Para el día de hoy (07/12/18):
Evangelio según San Mateo 9, 27-31
En los tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth, la ceguera era una de las patologías más comunes e incapacitantes en esa Palestina del siglo I: las frecuentes tormentas de arena y el fuerte reflejo del sol contra las rocas blancas solían lesionar las córneas.
Un ciego no podía trabajar y, de ese modo, no podía ganar el sustento para su familia, pero su dolencia se incrementaba aún más: el criterio religioso imperante en la época vindicaba toda patología como castigo divino por los propios pecados o, acaso, de los padres, imagen de un Dios severo, cruel, rápido dispensador de desgracias.
Aún así, esos hombres de corazón grande y mirada profunda -los profetas de Israel-, encendidos por el fuego del Espíritu de Dios-, supieron poner de relieve uno de los caracteres primordiales del Mesías prometido, y es que devolvería la luz a los ciegos, vista restaurada en los ojos y en la mirada interior.
Sin embargo, en ese tiempo también había mucho más ciegos que los no videntes convencionales, y eran precisamente los dirigentes de Israel -todos ellos hombres piadosos, religiosos puntillosos- que no querían ver el rostro mesiánico de Jesús de Nazareth, y a su vez se empeñaban en imponer su propia ceguera al pueblo bajo coacción y miedo. De allí es también la insistencia en llamar al esperado Mesías como Hijo de David: la identidad es teológica, es decir, espiritual, más ellos la reivindicaban en lo mundano, en lo nacionalista, en la exclusividad de una liberación de la Tierra Prometida hollada por sus enemigos, y con eso la restauración de la corona davídica.
La lectura nos presenta entonces a dos no-videntes en un trasfondo de ciegos múltiples. Aún cuando lo doctrinario es inexacto y hasta equivocado en el criterio -Hijo de David-, lo que cuenta en el tiempo de la Buena Noticia es la confianza que se deposita en la persona de Cristo, confianza que es el paso segundo de la fé, pues el paso primero es el de un Dios que sale en nuestra búsqueda. La fé es don y misterio.
Y la fé sólo puede crecer y fructificar en la casa del Maestro, la comunidad creyente, la Iglesia. Y desde allí, volvernos quizás felices desobedientes que no se callan, y que cuentan a los demás las maravillas del paso salvador de Dios por nuestra existencia, una luz que destella desde Belén.
Paz y Bien
Un ciego no podía trabajar y, de ese modo, no podía ganar el sustento para su familia, pero su dolencia se incrementaba aún más: el criterio religioso imperante en la época vindicaba toda patología como castigo divino por los propios pecados o, acaso, de los padres, imagen de un Dios severo, cruel, rápido dispensador de desgracias.
Aún así, esos hombres de corazón grande y mirada profunda -los profetas de Israel-, encendidos por el fuego del Espíritu de Dios-, supieron poner de relieve uno de los caracteres primordiales del Mesías prometido, y es que devolvería la luz a los ciegos, vista restaurada en los ojos y en la mirada interior.
Sin embargo, en ese tiempo también había mucho más ciegos que los no videntes convencionales, y eran precisamente los dirigentes de Israel -todos ellos hombres piadosos, religiosos puntillosos- que no querían ver el rostro mesiánico de Jesús de Nazareth, y a su vez se empeñaban en imponer su propia ceguera al pueblo bajo coacción y miedo. De allí es también la insistencia en llamar al esperado Mesías como Hijo de David: la identidad es teológica, es decir, espiritual, más ellos la reivindicaban en lo mundano, en lo nacionalista, en la exclusividad de una liberación de la Tierra Prometida hollada por sus enemigos, y con eso la restauración de la corona davídica.
La lectura nos presenta entonces a dos no-videntes en un trasfondo de ciegos múltiples. Aún cuando lo doctrinario es inexacto y hasta equivocado en el criterio -Hijo de David-, lo que cuenta en el tiempo de la Buena Noticia es la confianza que se deposita en la persona de Cristo, confianza que es el paso segundo de la fé, pues el paso primero es el de un Dios que sale en nuestra búsqueda. La fé es don y misterio.
Y la fé sólo puede crecer y fructificar en la casa del Maestro, la comunidad creyente, la Iglesia. Y desde allí, volvernos quizás felices desobedientes que no se callan, y que cuentan a los demás las maravillas del paso salvador de Dios por nuestra existencia, una luz que destella desde Belén.
Paz y Bien
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