Para el día de hoy (23/05/19):
Evangelio según San Juan 15, 9-11
El párrafo que nos brinda la liturgia de este día es breve pero a la vez intenso y gravitante. Nos sitúa junto a Cristo en los umbrales de la Pasión, un Cristo que está a punto de morir y no quiere dejar librados a su suerte a sus amigos. Se trata quizás de un último gesto, de la verdadera herencia, y por ello será atesorada por los Once y por todos los discípulos de todos los tiempos.
En la cruz se revelará el misterio mayor de Dios, su amor entrañable e infinito. Por eso mismo, esa cruz asumida en entera libertad y como vida en oblación total y sin reservas para que otros se salven, ya no será patíbulo, cadalso, señal de espanto sino la señal del amor absoluto. Con esa cruz nos identificamos, desde esa cruz encontramos la identidad de hijos, nuestro horizonte inquebrantable de amor y plenitud.
La clave de todo destino pasa, precisamente, por el amor de Dios que se expresa y manifiesta en Jesucristo, el amor del Padre que palpita y expande el Hijo, amor primordial pues de Dios son todas las primacías.
Es Dios quien nos sale al encuentro en cada recodo, en todas las encrucijadas, nos aguarda en cada esquina, vá con nosotros a cada paso que damos, Padre ansioso sin descansos que se desvive por todas sus hijas e hijos.
Amor es ser para el otro, morir a uno mismo y vivir en y por los demás. A-mort, no sin muerte, que despeja todas las banalidades pseudorománticas y se encarna, amar hasta que duela, que conmueva los huesos, que movilice.
Por ese amor dejamos de ser esclavos para gozar la noble libertad de los hijos de Dios, don y misterio. Por ese amor la historia se transforma y todo puede encontrar un sentido trascendente y definitivo.
Por ese amor nace la alegría, la verdadera alegría, firme y frondosa que no se cae aún en las tormentas bravas de la existencia, mansa alegría que permanece y, muy especialmente, alegría que se nota en la mirada y en los gestos.
Permanecer en el amor de Dios es vivir como Jesús vivía, amar como Jesús amaba y nos ama, alegrarnos sin desmayos como identidad primordial de la fé que se nos ha concedido, para mayor gloria de Dios.
Paz y Bien
En la cruz se revelará el misterio mayor de Dios, su amor entrañable e infinito. Por eso mismo, esa cruz asumida en entera libertad y como vida en oblación total y sin reservas para que otros se salven, ya no será patíbulo, cadalso, señal de espanto sino la señal del amor absoluto. Con esa cruz nos identificamos, desde esa cruz encontramos la identidad de hijos, nuestro horizonte inquebrantable de amor y plenitud.
La clave de todo destino pasa, precisamente, por el amor de Dios que se expresa y manifiesta en Jesucristo, el amor del Padre que palpita y expande el Hijo, amor primordial pues de Dios son todas las primacías.
Es Dios quien nos sale al encuentro en cada recodo, en todas las encrucijadas, nos aguarda en cada esquina, vá con nosotros a cada paso que damos, Padre ansioso sin descansos que se desvive por todas sus hijas e hijos.
Amor es ser para el otro, morir a uno mismo y vivir en y por los demás. A-mort, no sin muerte, que despeja todas las banalidades pseudorománticas y se encarna, amar hasta que duela, que conmueva los huesos, que movilice.
Por ese amor dejamos de ser esclavos para gozar la noble libertad de los hijos de Dios, don y misterio. Por ese amor la historia se transforma y todo puede encontrar un sentido trascendente y definitivo.
Por ese amor nace la alegría, la verdadera alegría, firme y frondosa que no se cae aún en las tormentas bravas de la existencia, mansa alegría que permanece y, muy especialmente, alegría que se nota en la mirada y en los gestos.
Permanecer en el amor de Dios es vivir como Jesús vivía, amar como Jesús amaba y nos ama, alegrarnos sin desmayos como identidad primordial de la fé que se nos ha concedido, para mayor gloria de Dios.
Paz y Bien
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