Para el día de hoy (19/12/18):
Evangelio según San Lucas 1, 5-25
Sin perder de vista el carácter de Revelación, de Libro Sagrado, hemos de mencionar que el estilo literario del Evangelio según san Lucas es maravilloso, bellísimo, pleno de signos y símbolos que nos nutren.
Siempre es menester sumergirnos en los diversos niveles de profundidad de un texto.
De manera magistral, Lucas nos brinda coordenadas históricas y geográficas que brindarán al relato un contexto específico; de allí la mención política a Herodes -el Grande, padre de Antipas-, por aquel entonces rey de Judea, que es la especificación geográfica. Pero hay más, siempre hay más, y se trata de otras coordenadas presentes y no tan evidentes, las coordenadas teológicas o espirituales: toda la lectura habla de un Dios comprometido con los suyos, que interviene decisivamente en la historia de su pueblo.
Así, en ese marco amplio, el Evangelista nos presenta a Zacarías, sacerdote de la clase o casta de Abdías: era uno de los tantas castas sacerdotales que prestaban servicios cultuales en el Templo en turnos rotativos, de tal modo que estos sacerdotes, por lo general, podían acceder al santuario a ofrecer el incienso sólo una vez en su vida, pues eran muchísimos -a diferencia de los sumos sacerdotes-. También Lucas señala que Zacarías y su esposa Isabel son descendientes de Aarón, es decir, descienden de la esencia religiosa misma de Israel.
Zacarías e Isabel son, para los parámetros de la época, ambos de edad avanzada. Su vejez quizás delate una religiosidad que se ha anquilosado, envejecido en la rigurosidad de las formalidades vacías de corazón y de fé, abdicación de la esperanza. Ambos son estériles, no pueden tener hijos, el apellido, la familia morirá con ellos, y tal vez sea esa misma religiosidad que se está secando sin frutos. Pero además, la esterilidad también era considerada una desgracia y un castigo divino por pecados inexcusables, en contraposición con la llegada de los hijos, siempre una bendición.
A Zacarías le llega el turno de inciensar el santuario del Templo: la unicidad de la oportunidad, lo sacrosanto del lugar nos revelan la importancia sagrada y la solemnidad del momento, cuando se presenta un Mensajero, Gabriel, voz y presencia de Dios, portador siempre de buenas noticias.
Y la noticia que le trae no puede ser mejor: contra todo pronóstico, contra toda lógica, Isabel y Zacarías -más cerca de ser abuelos, bordeando quizás la muerte- serán padres de un hijo maravilloso, que será una antorcha de esperanza y reconciliación para su pueblo.
Ese hijo no se parecerá en nada a su papá, a diferencia de otro hijo de un carpintero galileo: ese niño no llevará el nombre paterno -se llamará Juan, Dios es misericordia-, no será sacerdote pero igual tenderá puentes y allanará caminos, desertará alegremente del Templo pues su Dios está en todas partes y muy especialmente en los corazones, y llevará una vida ascética e íntegra, confiado sólo en la providencia divina.
Zacarías permanece aferrado a los ritos viejos, a las doctrinas y a un culto que ha perdido sentido. De allí su incredulidad: no tanto por ser viejo su cuerpo, sino por haberse envejecido su alma, sin renuevo, sin esperanza.
Casi al mismo tiempo, una muchachita judía de Nazareth, ante un mensaje también extraordinario y aunque no comprenda, se confía con todo su ser a Dios.
Zacarías se quedará mudo. Esa mudez es la imposibilidad de pronunciar palabras que ya son vacuas, que no dan respuestas, pura fórmula sin Espíritu.
Su silencio no es tanto castigo, sino más bien una bendición. A veces es necesario exiliarse por un tiempo a las tierras del silencio para permitir/nos que germinen humildemente cosas nuevas, para que se despejen los espacios interiores para lo que permanece y no perece. Irse por un tiempo al silencio para regresar, plenos, con la Palabra.
Es un tiempo maravillosamente extraño, en donde el pueblo -con todo y a pesar de todo- permanece expectante. Cuando todo asoma perdido, hay que buscar en el pueblo los rescoldos de esperanza.
Es un tiempo santo en donde los reyes, los sacerdotes, los guerreros callan, pues no tienen más nada que decir, y donde cobrará nuevo y definitivo impulso la voz de las mujeres y de los niños.
Quiera Dios regalarnos silencios así, para que nos nazca la Gracia corazón adentro.
Paz y Bien
Siempre es menester sumergirnos en los diversos niveles de profundidad de un texto.
De manera magistral, Lucas nos brinda coordenadas históricas y geográficas que brindarán al relato un contexto específico; de allí la mención política a Herodes -el Grande, padre de Antipas-, por aquel entonces rey de Judea, que es la especificación geográfica. Pero hay más, siempre hay más, y se trata de otras coordenadas presentes y no tan evidentes, las coordenadas teológicas o espirituales: toda la lectura habla de un Dios comprometido con los suyos, que interviene decisivamente en la historia de su pueblo.
Así, en ese marco amplio, el Evangelista nos presenta a Zacarías, sacerdote de la clase o casta de Abdías: era uno de los tantas castas sacerdotales que prestaban servicios cultuales en el Templo en turnos rotativos, de tal modo que estos sacerdotes, por lo general, podían acceder al santuario a ofrecer el incienso sólo una vez en su vida, pues eran muchísimos -a diferencia de los sumos sacerdotes-. También Lucas señala que Zacarías y su esposa Isabel son descendientes de Aarón, es decir, descienden de la esencia religiosa misma de Israel.
Zacarías e Isabel son, para los parámetros de la época, ambos de edad avanzada. Su vejez quizás delate una religiosidad que se ha anquilosado, envejecido en la rigurosidad de las formalidades vacías de corazón y de fé, abdicación de la esperanza. Ambos son estériles, no pueden tener hijos, el apellido, la familia morirá con ellos, y tal vez sea esa misma religiosidad que se está secando sin frutos. Pero además, la esterilidad también era considerada una desgracia y un castigo divino por pecados inexcusables, en contraposición con la llegada de los hijos, siempre una bendición.
A Zacarías le llega el turno de inciensar el santuario del Templo: la unicidad de la oportunidad, lo sacrosanto del lugar nos revelan la importancia sagrada y la solemnidad del momento, cuando se presenta un Mensajero, Gabriel, voz y presencia de Dios, portador siempre de buenas noticias.
Y la noticia que le trae no puede ser mejor: contra todo pronóstico, contra toda lógica, Isabel y Zacarías -más cerca de ser abuelos, bordeando quizás la muerte- serán padres de un hijo maravilloso, que será una antorcha de esperanza y reconciliación para su pueblo.
Ese hijo no se parecerá en nada a su papá, a diferencia de otro hijo de un carpintero galileo: ese niño no llevará el nombre paterno -se llamará Juan, Dios es misericordia-, no será sacerdote pero igual tenderá puentes y allanará caminos, desertará alegremente del Templo pues su Dios está en todas partes y muy especialmente en los corazones, y llevará una vida ascética e íntegra, confiado sólo en la providencia divina.
Zacarías permanece aferrado a los ritos viejos, a las doctrinas y a un culto que ha perdido sentido. De allí su incredulidad: no tanto por ser viejo su cuerpo, sino por haberse envejecido su alma, sin renuevo, sin esperanza.
Casi al mismo tiempo, una muchachita judía de Nazareth, ante un mensaje también extraordinario y aunque no comprenda, se confía con todo su ser a Dios.
Zacarías se quedará mudo. Esa mudez es la imposibilidad de pronunciar palabras que ya son vacuas, que no dan respuestas, pura fórmula sin Espíritu.
Su silencio no es tanto castigo, sino más bien una bendición. A veces es necesario exiliarse por un tiempo a las tierras del silencio para permitir/nos que germinen humildemente cosas nuevas, para que se despejen los espacios interiores para lo que permanece y no perece. Irse por un tiempo al silencio para regresar, plenos, con la Palabra.
Es un tiempo maravillosamente extraño, en donde el pueblo -con todo y a pesar de todo- permanece expectante. Cuando todo asoma perdido, hay que buscar en el pueblo los rescoldos de esperanza.
Es un tiempo santo en donde los reyes, los sacerdotes, los guerreros callan, pues no tienen más nada que decir, y donde cobrará nuevo y definitivo impulso la voz de las mujeres y de los niños.
Quiera Dios regalarnos silencios así, para que nos nazca la Gracia corazón adentro.
Paz y Bien
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