Evangelio según San Juan 11, 45-57
En la pequeña Betania, a tres kilómetros de Jerusalem, Jesús había regresado a la vida a su amigo Lázaro, quien había muerto por una grave enfermedad. Muchos de los que estaban allí, en ese hogar que Jesús amaba -casa de Lázaro, de María y de Marta- al ver su profunda emoción y el signo de Lázaro redivivo, creyeron en el Maestro, aún cuando hasta ese momento lo ignoraran con fervor.
El pueblo que creía en este Cristo aumentaba a cada instante, pero aún así varios de esos testigos se encaminaron con presteza hacia donde se encontraban los principales fariseos para relatarles los hechos que habían presenciado.
A pesar de la patente evidencia que aconteció ante sus mismos ojos, esos hombres estaban compelidos a someter a las autoridades religiosas las acciones de Cristo para su escrutinio. Cuando los prejuicios y los esquemas mentales rígidos sobrepasan las cuestiones cordiales, poco espacio queda para la verdad, y como presuponen que se juegan algo muy grande, prefieren trasladar sus inquietudes a quienes verdaderamente detentan la autoridad mayor.
Al enterarse, se desata el pánico, y se forma una impensada alianza entre los rígidos fariseos y los acomodaticios saduceos que, por lo general, se reservaban para sí las máximas jerarquías del Templo -los sumos sacerdotes-. El miedo es capaz de anudar telarañas muy extrañas e intrincadas.
Tales son los fuegos que se encienden, que hasta convocan abruptamente al Sanedrín, consejo supremo de la nación judía que dictaminaba acerca de cuestiones religiosas y civiles también, pues el peligro que infieren es gravísimo: si el rabbí galileo sigue convocando alrededor de sí corazones y voluntades del pueblo -confianza y fé- las gentes iban a dejar de doblegarse a los dictámenes de ellos mismos, y sin dudas ello sería visto por la potencia ocupante romana como un hecho incoercible de subversión.
Esa rebelión incipiente Roma la trataría de una sola manera, aplastándola mediante la fuerza bruta de sus legiones. Así entonces, el Templo quedaría derrumbado, el centro de Israel disperso y la misma nación en peligro, y, sobre todo, ellos mismos perderían todo su poder e influencia.
Ésa es la causa primordial por la cual deciden matarle, y matarle cuanto antes.
Y se conjugan dos libertades: el libre albedrío de esos dirigentes inescrupulosos, que se suponen capaces de disponer de la vida de otros a su antojo porque lo entienden amenaza, y la libertad absoluta de Cristo, que pudiendo escapar se mantiene firme e íntegro porque ante todo cuenta el proyecto de su Padre, aún cuando la sombra de la muerte vaya inundando todos los resquicios.
Para sus propios enemigos mortales la presencia de Jesús tiene una índole comunitaria que deben extirpar. Y es Caifás -sumo sacerdote en ese momento- quien sin saberlo pero merced a su sacerdocio lo define con pasmosa exactitud: conviene que muera un sólo hombre por el pueblo, afirmación cruel de un fin que justifique cualquier medio pero también profecía.
Ese Cristo morirá por todos, por los discípulos, por los que han creído en Él, pero también por los que le odian, los que ansían su muerte, los que lo desprecian y condenan.
Cristo muere para que el pueblo viva, y viva en plenitud y libertad. Uno por todos, por vos, por mí, por tí, por nosotros, para que no haya más crucificados, para reafirmar de una vez y para siempre esa vida que es Dios mismo.
Paz y Bien
El pueblo que creía en este Cristo aumentaba a cada instante, pero aún así varios de esos testigos se encaminaron con presteza hacia donde se encontraban los principales fariseos para relatarles los hechos que habían presenciado.
A pesar de la patente evidencia que aconteció ante sus mismos ojos, esos hombres estaban compelidos a someter a las autoridades religiosas las acciones de Cristo para su escrutinio. Cuando los prejuicios y los esquemas mentales rígidos sobrepasan las cuestiones cordiales, poco espacio queda para la verdad, y como presuponen que se juegan algo muy grande, prefieren trasladar sus inquietudes a quienes verdaderamente detentan la autoridad mayor.
Al enterarse, se desata el pánico, y se forma una impensada alianza entre los rígidos fariseos y los acomodaticios saduceos que, por lo general, se reservaban para sí las máximas jerarquías del Templo -los sumos sacerdotes-. El miedo es capaz de anudar telarañas muy extrañas e intrincadas.
Tales son los fuegos que se encienden, que hasta convocan abruptamente al Sanedrín, consejo supremo de la nación judía que dictaminaba acerca de cuestiones religiosas y civiles también, pues el peligro que infieren es gravísimo: si el rabbí galileo sigue convocando alrededor de sí corazones y voluntades del pueblo -confianza y fé- las gentes iban a dejar de doblegarse a los dictámenes de ellos mismos, y sin dudas ello sería visto por la potencia ocupante romana como un hecho incoercible de subversión.
Esa rebelión incipiente Roma la trataría de una sola manera, aplastándola mediante la fuerza bruta de sus legiones. Así entonces, el Templo quedaría derrumbado, el centro de Israel disperso y la misma nación en peligro, y, sobre todo, ellos mismos perderían todo su poder e influencia.
Ésa es la causa primordial por la cual deciden matarle, y matarle cuanto antes.
Y se conjugan dos libertades: el libre albedrío de esos dirigentes inescrupulosos, que se suponen capaces de disponer de la vida de otros a su antojo porque lo entienden amenaza, y la libertad absoluta de Cristo, que pudiendo escapar se mantiene firme e íntegro porque ante todo cuenta el proyecto de su Padre, aún cuando la sombra de la muerte vaya inundando todos los resquicios.
Para sus propios enemigos mortales la presencia de Jesús tiene una índole comunitaria que deben extirpar. Y es Caifás -sumo sacerdote en ese momento- quien sin saberlo pero merced a su sacerdocio lo define con pasmosa exactitud: conviene que muera un sólo hombre por el pueblo, afirmación cruel de un fin que justifique cualquier medio pero también profecía.
Ese Cristo morirá por todos, por los discípulos, por los que han creído en Él, pero también por los que le odian, los que ansían su muerte, los que lo desprecian y condenan.
Cristo muere para que el pueblo viva, y viva en plenitud y libertad. Uno por todos, por vos, por mí, por tí, por nosotros, para que no haya más crucificados, para reafirmar de una vez y para siempre esa vida que es Dios mismo.
Paz y Bien
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