Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo
Para el día de hoy (23/06/19):
Evangelio según San Lucas 9, 11b-17
Con una profunda carga simbólica y a su vez como entrañable enseñanza, el hecho narrado teológicamente en el Evangelio de esta Solemnidad acontece en un descampado, lejos de la pompa y el boato de un Templo que es rigurosamente piadoso pero que ha olvidado a Dios, que ha dejado de ser casa de oración y se ha convertido en cueva de ladrones. Pero hay más, siempre hay más.
El hecho fundamental de la vida cristiana se celebra en un ambiente sospechosamente secular, y los ritos son tan pero tan humanos que una mirada superficial los puede suponer profanos. Sin embargo, no se trata de una rebelión al status religioso establecido, sino del tiempo nuevo de la Gracia en el que cada hombre y cada mujer son templos vivos y palpitantes del Dios de la vida.
A Dios no se le encontrará en el monumental templo de piedra sino en la persona de Cristo, y por Él, en cada uno de sus hermanos más pequeños y en la comunidad, que es la familia reunida alrededor del ágape de amor, mesa del Reino.
Más que un milagro en el sentido tradicional, los gestos y acciones del Señor nos educan y guían para que nosotros, mínimos obreros de ese Reino que yá está entre nosotros, seamos canales milagrosos del amor de Dios en este mundo a menudo tan cruel e inhumano, comenzando por ese Cristo que se ofrece Él mismo, totalmente y sin reservas como pan para nuestro hambre y para todos los hambres de la humanidad.
Los discípulos, frente al ímprobo desafío de alimentar a una multitud inverosímil -miles de personas- se adentran por las veredas usuales. En principio, quieren abandonar a esas gentes a su suerte, alejando de sí mismos el problema que los descoloca, el usual no me corresponde, no a nosotros, que otro se haga cargo. Luego, como vía de solución intentan comprar los alimentos que faltan. El error es mayor; el dinero no es solución, y peor todavía, hay cosas que no tienen precio, que no pueden comprarse.
La acción del Señor tiene la ilógica del Reino, la maravillosa locura del amor, de un Dios enamorado de sus criaturas. A nuestras limitadas mesas exclusivistas de confort y comodidad, de mirarnos el ombligo, opone la mesa inmensa de los hermanos, del servicio, de la fraternidad, mesa creciente de la vida que se ofrece incondicional para que otros vivan.
Aún cuando entrañe ciertos riesgos a ojos mundanos, en la mesa de los hermanos no hay intrusos ni hay extraños, sino lugares reservados y pan abundante para los que aún no han llegado.
Para los discípulos, se inaugura la misión, llevar a todos los hambrientos soles de justicia concreta, encarnada, y el pan de la vida eterna que es Cristo Eucaristía. Nos alimentamos del cuerpo y la sangre del Señor, pan y vino transubstanciados, en grato memorial que ofrecemos desde nuestra pequeñez, que nos compromete y transforma porque no solamente saciamos la necesidad del cuerpo, sino que nos alimentamos de la existencia misma de Cristo para amar como Él, vivir como Él, ser fieles como Él.
Es dable entonces suplicar alegremente el hambre, el hambre que nos hermane al caído a la vera de la vida, al olvidado en todas las periferias, al que se suele enviar a arreglárselas como pueda en su miseria, para que todos den un paso adelante hacia la justicia desde la solidaridad y la compasión, el Cristo que compartimos y nos convoca.
Somos pequeñísimos, apenas unos panes y unos pescaditos, pero que se vuelven bendición y signo cierto del amor de Dios para el hermano.
Paz y Bien
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