Evangelio según San Mateo 6, 7-15
(Con el correr de los años vamos madurando, incorporando conocimientos y vivencias, y quizás también volviéndonos día a día más complejos. No está mal, claro está, se trata de el lógico proceso de crecimiento de todos, desde los balbuceos iniciales de los bebés hacia el discurso más elaborado del adulto.
El problema es que en medio de esos ápices, se nos vá diluyendo la confianza primordial, y una maraña de palabras nos oculta la Palabra.
Cuando Jesús enseña a los suyos a orar -a los Doce, a sus seguidores, a mujeres y hombres de toda la historia de la humanidad- revela a un Dios que no es tan lejano ni tan inaccesible como muchos creen... o como nos han hecho creer.
Él lo descubre en las honduras de su corazón sagrado, y nos descubrimos hijas e hijos capaces de llamar a Dios Abbá! -Papá!- porque, precisamente, Jesús de Nazareth es su hijo. Somos hijos por ese Hijo, y con la maravillosa alegría de sabernos hijos nos dirigimos a Él con sencillez y confianza inquebrantables.
Es una cuestión filial, de Padre a hijos, y por ello mismo se torna una cuestión familiar plena de realidad y lejana de cualquier asomo declamatorio. Por ello la causa de Dios está intrínseca e inseparablemente unida a la causa de los hermanos.
Así nos dirigimos a ese Padre que está en los cielos, que es el Totalmente Otro pero que sin embargo está cerca, muy cerca, palpitando en cada corazón.
Así suplicamos que se santifique su Nombre, que Él se siga revelando como Padre Redentor, como horizonte personal de plenitud y humanidad.
Así suplicamos que el Reino venga, que se haga tiempo, que se haga historia, que se haga aquí y ahora la vida, la libertad, la felicidad.
Así reconocemos que ese Padre jamás se desentiende de sus hijos ni de lo que les sucede, por eso rogamos que la voluntad de Dios -la vida en plenitud- acontezca en sus ámbitos que no son solamente celestiales, sino que acampan en estos arrabales que somos.
Así suplicamos por el pan, el pan que se comparte y reparte, que alcanza para todos y aún queda más, pan de mesa grande compartida, pan de justicia para que nadie más pase hambre, el pan de Dios que es el pan de todos, Jesús de Nazareth haciéndose pan para los demás.
Así rogamos que perdone nuestras ofensas, nuestras miserias, porque el perdón libera y sana, el perdón es la expresión más cabal de ese rostro bondadoso y paterno de ese Dios revelado por el Hijo, un perdón que se vuelca hacia los demás porque nos sabemos perdonados incondicionalmente, y rogamos también -como antaño- que se perdonen nuestras deudas, porque es menester hacer presente el jubileo de liberación de ese Cristo hermano y compañero, superando toda desigualdad que anula gentes, que deshumaniza, que agobia corazones, que insulta trabajo, que aniquila esfuerzos, que ofende honestidad.
Así imploramos que no nos deje caer en la tentación del olvido y la omisión, pues cuando olvidamos al hermano renegamos de ese Dios que nos reune y nos busca sin descanso, la peligrosa tentación de no reconocernos frágiles, de buscar atajos milagreros y desandar caminos fecundos, y decimos con esperanza que palpita que nos libre del mal, de mal que nos hacen y del mal que hacemos, del egoísmo que separa y mata, del la soberbia de creermos más que otros, de la simulación constante sin compromiso.
La mejor de las noticias es que Dios nos ama, que somos hijas e hijos y que podemos superar cualquier espiritualidad de trueque piadoso o de religión repetitiva porque en cada rostro podemos encontrar las huellas filiales de Aquél que resplandece en cada ser humano)
Paz y Bien
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