Para el día de hoy (21/03/20)
Evangelio según San Lucas 18, 9-14
Jesús de Nazareth, además de la fidelidad absoluta a su vocación de revelar el rostro del Padre e inaugurar el Reino de Dios, era un maestro inigualable. Desde la sencillez, a partir de cuestiones cotidianas, Él enseñaba con una profundidad tal que sus oyentes difícilmente olvidaran sus ejemplos o los pasaran por alto como algo fortuito y olvidadizo.
Tal es el caso del fariseo y del publicano. Ambos se sitúan en el Templo de Jerusalem y han subido hasta allí; suben literalmente pues el Templo se ubicaba sobre un monte, y suben en sentido figurado pues van al encuentro de su Dios, probablemente a media mañana o por la tarde, horas en las que se realizaba la oración pública de expiación, de perdón de los pecados, aunque el Templo permanecía abierto para todos aquellos que quisieran orar en forma privada.
Llamativamente, ninguno de los dos tiene nombre propio, y quizás tanto en uno como en el otro, en diversas situaciones, nuestros mismo nombres se adecuen perfectamente.
Un fariseo es un hombre muy piadoso y respetado entre el pueblo por su vida estricta, su sujeción a los rigores de la Ley, su intransigencia para con todo aquello ajeno a Israel. Es un hombre que vive para su Dios.
Un publicano también es judío, pero trabaja a sueldo del opresor romano recaudando tributos, extorsionando a sus paisanos para hacer diferencia a su favor, y por lo general abusa de su poder y su autoridad. Por todo ello sólo es un impuro, un traidor, un miserable.
Ambos se dirigen a su Dios buscando justificación, es decir, la bendición de los hombres libres de pecado. Pero extrañamente, el peor, aquél de quien nada puede esperarse es quien saldrá del Templo justificado.
El gran error del fariseo -a pesar de toda su formación, a pesar de su profusa religiosidad- quizás estribe en que él mismo se pone en el centro de la escena, como si fuera el centro de su mínimo universo. El yo declamado es preponderante, y necesariamente conduce a esas odiosas comparaciones, tan tóxicas, tan separadoras de los hermanos.
Al ponerse en el centro, no permite a Dios ser Dios, ser su centro y su destino, descubrirse incompleto y necesitado de su auxilio.
El publicano ni siquiera levanta la mirada, tan asumida tiene su condición de réprobo. Sólo suplica el perdón de ese Dios que supera por lejos la justicia. Porque la justicia de Dios es la misericordia, y es precisamente allí, en las honduras de su alma malherida, en donde acontece la redención de su existencia. Está yerto, vacío, derribado por mano propia, incompleto en todo, mendigo de esa misericordia que lo salvará.
Y quizás es parte de la súplica que suele tener parte de ausente en la oración cotidiana.
Paz y Bien
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