Para el día de hoy (20/02/12):
Evangelio según San Marcos 9, 14-29
(Jesús se había transfigurado en el monte Tabor, promesa cierta de plenitud y diálogo de la eternidad con la finitud humana. Es uno de esos momentos que uno desearía que nunca finalicen, que se perpetúen para siempre, congelándose como una fotografía; ese es el ánimo de Pedro y sus ganas de quedarse, de construirse cómodas tiendas.
Pero Jesús despierta todo adormecimiento, hay que bajar al llano de la vida diaria portando la mejor de las noticias, llevando esa luz que no se apaga allí en donde abundan las sombras.
Jesús, Pedro, Santiago y Juan llegan a destino y se encuentran con una encendida disputa entre escribas y los otros discípulos que no habían estado allí en la cima del monte. La amplitud de la disputa es proporcional a la vastedad de la multitud: de un lado, los profesionales de la religión, expertos en códigos y cánones que suponen la total pasividad de una humanidad que debe esperar sumisa el actuar de su Dios en un futuro incierto, cuando las pautas piadosas se cumplan puntillosamente exactas. Del otro lado, los discípulos que no admiten ese quietismo, que rebullen en pura acción pero que, sin embargo, sostienen en su interior los mismos esquemas y preconceptos de sus adversarios dialécticos.
Todo se ha desatado a raíz de un niño enfermo -todo nos indica que sufre de epilepsia- y que por los criterios de aquel entonces no está enfermo, sino más bien está poseso por un demonio bravo que lo domina. Los discípulos no han podido hacer nada por él.
El pueblo ya no cree en esos especialistas en la fé, confían en su alma en la bondad el Maestro. No obstante cometen el error de presuponer que la identidad entre Jesús y los discípulos es total.
La discusión se agrava porque es un mudo vociferándole a un sordo incapaz de oírle. La soberbia de unos y otros los incapacita para la Palabra, palabra dicha y palabra que se escucha y el resultado es que el mal permanece: el niño no se restablece y su sufrimiento continúa.
Contra todo cálculo, el Señor no cura inmediatamente al niño: es menester sanar primero los corazones. El padre de ese niño posee una urdimbre de amor paternal y fé vacilante, un tironeo interno brutal e impiadoso. Ese desgarro de su alma derrotada se expresa en las cavilaciones violentas de ese pequeño cuerpo sometido a la enfermedad.
Sólo cuando se restablece la fidelidad y la confianza todo puede cambiar, y pueden suceder los milagros, a pesar de que para ciertas miradas esa vida renovada se aparezca como muerta; tan enraizados están esos criterios de exclusión en las mentes, que cuando son extirpados producen una conmoción a menudo muy dolorosa.
¿Cómo comenzar a sanarnos?
La oración es el paso de ese éxodo, Pascua de la fé y la liberación: es volvernos capaces de escuchar a ese Dios que se ha hecho Palabra para que desterremos todo mutismo que nos separa del otro, que nos impide escucharnos y entendernos yendo al encuentro de Dios en el hermano)
Paz y Bien
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