María. Madre de la Iglesia
Para el día de hoy (10/06/19)
Evangelio según San Juan 19, 25-27
Para la mentalidad judía del siglo I, la cruz -instrumento romano de ejecución criminal- suma al horror y al sufrimiento la ignominia de los malditos. La Ley era explícita al respecto, y se reservaba el cruel privilegio de la crucifixión para los criminales más abyectos.
El Cristo crucificado, Mesías derrotado ejecutado como un reo marginal, hubo de atemorizar a los discípulos, pues las acciones punitivas públicas siempre tienen por objeto, además del castigo, el amedrentar y desalentar a las gentes para que no realicen conductas similares a las del condenado. A la confusión de sus amigos -ellos imaginaban un Mesías glorioso y victorioso- se sumaba el miedo en estado de ebullición, pues temían correr la misma suerte.
En ese clima de grosera brutalidad, la gran mayoría pasa por alto los sentimientos de la madre de Jesús.
Como madre, ese hijo amado que lleva su sangre y que llevó en sus entrañas agoniza en la cruz, luego de torturas varias, y ella sufre por dos. Seguramente, cambiaría sin vacilaciones de lugar, ella por ese hijo que se le está muriendo ante sus ojos empañados..
Pero ella, además de madre es hermana y es discípula de ese Cristo que es Hijo y es Maestro. Ella, como nadie, ha escuchado la Palabra, la ha dejado germinar en las honduras de su corazón inmenso y se ha dejado transformar, obediente y feliz. Ella sabe bien que el Crucificado es inocente, es un hombre bueno y manso, es príncipe de paz y servidor de su pueblo, y a pesar del estupor que conlleva todo crimen, intuye certeramente que la condena es producto de su fidelidad absoluta a su Dios, un Dios torturado allí mismo delante de su mirada.
Con todo y a pesar de todo, Ella se mantiene en pié, con la fortaleza que sólo tienen los que son capaces de amar hasta los extremos, y que por ese amor reivindican en doloroso silencio la esperanza.
Ella es una mujer judía, la misma muchachita palestina a la que Dios eligió por Madre. Como tal, no tiene casi derechos ni relevancia. Nunca ha tenido casi nada; de niña ha vivido en la casa paterna, ya desposada en la casa nazarena del esposo.
Ahora, Madre doliente, tampoco tiene casa propia. Su casa estará allí en la casa de sus hijos, en la casa de los hijos que la reciben como Madre, y esa casa con su presencia deviene en hogar cálido por sus cuidados, en donde todos tienen su importancia, su reconocimiento, su identidad, ámbito para crecer con los demás, para no estar jamás solos ni a la deriva.
María hace hogar en donde los hijos la reciben. María, por eso mismo, Madre de la Iglesia que la quiere y la ama con afecto entrañable, a la lumbre del Espíritu del Resucitado que es el Crucificado.
Paz y Bien
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