la pobreza y la miseria, o sea, un Dios proveedor habitual de lujos y de necesidades a menudo extremas, un Dios causante primordial de todas las injusticias, los desequilibrios y las desigualdades. De allí que el Evangelista afirme que los fariseos eran amigos del dinero, pues veían en él la bendición de ese Dios al que se aferraban.
Sin embargo, Jesús de Nazareth revela el rostro de un Dios que es amor, que es Padre, que es causa y fundamento de la fraternidad, y que hace florecer misericordia y justicia, y por ello la contundencia de esta parábola.
El rico que el Maestro describe no es un malvado convencional, ni aparenta se el causante directo de opresión y de dolor. Este hombre sobreabunda en fastos, tanto en su apariencia exterior -una carísima túnica púrpura- y en su interior -un lino tan fino como oneroso-. Y su mesa no es sitio para encuentro, para alimentarse, para compartir. Su mesa es restricto espacio del banquete continuo, del despilfarro torpe y suntuoso.
Aún así, a las puertas de su residencia apenas sobrevive un hombre pobre, sumido en la miseria. Parece estar desnudo excepto por las llagas que recubren su cuerpo. No tiene otras ansias que las de poder mitigar algo del hambre que lo atenaza con las sobras que eventualmente puedan caer de la mesa del rico, parece no tener siquiera una tapera escasa -ha hecho de ese portal un refugio- y hasta se le hace esquiva la compañía de otras gentes. Por ello es que sólo los perros, símbolo semítico de la impureza, lamen sus llagas.
Ese hombre es invisible para la indiferencia del rico. Podrá sufrir y morirse a su puerta que seguirá siendo anónimo, un nadie, alguien que no cuenta.
Pero ese hombre tiene un nombre para Jesús de Nazareth, ese hombre se llama Lázaro -Dios ayuda-. Ese hombre -cada hombre, cada mujer- cuentan para Dios, todos tenemos un nombre que nos vuelve únicos y valiosos.
La muerte pasa por ambos, y Lázaro vive la plenitud eterna de Dios -el seno de Abraham- mientras que el rico innominado ha caído en un abismo de sufrimiento. En ese pozo, el rico pide a Abraham que Lázaro le acerque algo de alivio y, a la vez, sirva de advertencia para sus parientes aún vivos, pero ello no ha de ser posible, pues entre ambos se ha trazado un abismo infranqueable.
Ese rico en toda la parábola carece de identificación. Su nombre brilla por su ausencia. Ese hombre se reconoce y se resuelve su identidad en los vanos lujos a los que se aferra, y en su rostro que se desdibuja a cada instante que ignora al que sufre a su puerta.
Ese hombre sólo reconoce cuestiones de dinero, pero desconoce a su prójimo. Ese hombre ha trazado puntillosamente un abismo de inhumanidad que es infranqueable.
Porque el más allá se decide y edifica en el más acá. Desgraciadamente, seguimos siendo cultores tenaces de los sacrificios humanos, a pesar de la repulsión aparente que esto nos cause.
Porque en el ara del egoísmo sacrificamos al prójimo como si fuera una cosa, algo descartable, algo que no cuenta, no alguien con nombre tan amado por Dios como el que más.
Más allá de cualquier razón ideológica o profundo análisis exegético o religioso, quizás la justicia comience cuando nuestros corazones se vuelvan vulnerables al dolor de aquellos que agonizan a nuestras puertas, tantas y tantos Lázaros de la negación y los olvidos, Lázaros amadísimos por ese Dios que en ellos se identifica y resplandece. Sólo desde allí podremos recuperar nuestros nombres ausentes.
Paz y Bien
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