La Transfiguración del Señor
Para el día de hoy (06/08/12):
Evangelio según San Marcos 9, 2-10
(Cristo se engendró en María porque Ella escuchó la Palabra y la hizo vida.
Y el mismo Jesús enseñaba que habían de ser felices aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la practican. Así nació esta familia grande que llamamos Iglesia, impulsada por el Espíritu y escuchando atentamente a Aquél que la sigue convocando a través de los tiempos.
La escucha es uno de los fundamentos primordiales de la verdad, y por ende, de la libertad.
Sin embargo, en estos tiempos no sabemos mucho de escucha. Sí conocemos la sobreabundancia de ruidos, a los que nos hemos habituado a oír, sonidos informes carentes de sentido provenientes de todas partes, mares de información mediatizada -los medios se han autotransformado en fines-; aún así, lo peor ha sido que hemos perdido cierta sensibilidad, aquella que nos permite oír y escuchar al otro como tal.
Oímos los llantos, los dolores y alegrías, los sonidos de existencias distintas a las nuestras, pero estas no hacen mella e la coraza que impusimos a nuestros corazones.
La Palabra para el día de hoy -el relato de la Transfiguración del Señor- florece en signos y símbolos, señales que nos orientan la mirada al camino cierto, símbolos plenos que nos asoman la eternidad.
El Maestro se vá con tres discípulos puntuales, específicos, Pedro, Santiago y Juan, que también serán testigos de su Pasión en el Gólgota. Los testigos de Jesús no son genéricos o abstractos, siempre son personas concretas de carne y hueso, con sus luces y sombras, con sus fidelidades y quebrantos, con nombre y apellido. Allí en donde están los nombres de los tres compañeros bien pueden estar los nuestros, pues ser testigos es descubrir ese llamado tan especial, y contar con hechos y Palabras ese amor infinito de Cristo en la cruz, amor de Dios entre nosotros.
Han subido a un monte, que simboliza ascender a las alturas del encuentro con Dios. El Sinaí de Moisés, el Moria de Abraham, el Carmelo de Elías, el Gólgota del Señor. Nosotros tenemos nuestros montes también, y no es tanto una puntualización geográfica como más bien una disposición del corazón. Aún en el bullicio de estas ciudades a menudo brutales, podemos ascender al encuentro de Aquél que siempre nos está buscando. Nuestros montes son los espacios santos en donde Dios se nos manifiesta, y no necesariamente será en un templo.
Nuestros montes han de ser nuestros hermanos dolientes.
Allí, en esas alturas del alma, se revela Jesús de Nazareth como clave/llave de toda la historia humana y de todo el universo. Elías -los profetas- y Moisés -la Ley- conversan con Cristo bañados en luz resplandeciente; es la luz de la verdad, es la hermenéutica exacta de las almas humildes que sólo comprenden todo significado a través de ese Crucificado que, lo saben, está mucho más allá de las paredes en donde cuelgan sus afectuosas cruces memoriales.
Todo tiene sentido a través de Cristo, todo se aclara, todo resplandece, todo se transforma y eso en cierto modo asusta. La verdad suele desacomodarnos de los estados confortables de engaño que hábil y pacientemente tejemos por nuestros miedos y mezquindades.
Por eso mismo, somos Pedro queriendo hacer tres tiendas para quedarnos allí, para prolongar por siempre ese momento increíble, asombroso, sobrecogedor, y es la persistente tentación de la Iglesia al suponer que Cristo le pertenece, y que debe establecerse allí mismo, en tiendas exclusivas y cerradas que perpetúen los momentos gratos.
Pero se ignora así la Pasión, y se ignora la maravillosa Gracia, tiempo de Dios y el hombre tejiendo eternidad en la historia.
Es un tesoro extraño: se multiplica al compartirse, por ello es menester no quedarse, no afincarse, retomar nuestra vocación de peregrinos de toda esperanza.
Porque la realidad y el mundo pueden y deben ser transfigurados también, de tal modo que en el llano ninguna mujer y ningún hombre habiten más en las tinieblas y el desconsuelo.
Hay que bajar confiados, portadores de esa esperanza que se cifra en escuchar al Crucificado que es el Resucitado.
Es el Hijo Amado, y por Él, todos somos amados, todos, sin excepción, amadísimas hijas e hijos de Aquél que no descansa por nuestro bien y que está dispuesto a todo)
Paz y Bien
Y el mismo Jesús enseñaba que habían de ser felices aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la practican. Así nació esta familia grande que llamamos Iglesia, impulsada por el Espíritu y escuchando atentamente a Aquél que la sigue convocando a través de los tiempos.
La escucha es uno de los fundamentos primordiales de la verdad, y por ende, de la libertad.
Sin embargo, en estos tiempos no sabemos mucho de escucha. Sí conocemos la sobreabundancia de ruidos, a los que nos hemos habituado a oír, sonidos informes carentes de sentido provenientes de todas partes, mares de información mediatizada -los medios se han autotransformado en fines-; aún así, lo peor ha sido que hemos perdido cierta sensibilidad, aquella que nos permite oír y escuchar al otro como tal.
Oímos los llantos, los dolores y alegrías, los sonidos de existencias distintas a las nuestras, pero estas no hacen mella e la coraza que impusimos a nuestros corazones.
La Palabra para el día de hoy -el relato de la Transfiguración del Señor- florece en signos y símbolos, señales que nos orientan la mirada al camino cierto, símbolos plenos que nos asoman la eternidad.
El Maestro se vá con tres discípulos puntuales, específicos, Pedro, Santiago y Juan, que también serán testigos de su Pasión en el Gólgota. Los testigos de Jesús no son genéricos o abstractos, siempre son personas concretas de carne y hueso, con sus luces y sombras, con sus fidelidades y quebrantos, con nombre y apellido. Allí en donde están los nombres de los tres compañeros bien pueden estar los nuestros, pues ser testigos es descubrir ese llamado tan especial, y contar con hechos y Palabras ese amor infinito de Cristo en la cruz, amor de Dios entre nosotros.
Han subido a un monte, que simboliza ascender a las alturas del encuentro con Dios. El Sinaí de Moisés, el Moria de Abraham, el Carmelo de Elías, el Gólgota del Señor. Nosotros tenemos nuestros montes también, y no es tanto una puntualización geográfica como más bien una disposición del corazón. Aún en el bullicio de estas ciudades a menudo brutales, podemos ascender al encuentro de Aquél que siempre nos está buscando. Nuestros montes son los espacios santos en donde Dios se nos manifiesta, y no necesariamente será en un templo.
Nuestros montes han de ser nuestros hermanos dolientes.
Allí, en esas alturas del alma, se revela Jesús de Nazareth como clave/llave de toda la historia humana y de todo el universo. Elías -los profetas- y Moisés -la Ley- conversan con Cristo bañados en luz resplandeciente; es la luz de la verdad, es la hermenéutica exacta de las almas humildes que sólo comprenden todo significado a través de ese Crucificado que, lo saben, está mucho más allá de las paredes en donde cuelgan sus afectuosas cruces memoriales.
Todo tiene sentido a través de Cristo, todo se aclara, todo resplandece, todo se transforma y eso en cierto modo asusta. La verdad suele desacomodarnos de los estados confortables de engaño que hábil y pacientemente tejemos por nuestros miedos y mezquindades.
Por eso mismo, somos Pedro queriendo hacer tres tiendas para quedarnos allí, para prolongar por siempre ese momento increíble, asombroso, sobrecogedor, y es la persistente tentación de la Iglesia al suponer que Cristo le pertenece, y que debe establecerse allí mismo, en tiendas exclusivas y cerradas que perpetúen los momentos gratos.
Pero se ignora así la Pasión, y se ignora la maravillosa Gracia, tiempo de Dios y el hombre tejiendo eternidad en la historia.
Es un tesoro extraño: se multiplica al compartirse, por ello es menester no quedarse, no afincarse, retomar nuestra vocación de peregrinos de toda esperanza.
Porque la realidad y el mundo pueden y deben ser transfigurados también, de tal modo que en el llano ninguna mujer y ningún hombre habiten más en las tinieblas y el desconsuelo.
Hay que bajar confiados, portadores de esa esperanza que se cifra en escuchar al Crucificado que es el Resucitado.
Es el Hijo Amado, y por Él, todos somos amados, todos, sin excepción, amadísimas hijas e hijos de Aquél que no descansa por nuestro bien y que está dispuesto a todo)
Paz y Bien
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