La Santísima Trinidad
Para el día de hoy (16/06/19)
Evangelio según San Juan 16, 12-15
En verdad, somos muy limitados. Las mujeres y los hombres más sabios y eruditos lo entienden bien, y cuanto más profundas y profusas son sus reflexiones y sus escritos, más grande intuyen el abismo que los separa de explicitar la eternidad. Nuestros lenguajes abundan en términos más no son Logos, Palabra infinita de Dios.
Por eso, frente a la inmensidad del misterio a veces es mejor callar, acallar tanta bulla y escuchar con atención, dejarse imbuir toda la existencia por ese infinito que tiene nombre y rostro, volvernos nuevamente niños capaces de asombros, corazones ligeros de tantas maravillas.
Aún cuando el abismo -para nuestros medios escasos- es imposible de atravesar, un puente se nos ha tendido.
Jesucristo, sacerdote absoluto, es camino, es verdad y es vida desde y hacia Dios. Porque hay cuestiones en las que no se navega con la razón, sino que es preciso sumergirse con el co-razón.
Por Jesús de Nazareth sabemos que el Dios del universo es amor, vida que se comunica a perpetuidad, común unidad de vida, de afectos, de ternura, de liberación y justicia. Un amor tan grande que sale al encuentro de la humanidad en sus mismos huesos y sangre para acampar en estas soledades, para que la historia se transforme de una vez y para siempre.
Porque el Dios de Jesús es un Dios que salva, que sólo vé hijas e hijos, que rescata a los extraviados, sana a los enfermos y libera a los cautivos. No es el dios severo, juez y rápido castigador que por un lado nos manda amar y por el otro, con admoniciones duras como látigos, reparte sin vacilaciones infiernos constantes.
La Salvación se nos ofrece en bondad extrema pero también en total libertad. Porque es ese amor el que ante todo nos quiere íntegros, libres, y este Dios es Padre y Madre que nos cuida y protege, es Hijo y hermano mayor que nos salva, es Espíritu que nos enciende y sostiene.
Celebrar la Santísima Trinidad no puede tener otro signo que el de la alegría de sabernos reconocidos siempre, destinatarios de abrazos sinceros, degustadores de trascendencia en lo cotidiano, de eternidad en el aquí y ahora, de vida que se nos brinda y que a su vez proyectamos y compartimos porque, aún no perteneciéndonos, se nos ha confiado a nuestras torpes manos, con una confianza asombrosa que no tiene parangón con la poca fé que a menudo depositamos en su corazón sagrado.
Dios por nosotros, Dios con nosotros, Dios en nosotros.
Paz y Bien
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