Para el día de hoy (06/06/19):
Evangelio según San Juan 17, 1b. 20-26
El Cristo sentado a la derecha del Padre nos permite asomarnos desde la fé al misterio inmenso de Dios, presente perpetuo explicitado en el Yo Soy, zarza ardiente de nuestros corazones.
Por ello y porque sabemos que la Palabra es Palabra de Vida y Palabra Viva, Jesús le habla al presente de aquellos discípulos temerosos y también nos habla hoy -ahora mismo- a cada uno de nosotros, a toda la Iglesia.
El núcleo de la súplica del Maestro al Padre es por la unidad de los suyos, la unidad de los discípulos, que se funda en la infinita y trascendente unión entre el Padre y el Hijo, identidad propia de un Dios que es amor.
Más aún, ese profundísimo vínculo esencial del amor entre el Padre y el Hijo fundamenta la misión de los discípulos, que es dar testimonio de Cristo a partir de eso que saben y conocen desde las entrañas de su ser.
La fé es don y misterio, y así creer es una relación vital que abarca la totalidad de la existencia del creyente, transformando su vida.
Creer es mucho más que adherir a una doctrina: si fuera así solamente, podríamos ser enjundiosos eruditos, profesionales de la religión, pero no más que ello. El creyente se encuentra en verdad unido personalmente al Redentor, y se deja transformar por la Gracia de Dios, y guiar sus pasos por el Espíritu que todo florece.
Como discípulos, hemos aprendido que misión es vivir a cada instante el Evangelio, volvernos Buena Noticia que palpita, y que sólo a veces necesita de palabras. Y no olvidamos la reciprocidad decisiva del amor a Dios que es veraz cuando se expande incondicionalmente hacia los hermanos.
Por ello la unidad de los creyentes es sagrada, pues responderá al grado de unión de los sarmientos con la vid verdadera, Cristo, nuestro hermano y Señor.
Probablemente, y sin afanes simplistas, sigamos desencontrados y resentidos por rencores viejos y propias responsabilidades orgullosas. Quizás debamos dejar en manos del Espíritu la tarea de reconstruir los lazos quebrantados.
Pero nunca debemos resignarnos a celebrar juntos la vida de Dios en nosotros.
Paz y Bien
Por ello y porque sabemos que la Palabra es Palabra de Vida y Palabra Viva, Jesús le habla al presente de aquellos discípulos temerosos y también nos habla hoy -ahora mismo- a cada uno de nosotros, a toda la Iglesia.
El núcleo de la súplica del Maestro al Padre es por la unidad de los suyos, la unidad de los discípulos, que se funda en la infinita y trascendente unión entre el Padre y el Hijo, identidad propia de un Dios que es amor.
Más aún, ese profundísimo vínculo esencial del amor entre el Padre y el Hijo fundamenta la misión de los discípulos, que es dar testimonio de Cristo a partir de eso que saben y conocen desde las entrañas de su ser.
La fé es don y misterio, y así creer es una relación vital que abarca la totalidad de la existencia del creyente, transformando su vida.
Creer es mucho más que adherir a una doctrina: si fuera así solamente, podríamos ser enjundiosos eruditos, profesionales de la religión, pero no más que ello. El creyente se encuentra en verdad unido personalmente al Redentor, y se deja transformar por la Gracia de Dios, y guiar sus pasos por el Espíritu que todo florece.
Como discípulos, hemos aprendido que misión es vivir a cada instante el Evangelio, volvernos Buena Noticia que palpita, y que sólo a veces necesita de palabras. Y no olvidamos la reciprocidad decisiva del amor a Dios que es veraz cuando se expande incondicionalmente hacia los hermanos.
Por ello la unidad de los creyentes es sagrada, pues responderá al grado de unión de los sarmientos con la vid verdadera, Cristo, nuestro hermano y Señor.
Probablemente, y sin afanes simplistas, sigamos desencontrados y resentidos por rencores viejos y propias responsabilidades orgullosas. Quizás debamos dejar en manos del Espíritu la tarea de reconstruir los lazos quebrantados.
Pero nunca debemos resignarnos a celebrar juntos la vida de Dios en nosotros.
Paz y Bien
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