Para el día de hoy (31/03/20):
Evangelio según San Juan 8, 21-30
La liturgia continúa situándonos en Jerusalem, en plena celebración de la Fiesta de Sikkot o de los Tabernáculos; se trata de la fiesta de la esperanza mesiánica, memorial del peregrinar del pueblo elegido por el desierto en camino hacia la libertad plena, la tierra prometida. En esa fiesta, la centralidad del Dios de Israel es absoluta, toda vez que el pueblo judío adquiere su identidad única desde la presencia constante de ese Dios que no los abandona: por ello, de manera solemne se proclama el Yo Soy, la afirmación eterna con la cual Yahveh se manifiesta a Moisés.
Bajo los enormes candelabros cultuales que iluminan toda Jerusalem y se distinguen a varios kilómetros, el Maestro se revela como la Luz del Mundo.
En ese entorno solemne de devoción al Dios de Israel, precisamente allí el Maestro se autoproclama como Yo Soy, en identidad absoluta con el Padre, de tal modo que Jesús es Dios y Dios es Jesús.
Ello no escapa a los avezados ojos de escribas y fariseos. Esos hombres son tenaces estudiosos de la teología de su época, versados en los mejores comentaristas de la Torah; poseen una gran erudición que no es sinónimo de sabiduría, y en esa experticia detectan la trascendencia de la afirmación de Jesús de Nazareth.
Pero ellos están cegados, han perdido la capacidad de la verdad y eso será la causa de su perdición. Porque la condena no es tanto una consecuencia de la acción punitiva de un Dios verdugo, sino más bien en privarse de vivir la vida eterna que Dios ofrece. Su camino es un camino de opresión para el pueblo, de dispensa de muerte, de fines justificados por los medios.
Son esclavos de la literalidad, madre de todos los fundamentalismos. Por ello suponen que el anuncio mesíanico que Cristo les brinda -porque para ellos también se ofrece la bendición y la salvación- es un preaviso de un posible suicidio del Maestro.
A donde Cristo se dirige ellos no podrán ir, pero no se trata de un ámbito físico -un cielo inaccesible, un espacio vedado-, sino de un espacio cordial inconmensurable: no aceptan ni toleran a un Mesías crucificado que impulsa y compromete más allá de las propias limitaciones y fronteras. En su cerrazón que a menudo es nuestra también, les molesta el Cristo que dá la vida, y por ello no podrán superar la biología en donde la muerte todo lo decide. Porque sólo a través del amor la vida trasciende y prevalece.
Para escribas y fariseos, esa cruz en que levantarán a Cristo será un escándalo, una contradicción, una señal de maldición y el final preanunciado de un vano sueño galileo.
Para nosotros, a pesar del horror y de esa muerte que parece masticarse vorazmente la vida del inocente, la Pasión del Señor, el Cristo elevado, será motivo de esperanza, de vida perdurable, de un Dios que nada se reserva y brinda todo a todos.
Aquellas personas que eran picadas por serpientes en el peregrinar de Israel por el desierto se salvaban del veneno mortal si fijaban su mirada en la serpiente de bronce que Moisés colocó sobre un mástil, a la vista de todos.
Nosotros seremos salvos de la muerte, del pecado, si sabemos mirar y ver el sacrificio inmenso del Señor en esa cruz que levantamos, no como señal de muerte atroz, sino como signo definitivo del amor mayor que Dios nos tiene.
Paz y Bien
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