Para el día de hoy (16/03/18):
Evangelio según San Juan 7, 1-2. 10. 14. 25-30
Las amenazas de muerte arreciaban sobre el Maestro, muchas espadas de Damocles a la vez. Varias veces trataron de atraparle y ejecutarle más no pudieron, y es un signo más que una imposibilidad: es la ratificación de que Cristo entrega libremente su vida en el momento preciso, y no se somete a los vaivenes del poder i a las oscilaciones del miedo.
La liturgia nos sitúa en Jerusalem para la celebración de Sukkot, la fiesta de los Tabernáculos, fiesta social y religiosa casi tan importante como el Pésaj, fiesta de cosechas y de peregrinación impostergable a la Ciudad Santa y al Templo, memorial del pueblo de Israel en su precario peregrinar por el desierto, al amparo de tiendas confeccionadas con lo poco que se obtenía a su paso.
Ningún judío que se preciara de tal dejaría de cumplir con esta tradición, y Jesús de Nazareth -fiel hijo de su pueblo y de sus mayores- también ha de participar de los festejos solemnes.
Sin embargo, debe ingresar a Jerusalem de manera casi clandestina, en silencio, escondido como un proscrito, como un delincuente.
Pero aún cuando Él no busca el conflicto como un provocador cualquiera no pasa inadvertido. Cristo jamás pasa sin dejar huella.
Y son los jerosolimitanos los que advierten su presencia. Lo que expresan no queda circunscripto a una época histórica específica, sino que perdura a través de los siglos.
Se trata de imponer al Mesías los preconceptos e ideas propias de cada grupo, de cada persona. Actualmente, suele utilizarse -no sin cierta torpeza- la frase imponer agenda; es precisamente pretender que Dios actúe a la manera que uno espera, que se predeterminen las acciones de Dios y los modos en como Él deba presentarse y expresarse.
A todos estos intentos vanos, Cristo se presenta como un Mesías imposible y un profeta incómodo.
Tan imposible como cercano nos revela su Dios, totalmente humano sacralizando la vida, un Dios que es Padre y Madre y ama sin desmayos. Un profeta incómodo que dice verdades, lo que debe decirse y no lo que se espera que diga.
Aún estamos a tiempo de dejarnos sorprender por la Gracia.
Paz y Bien.
La liturgia nos sitúa en Jerusalem para la celebración de Sukkot, la fiesta de los Tabernáculos, fiesta social y religiosa casi tan importante como el Pésaj, fiesta de cosechas y de peregrinación impostergable a la Ciudad Santa y al Templo, memorial del pueblo de Israel en su precario peregrinar por el desierto, al amparo de tiendas confeccionadas con lo poco que se obtenía a su paso.
Ningún judío que se preciara de tal dejaría de cumplir con esta tradición, y Jesús de Nazareth -fiel hijo de su pueblo y de sus mayores- también ha de participar de los festejos solemnes.
Sin embargo, debe ingresar a Jerusalem de manera casi clandestina, en silencio, escondido como un proscrito, como un delincuente.
Pero aún cuando Él no busca el conflicto como un provocador cualquiera no pasa inadvertido. Cristo jamás pasa sin dejar huella.
Y son los jerosolimitanos los que advierten su presencia. Lo que expresan no queda circunscripto a una época histórica específica, sino que perdura a través de los siglos.
Se trata de imponer al Mesías los preconceptos e ideas propias de cada grupo, de cada persona. Actualmente, suele utilizarse -no sin cierta torpeza- la frase imponer agenda; es precisamente pretender que Dios actúe a la manera que uno espera, que se predeterminen las acciones de Dios y los modos en como Él deba presentarse y expresarse.
A todos estos intentos vanos, Cristo se presenta como un Mesías imposible y un profeta incómodo.
Tan imposible como cercano nos revela su Dios, totalmente humano sacralizando la vida, un Dios que es Padre y Madre y ama sin desmayos. Un profeta incómodo que dice verdades, lo que debe decirse y no lo que se espera que diga.
Aún estamos a tiempo de dejarnos sorprender por la Gracia.
Paz y Bien.
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