Segundo Domingo de Cuaresma
Para el día de hoy (08/03/20):
Evangelio según San Mateo 17, 1-9
La liturgia nos vuelve a situar en el camino directo a Jerusalem, donde aguarda a Jesús con cruda certeza el horror y el espanto de la crucifixión.
Más Él no vá en soledad lo acompañan los discípulos, cariacontecidos y muy probablemente deprimidos ante esa imagen dolorosa que no terminan de aceptar. Ese Cristo de la Pasión, ese Mesías escarnecido y derrotado les encallece el corazón de tristeza y los reviste de miedo. Ellos, como discípulos y seguidores, no han de esperar menos.
En la cima del monte -símbolo del encuentro pleno con Dios- Jesús se transfigura; es una teofanía, es decir, una manifestación pura de Dios.
Este Cristo resplandeciente que dialoga con Moisés y Elías -la Palabra que fundamenta la Ley y los profetas- se vuelve transparente para los discípulos, para que renueven ánimos y esperanzas, para que no bajemos los brazos, para que todo se torne pleno de sentido.
Porque sin Transfiguración, Jesús de Nazareth sólo será un galileo alborotador, un rabbí subversivo, un marginal más que predicaba cosas a veces extrañas y complicadas, a veces bonitas, pero sólo un hombre, un condenado quizás injustamente, cuyo cadalso dibuja los límites.
La Transfiguración empuja más allá de cualquier previsión esas mezquinas fronteras que nos imponemos, y abre la ventana al verdadero horizonte, que ya no es el horror y el escarnio, sino que es el amor mayor en el que refulge el amor mismo de Dios, un Cristo que cierra abismos y establece puentes para que la muerte no tenga la última palabra.
Transfiguración es plenitud de sentido y canastas llenas de esperanza.
Transfiguración es volver a descubrir que lo que cuenta es oír y escuchar al Hijo del hombre, Jesús de Nazareth, Señor y hermano nuestro.
Transfiguración es sabernos amados hasta el extremo con afecto de padre y cuidado de madre por ese Dios que nos tiene, sin condiciones, por predilectos, únicos, hijas e hijos.
En ánimo de pura praxis que no piensa demasiado, con Pedro también nos gustaría afincarnos allí, en ese encuentro inmensamente pacífico y asombrosamente pleno. Pero en cierto modo, ello implica guardarnos esa transparencia y ese resplandor para unos pocos.
Es menester volver al llano, allí mismo en donde campean las sombras, para que esa luz llegue a todos los rincones, a los corazones doloridos, a los espíritus resignados, a las almas doblegadas, porque vale la pena vivir aunque nos amenacen tantas cruces, porque es bueno y es causa de plenitud ofrecer la propia existencia para que otro viva, porque todo puede cobrar sentido santo y eterno.
Paz y Bien
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