Para el día de hoy (22/03/18)
Evangelio según San Juan 8, 51-59
Para la nación judía, su credencial más valiosa era el saberse hijos de Abraham, descendientes del viejo pastor que les legó la fé y una distante pero certera promesa de tierra y salvación. Aún Moisés, con su liderazgo y con las tablas de la Ley no tiene tanta influencia en la conciencia del pueblo y en el inconsciente colectivo como la de ese hombre del desierto pleno de confianza en Dios, de esperanza con todo y a pesar de todo, de horizonte infinito.
Así, ningún varón judío se arrogaría siquiera el derecho de considerarse por encima o mejor que Abraham. Y mucho menos iban a tolerar, especialmente los hombres de esa nación más instruidos en las cuestiones religiosas, que un joven y pobre campesino galileo les viniera a hablar de Dios y de que el patriarca hablaba de Él mismo cuando su mirada de fé atravesaba los siglos.
Ellos se sumergían en las aguas turbias del enojo y la furia, pues el rabbí los desestabilizaba: ellos leían las Escrituras de un modo literal -causa de todos los fundamentalismos-, y los prejuicios que ostentaban les impedían salir de los rígidos esquemas que les aprisionaban los corazones.
Porque cuando la lectura abandona la literalidad y se asume como Palabra de Vida y Palabra Viva, las cosas cambian de raíz. Toda la historia y todo el universo adquieren verdadero sentido en ese Cristo humilde y cósmico a la vez, resumen perfecto de Dios y humanidad.
Los profetas siempre son hombres de miradas lejanas y profundas, que van más allá de lo evidente, y el largo peregrinar de una humanidad y un pueblo a oscuras comienza a disiparse con la Encarnación del Señor.
Esta postura no nos es para nada desconocida. Es muy difícil el reconocimiento del otro en su alteridad, tal como es; implica despojarse de preconceptos, de las anteojeras de los prejuicios, de aceptar al otro como un hermano, de revestirse de paciencia que es, precisamente, la ciencia de la paz.
Cuando esto se vulnera, comienzan los problemas, de lo particular a lo general, de lo familiar a los estados. El vecino que no saludo, el pariente que pasa inadvertido, el disenso considerado como una amenaza a aplastar con violencia, el rechazo a los que son distintos por ideas, religión u orígenes.
Quizás la Cuaresma implique volver a reconocer a ese Cristo que nos rescata de todas las muertes cotidianas, porque en Él la vida prevalece.
Y guardar su Palabra comience por conocer y reconocer al hermano, en el milagro de una existencia compartida, en la bendición de poder crecer juntos aún cuando en apariencia sean mayores las cosas que nos diferencian que las que nos hacen coincidir.
Volver a Dios y volver al hermano es la ofrenda infinita que nos hace el Dios de la Vida en este tiempo de reencuentros.
Paz y Bien
Así, ningún varón judío se arrogaría siquiera el derecho de considerarse por encima o mejor que Abraham. Y mucho menos iban a tolerar, especialmente los hombres de esa nación más instruidos en las cuestiones religiosas, que un joven y pobre campesino galileo les viniera a hablar de Dios y de que el patriarca hablaba de Él mismo cuando su mirada de fé atravesaba los siglos.
Ellos se sumergían en las aguas turbias del enojo y la furia, pues el rabbí los desestabilizaba: ellos leían las Escrituras de un modo literal -causa de todos los fundamentalismos-, y los prejuicios que ostentaban les impedían salir de los rígidos esquemas que les aprisionaban los corazones.
Porque cuando la lectura abandona la literalidad y se asume como Palabra de Vida y Palabra Viva, las cosas cambian de raíz. Toda la historia y todo el universo adquieren verdadero sentido en ese Cristo humilde y cósmico a la vez, resumen perfecto de Dios y humanidad.
Los profetas siempre son hombres de miradas lejanas y profundas, que van más allá de lo evidente, y el largo peregrinar de una humanidad y un pueblo a oscuras comienza a disiparse con la Encarnación del Señor.
Esta postura no nos es para nada desconocida. Es muy difícil el reconocimiento del otro en su alteridad, tal como es; implica despojarse de preconceptos, de las anteojeras de los prejuicios, de aceptar al otro como un hermano, de revestirse de paciencia que es, precisamente, la ciencia de la paz.
Cuando esto se vulnera, comienzan los problemas, de lo particular a lo general, de lo familiar a los estados. El vecino que no saludo, el pariente que pasa inadvertido, el disenso considerado como una amenaza a aplastar con violencia, el rechazo a los que son distintos por ideas, religión u orígenes.
Quizás la Cuaresma implique volver a reconocer a ese Cristo que nos rescata de todas las muertes cotidianas, porque en Él la vida prevalece.
Y guardar su Palabra comience por conocer y reconocer al hermano, en el milagro de una existencia compartida, en la bendición de poder crecer juntos aún cuando en apariencia sean mayores las cosas que nos diferencian que las que nos hacen coincidir.
Volver a Dios y volver al hermano es la ofrenda infinita que nos hace el Dios de la Vida en este tiempo de reencuentros.
Paz y Bien
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