Para el día de hoy (17/03/18):
Evangelio según San Juan 7, 40-53
Las palabras y acciones de Jesús de Nazareth desataban todo tipo de especulaciones por parte de quienes le escuchaban o simplemente le conocían.
El pueblo raso, la gente sencilla lo identificaba como un gran profeta -algunos el Mesías- depositando en Él, quizás sin darse cuenta, sus ansias profundas, su hambre de redención, de justicia, de liberación.
No estaban de todo equivocados, y es preciso siempre tener puesto el oído atento en lo que el pueblo dice.
Desde otro ángulo, los oficiales romanos lo miraban con creciente desconfianza. En su caso, no se trata de cuestiones religiosas propias de los judíos que someten, sino que este rabbí itinerante concita cada vez más la atención sobre sí, y esa influencia es peligrosa, a un paso de volverse subversiva y amenazante para el poder.
Pero los que no tenían ninguna duda eran los dirigentes religiosos de Israel, sumos sacerdotes y escribas junto a algunos fariseos. Es cierto que argumentaron motivos religiosos para su condena: pero lo que subyacía también era un cierto desprecio social. Él era un campesino -la tonada lo delataba- de un pueblo minúsculo, de la siempre sospechosa Galillea de los gentiles. Así, su origen mismo era condenatorio: nunca nada bueno podría surgir ni provenir de esa Galilea marginal, ni mucho menos de ese campesino sin formación ni pasado verificable, ni ancestros nobles, que habla de una manera muy extraña y peligrosa acerca de Dios.
Ello mplicaba ciertos riesgos patentes para todos aquellos que se decidieran a seguir sus pasos, toda vez que a su vez se volvían pasibles de ser despreciados pero, principalmente, de ser condenados a muerte por blasfemia.
Todos esos prejuicios -extensivos a los amigos y seguidores de Jesús de Nazareth- eran progresivos y elaborados. Los descalificadores encontraban fundamento en las Escrituras para la condena, sin importar si se le brindaba la oportunidad de defenderse, de hacerse oír, del debido proceso.
Pero tal vez lo más importante sea la decisión de ese Dios de que la vida se amanezca allí mismo, en donde menos se la espera. Y no ha sucedido solamente en la Palestina del siglo I, en Galilea, Samaria y Judea.
La vida se nos sigue amaneciendo y ofreciendo hoy, y sigue habienbo entre nosotros voces de profetas que nos despiertan y nos animan al regreso a Dios, profetas en los barrios, entre los trabajadores agobiados, entre los castigados por el desempleo, en las abuelas, desde la mirada magnífica de las amas de casa, en los jóvenes que rompen las corazas de desesperanza que algunos ansían imponerles.
Con el espectro cruel de la cruz tan cerca y a pesar de todo, prevalece la esperanza porque la palabra definitiva es Resurrección.
Paz y Bien
El pueblo raso, la gente sencilla lo identificaba como un gran profeta -algunos el Mesías- depositando en Él, quizás sin darse cuenta, sus ansias profundas, su hambre de redención, de justicia, de liberación.
No estaban de todo equivocados, y es preciso siempre tener puesto el oído atento en lo que el pueblo dice.
Desde otro ángulo, los oficiales romanos lo miraban con creciente desconfianza. En su caso, no se trata de cuestiones religiosas propias de los judíos que someten, sino que este rabbí itinerante concita cada vez más la atención sobre sí, y esa influencia es peligrosa, a un paso de volverse subversiva y amenazante para el poder.
Pero los que no tenían ninguna duda eran los dirigentes religiosos de Israel, sumos sacerdotes y escribas junto a algunos fariseos. Es cierto que argumentaron motivos religiosos para su condena: pero lo que subyacía también era un cierto desprecio social. Él era un campesino -la tonada lo delataba- de un pueblo minúsculo, de la siempre sospechosa Galillea de los gentiles. Así, su origen mismo era condenatorio: nunca nada bueno podría surgir ni provenir de esa Galilea marginal, ni mucho menos de ese campesino sin formación ni pasado verificable, ni ancestros nobles, que habla de una manera muy extraña y peligrosa acerca de Dios.
Ello mplicaba ciertos riesgos patentes para todos aquellos que se decidieran a seguir sus pasos, toda vez que a su vez se volvían pasibles de ser despreciados pero, principalmente, de ser condenados a muerte por blasfemia.
Todos esos prejuicios -extensivos a los amigos y seguidores de Jesús de Nazareth- eran progresivos y elaborados. Los descalificadores encontraban fundamento en las Escrituras para la condena, sin importar si se le brindaba la oportunidad de defenderse, de hacerse oír, del debido proceso.
Pero tal vez lo más importante sea la decisión de ese Dios de que la vida se amanezca allí mismo, en donde menos se la espera. Y no ha sucedido solamente en la Palestina del siglo I, en Galilea, Samaria y Judea.
La vida se nos sigue amaneciendo y ofreciendo hoy, y sigue habienbo entre nosotros voces de profetas que nos despiertan y nos animan al regreso a Dios, profetas en los barrios, entre los trabajadores agobiados, entre los castigados por el desempleo, en las abuelas, desde la mirada magnífica de las amas de casa, en los jóvenes que rompen las corazas de desesperanza que algunos ansían imponerles.
Con el espectro cruel de la cruz tan cerca y a pesar de todo, prevalece la esperanza porque la palabra definitiva es Resurrección.
Paz y Bien
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