Para el día de hoy (29/12/18):
Evangelio según San Lucas 2, 22-35
Los datos crudos y lineales nos dejan sólo en un plano limitado, el de una joven pareja de provincias con un bebé en brazos, que concurren al Templo de Jerusalem a cumplir con las prescripciones estrictas de su religión y con las tradiciones de sus mayores. Son judíos hasta los huesos, pero a su vez son muy pobres y el acento delata que vienen de esa zona galilea de donde nada bueno se espera.
Un bebé tan chiquito en un Templo tan grande e imponente, y ellos como unos granitos de arena en el mar de gente que viene y vá, el aroma del incienso y el humo de la grasa de los animales que se quema en los sacrificios.
El Dios del universo que llega a santificar verdaderamente a ese templo de piedra pero nadie lo vé.
Se presentan por dos ritos puntuales, la purificación de la madre y el rescate del hijo. Bajo las rígidas normas de impureza ritual, las parturientas devenían en cultualmente impuras, y cuarenta días luego del parto debían ofrecer un sacrificio cerca de la Puerta de las Mujeres. Por otra parte, los primogénitos de Israel pertenecían a Dios y debían dedicarse al servicio del Templo: por ello los padres ofrecían un sacrificio o pago como rescate de ese niño.
Extraño tiempo en donde la más pura concurre humildemente a ser purificado, y Aquél que es nuestro redentor y nuestra liberación es llevado en brazos para ser rescatado.
El abuelo Simeón es un hombre profundamente piadoso, de vida orante, esas vidas tenaces que nunca, jamás, abdican la esperanza. Un hombre que reza y confía tiene una mirada extensa y profunda aún cuando el desgaste de los años le complique las cosas. Un hombre así -laico, viejo, gastado- es un profeta aunque no se lo reconozca como tal, amigo de su Dios y fiel vocero de sus cosas.
Un detalle fundamental: Simeón está en Jerusalem pero nó en el Templo, pues su templo se ubica en las honduras de su corazón. Él se dirige a esa construcción imponente movido por el Espíritu de Dios, y se deja conducir por Él. Simeón es un hombre justo que espera contra toda lógica, justo por ajustar su voluntad a la voluntad de Dios.
Cuando el hombre confluye en su alma y sus acciones en las cosas de Dios acontecen los milagros.
Simeón, profeta y abuelo cordial, ingresa al mismo tiempo en que la sagrada familia nazarena se hace presente allí, fiel a la fé y las tradiciones de sus mayores.
No los sacerdotes ni los escribas ni los levitas se dan cuenta de lo que pasa. Pero los ojos cansados de Simeón se encienden a pura profecía.
Ese bebé en sus manos es Aquél que su pueblo espera con ansias, el que fué prometido desde siempre por su Dios, el que rescataría a los suyos, el que revestiría de Gloria a Israel y derramaría bendición a todas las naciones.
Ese bebé santo se vuelve plegaria de gratitud y paz en sus brazos, y él podrá irse en paz porque en Su presencia, su vida ha sido colmada y plena.
Ese niño colma los corazones de las mujeres y los hombres de buena voluntad que se mantienen en su fé, y a la vez será señal de contradicción y hasta dolor para su Madre, Con Él todo saldrá a la luz.
Paz y Bien
Un bebé tan chiquito en un Templo tan grande e imponente, y ellos como unos granitos de arena en el mar de gente que viene y vá, el aroma del incienso y el humo de la grasa de los animales que se quema en los sacrificios.
El Dios del universo que llega a santificar verdaderamente a ese templo de piedra pero nadie lo vé.
Se presentan por dos ritos puntuales, la purificación de la madre y el rescate del hijo. Bajo las rígidas normas de impureza ritual, las parturientas devenían en cultualmente impuras, y cuarenta días luego del parto debían ofrecer un sacrificio cerca de la Puerta de las Mujeres. Por otra parte, los primogénitos de Israel pertenecían a Dios y debían dedicarse al servicio del Templo: por ello los padres ofrecían un sacrificio o pago como rescate de ese niño.
Extraño tiempo en donde la más pura concurre humildemente a ser purificado, y Aquél que es nuestro redentor y nuestra liberación es llevado en brazos para ser rescatado.
El abuelo Simeón es un hombre profundamente piadoso, de vida orante, esas vidas tenaces que nunca, jamás, abdican la esperanza. Un hombre que reza y confía tiene una mirada extensa y profunda aún cuando el desgaste de los años le complique las cosas. Un hombre así -laico, viejo, gastado- es un profeta aunque no se lo reconozca como tal, amigo de su Dios y fiel vocero de sus cosas.
Un detalle fundamental: Simeón está en Jerusalem pero nó en el Templo, pues su templo se ubica en las honduras de su corazón. Él se dirige a esa construcción imponente movido por el Espíritu de Dios, y se deja conducir por Él. Simeón es un hombre justo que espera contra toda lógica, justo por ajustar su voluntad a la voluntad de Dios.
Cuando el hombre confluye en su alma y sus acciones en las cosas de Dios acontecen los milagros.
Simeón, profeta y abuelo cordial, ingresa al mismo tiempo en que la sagrada familia nazarena se hace presente allí, fiel a la fé y las tradiciones de sus mayores.
No los sacerdotes ni los escribas ni los levitas se dan cuenta de lo que pasa. Pero los ojos cansados de Simeón se encienden a pura profecía.
Ese bebé en sus manos es Aquél que su pueblo espera con ansias, el que fué prometido desde siempre por su Dios, el que rescataría a los suyos, el que revestiría de Gloria a Israel y derramaría bendición a todas las naciones.
Ese bebé santo se vuelve plegaria de gratitud y paz en sus brazos, y él podrá irse en paz porque en Su presencia, su vida ha sido colmada y plena.
Ese niño colma los corazones de las mujeres y los hombres de buena voluntad que se mantienen en su fé, y a la vez será señal de contradicción y hasta dolor para su Madre, Con Él todo saldrá a la luz.
Paz y Bien
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