Evangelio según San Lucas 4, 1-13
(Este Mesías no se adapta a los modelos ni a las ideas que se tienen de Él.
El mismo Espíritu que lo había proclamado como Hijo muy amado de Dios, que descendió sobre Él en el bautismo a orillas del río, ese Espíritu que lo inunda e impulsa, lo conduce ahora hacia el desierto, a un tiempo de soledad fecunda, de crisol, de maduración, de honrar ese horizonte bautismal que ha descubierto.
Es Dios-con-nosotros, Emmanuel. Por la Encarnación, este Cristo se hace uno de nosotros, uno más en nuestras miserias y desdichas, en nuestros abismos abiertos.
No es una figura excelsamente lejana, no es un Dios disfrazado de hombre, no es tampoco un humano superpoderoso. Es un hermano más, un compañero, un conocedor profundo, en su piel y en sus huesos, de todo el mal ante el que solemos sucumbir. Sin embargo, Él permanece fiel a su Padre y a esa alianza jamás quebrantada y siempre honrada.
La primera de las tentaciones lo hermana en comunión total con todos los hambrientos de todas las épocas. Allí el Enemigo propone la persistente solución individual y egoísta, en donde el hambre se calma pero no se cambian las causas del hambre desde esa justicia que se enraiza en el amor de Dios. Jesús de Nazareth no acepta un pan que no sea fruto de la justicia, ni un pan que nos ciegue la trascendencia, porque hay un pan que es sustento del cuerpo y hay un pan que es sustento del alma.
La segunda de las tentaciones pretende encaramarlo a los estrados del poder y la opresión, en donde no hay sitio para la fraternidad, la comunión, la solidaridad. Es la tentación de volverse un Mesías imponente, pleno de gloria mundana que humilla a sus enemigos con violentas victorias, que gobierna como gobiernan los poderosos de la tierra, un reino que nada tiene que ver con el Reino de su Padre en donde los últimos son los primeros, en donde el poder sólo se entiende desde el servicio. Jesús es el hijo de María de Nazareth, la misma que cantó a ese Dios que derriba a los poderosos de sus tronos y exalta a los humildes, un Cristo que morirá en la cruz ofreciendo su vida para que nadie más sea crucificado, un Rey extraño que hace de la muerte una victoria para la vida.
La tercera tentación es la de transformar la fé en un show, en un mero espectáculo, un dios manipulable de acuerdo a capricho, una plétora de gestos cultuales carentes de corazón, el milagro como hecho banal y no como signo cierto del amor inconmensurable de ese Dios que se hace hombre y que, por ello mismo, es tentado por el Enemigo. Pero ese Dios que se hace hombre no renuncia a su vocación ni se resigna, se mantiene entero porque su Padre lo ama y porque nada ni nadie puede alejarlo ni confundirle ese amor.
Las tentaciones siempre están presentes, señal de que somos imperfectos, incompletos, falibles. No está mal tener ciertos recelos a la hora de presentarse las posibilidades de caer.
Pero también son motivo de esperanza. El hermano mayor se mantuvo en pié, se mantuvo fiel, ni la cruz lo hizo retroceder, nuestro hermano y nuestro Señor, Jesús de Nazareth)
Paz y Bien
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