Para el día de hoy (03/03/18):
Evangelio según San Lucas 15, 1-3. 11-32
El escenario en donde se desarrolla la enseñanza de esta magnífica parábola está definido por varios participantes: de un lado, los despreciados de siempre -recaudadores de impuestos y pecadores públicos- que se acercaban sin inconvenientes al Maestro, pues con Él se sentían nuevos, a gusto y aceptados. Del otro lado, fariseos y escribas que murmuran, severos, acerca de esta actitud de Jesús de juntarse a comer con los réprobos, con quien precisamente, no debería juntarse ni mucho menos comer. Ellos tienen sobradas razones para esos murmullos de desaprobación: llevan a cuestas toda una vida de piedad, de estricta observancia de la Ley, de ortodoxia rigurosa, a diferencia de los descastados aquellos de los que Jesús de hace amigo. Ellos se reconocen justos y puros por todos esos cumplimientos que honran a diario, y desde allí se creen con derecho suficiente a desautorizar al rabbí galileo por su actitud. En realidad, han dejado el corazón de lado, y por ello se han vuelto burócratas de la fé, religiosos profesionales.
La respuesta de Jesús de Nazareth está grávida de bondad y plena de revelación: no les enrostra una admonición que los conmine a abandonar actitudes erróneas u hostiles. Él enseña el inexplicable y asombroso amor de Dios, que ama a todos por igual, y que ama no por los méritos acumulados, por ser buenos, por una vida rectamente religiosa. Él ama porque todos, mujeres y hombres de cualquier condición, son sus hijas e hijos. El amor de Dios es la primacía de todo, precede a todo, define a todo.
En la parábola, el hijo menor exige la parte de la herencia paterna que le corresponde, la hace dinero y se marcha del hogar, obnubilado por las perecederas ofertas placeres mundanos. En esos espejismos se abandona al consumo y es consumido por la disipación, y cae en la miseria absoluta. Como nos suele suceder, añoramos lo que es valioso una vez que lo hemos perdido.
Así, ya ni vive. Apenas sobrevive como mínimo trabajador indigno, suspirando por el hogar perdido, dolido de hambre y de soledad. En su miseria emprende el regresa a la casa paterna, y es la necesidad la que lo impulsa, y no tanto el arrepentimiento por su infidelidad. Por ello, portando los harapos de su alma, en el camino prepara un discurso para razonar con su padre y ser readmitido, al menos como un jornalero, pues sabe que así no pasará apuros. Sus razones de justicia le indican que no puede volverse al status anterior -el quebranto ha sido mayor- pero le basta ser aceptado como un simple peón.
Sucede lo impensado: el Padre lo esperaba, y lo divisa a lo lejos. El Padre ha sufrido su ausencia, pero nunca se ha resignado, siempre ha esperado su regreso, y sale corriendo a su encuentro. Recriminaciones y castigos dejan paso a besos y abrazos de un Padre conmocionado hasta sus mismas entrañas.
Ni siquiera le deja articular el discurso largamente ensayado: le basta su regreso.
El Padre no se comporta con justicia, pues lo justo hubiera sido concederle un sitio entre los servidores y una sanción acorde a la falta, no un sitio entre los herederos. El Padre desborda misericordia antes que justicia.
Y actúa más bien como una Madre: se conmueve en sus entrañas -allí en donde los hijos se gestan-, se preocupa por vestirlo, y no le importa más nada que ese hijo amadísimo que ha recuperado, con un llanto alegre y emocionado. Hay que sacrificar el cabrito cebado para una buena comida, hay que tirar la casa por la ventana.
El reencuentro es motivo de festejo inmenso, de celebrar la vida.
El hijo mayor se entera por terceros del regreso y de los preparativos de la fiesta. Por ello está enojado: él siempre ha cumplido al pié de la letra las órdenes del Padre en las tareas de la hacienda. Aún así, nunca ha tenido un cabrito para asar y compartir con sus amigos, y el otro hijo de su Padre -no su hermano-, que ha dilapidado todo lo bueno, que ha hecho lo que se le antoja, es recibido a cuerpo de rey.
En realidad, el hermano mayor no se descubre como hijo, ha actuado todo el tiempo como un esclavo obediente, y por ello no acepta en su corazón ninguna celebración.
Este hermano tampoco será rechazado por ese Padre bondadoso. Él también es hijo, y es lo que cuenta. Todo lo que el Padre posee también le pertenece, no por su obediencia sino más bien por esa dignidad irreemplazable e incoercible del ser hijo. Para él siempre habrá cabritos y fiestas por eso mismo, por ser hijo amado.
Y para todos nosotros hay un destino de fiesta.
Hay que asomarse al horizonte, que allí nos aguarda expectante y ansioso un Dios dispuesto a la bendición de un Padre infinitamente generoso, desbordante de perdón, y con los afectos de una Madre que nos cuida y se preocupa por todo ello que hace a nuestra dignidad y a nuestra felicidad
Paz y Bien
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