Domingo de Ramos de la Pasión del Señor
Para el día de hoy (25/03/18):
Procesión de los Ramos
Evangelio según San Marcos 11, 1-10
Pasión de Nuestro Señor Jesucristo
Evangelio según San Marcos 14, 1-15, 47
Él llega a la Ciudad Santa como un peregrino pobre, príncipe de paz.
No monta un carro de combate o un caballo de guerra como un rey glorioso enarbolando sangrientas victorias bélicas. Viene montando un burrito prestado. Ni siquiera eso le pertenece, y es signo y es convite de que este Rey requiere de la ayuda de los demás -la tuya, la mía, la de todos nosotros- para cumplir con su misión.
Todas las promesas lo señalan y en Él encuentran pleno cumplimiento y significado. Es el Rey Mesías anunciado por hombres de mirada lejana, los profetas, que sonrieron imaginando ese día decisivo.
Rey que ingresa con un cortejo a una ciudad, es rey que ingresa en solemne procesión a tomar real posesión de sus dominios.
Pero el Maestro de Nazareth es un Rey extraño.
Él viene a tomar bendecir con su realeza a esa Jerusalem que le es tan hostil, pero no requiere nada, no exige subordinación ni tributos. Por el contrario, está dispuesto a ofrecerse a sí mismo, toda su existencia, su propia vida como rescate por todos.
Su corte y sus ejércitos son más extraños aún. Se rodea de pescadores galileos, de publicanos, de prostitutas, de enfermos, de todos aquellos excluidos por duras normas de pureza ritual, de todos aquellos descartados por los sistemas que progresivamente se van deshumanizando. Seguramente, a muchos de ellos nada en su sano juicio invitaría a su mesa.
Si bien sus orígenes pueden rastrearse en toda la historia de Israel, poco tiene de principesco. Su madre es una muchachita judía ignota de aldea polvorienta que lo ha gestado en un embarazo por demás sospechoso. Su padre es apenas un artesano galileo, y Él mismo ha encallecido sus manos en el esfuerzo de procurar el sustento familiar. Viene de una periferia de donde nada cabe esperar, cercana en kilómetros pero muy distante de la pompa y el boato sacrales de esa Jerusalem que recibe sus huellas.
Los jerosolimitanos y todo el pueblo de Israel estaban, en aquel tiempo, sofocados, demolidos, hartos de tantos años de opresión, del dominio imperial de Roma, de tantas guerras perdidas, de prácticas religiosas que no los dejaban respirar.
En situaciones así, la esperanza adquiere un valor extremo.
Por eso, cuando llega Jesús de Nazareth montado en un burrito, recordaron las antiguas promesas de su pueblo y se encendieron de alegría, una alegría que estará teñida de uno de los misterios humanos, el pecado. Muchos de los que ahora lo aclaman, en unos días clamarán por su muerte.
Pero esas gentes -especialmente los niños- hoy celebran. Agitan palmas y ramas de olivo, y muchos se quitan los mantos, poniéndolos como una alfombra al paso del Maestro. No es sólo un gesto afectuoso: quitarse el manto implica quedar desprotegido, sacarse todo lo que uno es habitualmente, prácticamente quedarse a la intemperie de donde se acabaron las certezas racionales.
Cristo hoy llega a nuestras existencias. Es el momento de poner a sus pies nuestros mantos, nuestras existencias, todo lo que somos, despojados de todo lo vano, para reconocer al Salvador que llega, al Libertador que humildemente está llegando a nuestras vidas para que la vida no se apague, para que Dios definitivamente encuentre hogar en los corazones de todos nosotros.
Paz y Bien
No monta un carro de combate o un caballo de guerra como un rey glorioso enarbolando sangrientas victorias bélicas. Viene montando un burrito prestado. Ni siquiera eso le pertenece, y es signo y es convite de que este Rey requiere de la ayuda de los demás -la tuya, la mía, la de todos nosotros- para cumplir con su misión.
Todas las promesas lo señalan y en Él encuentran pleno cumplimiento y significado. Es el Rey Mesías anunciado por hombres de mirada lejana, los profetas, que sonrieron imaginando ese día decisivo.
Rey que ingresa con un cortejo a una ciudad, es rey que ingresa en solemne procesión a tomar real posesión de sus dominios.
Pero el Maestro de Nazareth es un Rey extraño.
Él viene a tomar bendecir con su realeza a esa Jerusalem que le es tan hostil, pero no requiere nada, no exige subordinación ni tributos. Por el contrario, está dispuesto a ofrecerse a sí mismo, toda su existencia, su propia vida como rescate por todos.
Su corte y sus ejércitos son más extraños aún. Se rodea de pescadores galileos, de publicanos, de prostitutas, de enfermos, de todos aquellos excluidos por duras normas de pureza ritual, de todos aquellos descartados por los sistemas que progresivamente se van deshumanizando. Seguramente, a muchos de ellos nada en su sano juicio invitaría a su mesa.
Si bien sus orígenes pueden rastrearse en toda la historia de Israel, poco tiene de principesco. Su madre es una muchachita judía ignota de aldea polvorienta que lo ha gestado en un embarazo por demás sospechoso. Su padre es apenas un artesano galileo, y Él mismo ha encallecido sus manos en el esfuerzo de procurar el sustento familiar. Viene de una periferia de donde nada cabe esperar, cercana en kilómetros pero muy distante de la pompa y el boato sacrales de esa Jerusalem que recibe sus huellas.
Los jerosolimitanos y todo el pueblo de Israel estaban, en aquel tiempo, sofocados, demolidos, hartos de tantos años de opresión, del dominio imperial de Roma, de tantas guerras perdidas, de prácticas religiosas que no los dejaban respirar.
En situaciones así, la esperanza adquiere un valor extremo.
Por eso, cuando llega Jesús de Nazareth montado en un burrito, recordaron las antiguas promesas de su pueblo y se encendieron de alegría, una alegría que estará teñida de uno de los misterios humanos, el pecado. Muchos de los que ahora lo aclaman, en unos días clamarán por su muerte.
Pero esas gentes -especialmente los niños- hoy celebran. Agitan palmas y ramas de olivo, y muchos se quitan los mantos, poniéndolos como una alfombra al paso del Maestro. No es sólo un gesto afectuoso: quitarse el manto implica quedar desprotegido, sacarse todo lo que uno es habitualmente, prácticamente quedarse a la intemperie de donde se acabaron las certezas racionales.
Cristo hoy llega a nuestras existencias. Es el momento de poner a sus pies nuestros mantos, nuestras existencias, todo lo que somos, despojados de todo lo vano, para reconocer al Salvador que llega, al Libertador que humildemente está llegando a nuestras vidas para que la vida no se apague, para que Dios definitivamente encuentre hogar en los corazones de todos nosotros.
Paz y Bien
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