Domingo Cuarto de Adviento
Para el día de hoy (23/12/18)
Evangelio según San Lucas 1, 39-45
La Liturgia nos regala una lectura plena en contraposiciones, como si fuera una sinfonía cuidadosamente elaborada. Una sinfonía espiritual.
Una de las dos mujeres es bastante mayor, casi una abuela para los trajines de una maternidad en ciernes. En aquellos tiempos la esterilidad se consideraba una maldición por pretéritos pecados; no obstante, lucir una panza de seis meses frente a las vecinas traería una multitud de comentarios sotto voce -quizás de índole sexual-, con lo cual Isabel se recluye en su hogar, como escondida, guardándose ese bien que Dios le ha prodigado a ella y a su esposo Zacarías. Esos dos ancianos son el símbolo de un Israel que, a pesar de envejecido en su historia, aún puede dar frutos asombrosos.
La otra mujer está en las antípodas de Isabel. Es jovencísima -una adolescente a nuestros ojos, casi una niña-, muchachita que sale presurosa al encuentro de su parienta, casi abuela.
Isabel y Zacarías tienen su hogar en Ain Karem, en las montañas de la Judá de la religiosidad estricta, la religión que se cree pura y perfecta.
María proviene de una aldea polvorienta que no figura en los mapas: Nazareth está enclavada en plena Galilea, tierra siempre sospechosa de contaminación extranjera, a la que los jefes religiosos de Jerusalem suponen baldada y estéril, un arrabal turbio en donde nunca pasa nada bueno, fuente permanente de problemas.
Isabel es esposa de un sacerdote -Zacarías- de la casta u orden de Abdías. Sirve en el Templo, y eso le otorga cierto estatus social, tranquilidad económica y prestigio entre sus vecinos.
María está deposada con José, que si bien desciende del rey David, es un artesano que a duras penas gana el sustento con el esfuerzo de sus manos. María es una campesina de provincias.
María también está embarazada. Lleva tres meses de un bebé que se gesta en su seno, un bebé asombroso, fruto del Altísimo. Aún así, sale sin demoras -alas en sus pies descalzos-, por el aviso de un Mensajero. Ella sabía que la situación de Isabel también era cosa de su Dios, y con un corazón de mujer que vá a ser madre sale al encuentro de su parienta. La caridad expresada en la solidaridad pone prisas y no admite demoras.
Sin embargo, la causal primordial es que todo esto es cuestión divina. Su urgencia en recorrer los casi cien kilómetros -sola, jovencita, embarazada- entre Nazareth y Ain Karem es su respuesta cordial a la Palabra que escucha y cobija en las honduras de su corazón puro e inmenso, y que se le ha revelado por el Mensajero.
No basta con oír. Es menester escuchar, escuchar con atención y dejar que esa semilla de la escucha atenta germine y produzca frutos.
Sucede entonces el encuentro entre esas dos mujeres con el grato horizonte de madre. En estos tiempos -y tal vez en aquellos también- gestar a un hijo con amor y esperanza es un hecho profundamente humano y revolucionario, que excede todas las biologías y reafirma a la vida que siempre, con todo y a pesar de todo se abre paso.
Ellas dos se encuentran. Se conocen y re-conocen, y por ello hay alegría y profecía que se escucha sin ambages. Todo es posible si nos atrevemos a encontrarnos de verdad.
Sea nuestra Navidad un encuentro jubiloso porque la Virgen siempre quiere visitarnos.
Navidad es Jesús, y no hay Navidad sin María de Nazareth.
Paz y Bien
0 comentarios:
Publicar un comentario