San Juan, apóstol y Evangelista
Para el día de hoy (27/12/18):
Evangelio según San Juan 20, 1-8
En los tiempos del ministerio del Señor, era creencia popular que el espíritu del fallecido permanecería en los alrededores de la tumba por tres días y por ello los deudos visitarían la tumba solamente en ese lapso. El dato es costumbrista, pero nos abre otra perspectiva también al tercer día que anunciaba Cristo para su Resurrección.
Sin embargo, aquí cuenta para referirnos a la mención que realiza el Evangelista acerca de la presencia en la tumba de María Magdalena: ella llega el primer día de la semana. Las rígidas normas religiosas vigentes en su tiempo impedían que en pleno Shabbat se desarrollara cualquier actividad, y menos aún acudir a una tumba por razones de impureza ritual, ante lo cual María de Magdala sólo podría haber ido el sábado al caer el sol -luego de la primer estrella-, y nó antes. Pero nada dice de que haya ido el tercer día post crucifixión: la construcción es simbólica, pues en verdad se trata de un nuevo día que no es tanto cronológico sino fundante del tiempo definitivo de la Salvación, de la victoria de Cristo sobre la muerte.
Un nuevo día. Todo estaba sumido en las sombras, en una oscuridad que refleja la tristeza de María, la luz de la fé que está ausente, y será Cristo quien la iluminará. Cristo enciende todas las luces en nuestras noches.
Ella vé que la enorme piedra que obtura el acceso a la tumba nueva está corrida; piensa -con razón- que como una afrenta postrera, los enemigos del Maestro han robado el cadáver, quizás también en la idea de negarle a sus seguidores un sitio de encuentro y veneración, y así su tristeza dá paso a la desolación, al horror.
Que ella corra a dar parte de lo ocurrido a Simón Pedro y al Discípulo Amado tiene una gran importancia, pues es el símbolo de la comunión eclesial que debe permanecer firme aún en los momentos más difíciles. Pero hay más, siempre hay más.
Ella es mujer, y como tal carece de voz y de derechos legales. De ese modo, los dos apóstoles -Pedro y el Discípulo Amado- haciéndose presentes en la tumba vacía será importantísima: ellos dos conformarán los extremos jurídicos requeridos para que un testimonio sea veraz, la verdad de una tumba que es inútil, que ya no es hogar de la muerte porque la muerte ha sido vencida.
La noticia les pone prisas. Ellos corren como nunca lo han hecho, pero el Discípulo Amado se adelanta, llega primero. Quizás ello delate que es más joven que el pescador amigo del Señor, roca de la comunidad. Pero en verdad se trata del amor, que llega siempre antes y con mayor profundidad que cualquier razón.
El Discípulo Amado mira la tumba vacía, los lienzos que hacían de mortaja apartados, inservibles porque no hay un cuerpo muerto que contener. El Discípulo Amado no ingresa a la tumba vacía, pero mira, vé y cree. Su mirada se aclara y se vuelve profunda desde la fé.
Tradicionalmente se ha asociado al Discípulo Amado con el Evangelista Juan, hermano de Santiago, hijo de Zebedeo y Salomé, y razones no faltan. Algunos exégetas, en cambio, lo identifican con Lázaro de Betania, amigo del Señor.
Sin embargo, hay un dato significativo: el Discípulo Amado no tiene, en esta lectura, un nombre que lo identifique. Allí pueden estar los nombres de cada uno de nosotros, y por ello el Discípulo Amado es la comunidad cristiana, testigo fiel de la resurección de Cristo.
Del pesebre pobre y humilde de Belén nada se esperaba.
De la tumba sólo se supone muerte y final. Pero el Padre de Jesús de Nazareth empuja la vida con su Gracia en un pesebre en donde todo comienza y en una tumba inútil en donde todo amanece de manera definitiva.
Paz y Bien
Sin embargo, aquí cuenta para referirnos a la mención que realiza el Evangelista acerca de la presencia en la tumba de María Magdalena: ella llega el primer día de la semana. Las rígidas normas religiosas vigentes en su tiempo impedían que en pleno Shabbat se desarrollara cualquier actividad, y menos aún acudir a una tumba por razones de impureza ritual, ante lo cual María de Magdala sólo podría haber ido el sábado al caer el sol -luego de la primer estrella-, y nó antes. Pero nada dice de que haya ido el tercer día post crucifixión: la construcción es simbólica, pues en verdad se trata de un nuevo día que no es tanto cronológico sino fundante del tiempo definitivo de la Salvación, de la victoria de Cristo sobre la muerte.
Un nuevo día. Todo estaba sumido en las sombras, en una oscuridad que refleja la tristeza de María, la luz de la fé que está ausente, y será Cristo quien la iluminará. Cristo enciende todas las luces en nuestras noches.
Ella vé que la enorme piedra que obtura el acceso a la tumba nueva está corrida; piensa -con razón- que como una afrenta postrera, los enemigos del Maestro han robado el cadáver, quizás también en la idea de negarle a sus seguidores un sitio de encuentro y veneración, y así su tristeza dá paso a la desolación, al horror.
Que ella corra a dar parte de lo ocurrido a Simón Pedro y al Discípulo Amado tiene una gran importancia, pues es el símbolo de la comunión eclesial que debe permanecer firme aún en los momentos más difíciles. Pero hay más, siempre hay más.
Ella es mujer, y como tal carece de voz y de derechos legales. De ese modo, los dos apóstoles -Pedro y el Discípulo Amado- haciéndose presentes en la tumba vacía será importantísima: ellos dos conformarán los extremos jurídicos requeridos para que un testimonio sea veraz, la verdad de una tumba que es inútil, que ya no es hogar de la muerte porque la muerte ha sido vencida.
La noticia les pone prisas. Ellos corren como nunca lo han hecho, pero el Discípulo Amado se adelanta, llega primero. Quizás ello delate que es más joven que el pescador amigo del Señor, roca de la comunidad. Pero en verdad se trata del amor, que llega siempre antes y con mayor profundidad que cualquier razón.
El Discípulo Amado mira la tumba vacía, los lienzos que hacían de mortaja apartados, inservibles porque no hay un cuerpo muerto que contener. El Discípulo Amado no ingresa a la tumba vacía, pero mira, vé y cree. Su mirada se aclara y se vuelve profunda desde la fé.
Tradicionalmente se ha asociado al Discípulo Amado con el Evangelista Juan, hermano de Santiago, hijo de Zebedeo y Salomé, y razones no faltan. Algunos exégetas, en cambio, lo identifican con Lázaro de Betania, amigo del Señor.
Sin embargo, hay un dato significativo: el Discípulo Amado no tiene, en esta lectura, un nombre que lo identifique. Allí pueden estar los nombres de cada uno de nosotros, y por ello el Discípulo Amado es la comunidad cristiana, testigo fiel de la resurección de Cristo.
Del pesebre pobre y humilde de Belén nada se esperaba.
De la tumba sólo se supone muerte y final. Pero el Padre de Jesús de Nazareth empuja la vida con su Gracia en un pesebre en donde todo comienza y en una tumba inútil en donde todo amanece de manera definitiva.
Paz y Bien
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