Para el día de hoy (16/02/12):
Evangelio según San Marcos 8, 27-33
(Jesús y los discípulos están en Cesarea de Filipo, y éste no es un dato menor: es la ciudad capital del reinado de Herodes, ciudad levantada en honor del emperador extranjero que sojuzga a Israel, ciudad del poder omnímodo que no respeta vida alguna, ciudad en donde un rey brutal y torpe, en nombre de su pueblo, inclina la cabeza y dobla su rodilla frente a la dominación imperial.
Precisamente allí la idea de un Mesías había de ser extrema, es decir, o bien un Mesías inexistente -figura decorativa, lejana e inaccesible-, o bien un Mesías exclusivo, un lógico Redentor nacional y exclusivo de Israel que derrote de modo flagrante a la bota romana que domina la tierra santa.
Entre estos dos extremos, hay una constante: una imagen mesiánica adecuada a cada necesidad, una caricatura adaptable a cada conveniencia, con un cariz escatológico de llegada inminente gloriosa, vencedora, teología del éxito. Por ello para algunos será el Bautista, para otros Elías, profetas de la llegada muy cercana del día de Yahveh.
De allí que frente a la pregunta del Maestro, la confesión de Pedro resuene por su contundencia: -Tú eres el Mesías-.
Pero aún así, no es suficiente, Pedro debe hacer su éxodo de Pasión y Cruz, de vida y Resurrección. Jesús de Nazareth comienza a confiar a los suyos que su misión pasará por la entrega, por el sacrificio, por la ofrenda y la mansedumbre. Será juzgado y decidida su suerte por los poderosos, por aquellos que deciden por las almas y las mentes del pueblo de Israel desde los privilegios del Sanedrín, es decir, la nobleza laica de los ancianos, el clero sacerdotal y los escribas/fariseos.
Es intolerable: no es nada fácil aceptar a un Mesías que acepta sin más la copa amarga de la derrota y la aparente hiel de los despojos, un Salvador que se entrega sin luchar a manos de sus enemigos. Ello provoca furores en Pedro, que lo lleva aparte del grupo para reprenderlo acerca de lo que está diciendo: él, al igual que muchos de nosotros, ansiamos un Mesías maleable, manipulable, un dios que nos obedezca y que responda a nuestros deseos y frustraciones, un redentor que siga nuestros pasos.
Por ello cuando predicamos a un Jesús de Nazareth -Cristo de Dios- ajeno a la realidad de la cruz, en cierta manera nos ponemos del lado de los sanedritas, consuetudinarios adversarios de todo sacrificio, adversarios del amor y del servicio.
Un Salvador lejano, celestial, coronado con oros y realeza que aplasta a sus enemigos -antes bien, a los nuestros; un Cristo revolucionario, totalmente del más acá, un Jesús ideologizado, un Maestro sanador y milagrero, un Redentor acotado a los laberintos de la razón pura exenta de todo corazón.
Es imprescindible que vuelva a calarnos hondo la pregunta, y que nos duela -y ustedes, ¿quien dicen que soy yo?-, para reencontrarnos con el eterno Servidor sufriente que derrota a toda muerte desde la entrega y la gratuidad, desde el sacrificio desinteresado por el otro)
Paz y Bien
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