Para el día de hoy (19/02/12):
Evangelio según San Marcos 2, 1-12
(En toda circunstancia, la clave es ponerse en el lugar del otro; este principio fundante es raíz de todo destino, esa misericordia que sostiene al universo.
Ponerse en el lugar del otro es asumir totalmente como propio el sufrimiento del hermano -eso que conocemos como compasión-, es atreverse a transformar mente y corazón, a poner el cuerpo, a jugarse la vida.
Así entonces, por un momento, podemos situarnos en ese momento específico en Cafarnaúm: no necesitamos máquinas del tiempo, espectáculos hollywoodenses o magias torpes e inciertas, pues todo está al alcance de un corazón grande.
En esa casa Jesús de Nazareth no sólo tiene un lugar desde donde partir y hacia donde regresar luego de sus pasos misioneros: en esa casa comienza a construir un espacio alternativo de comunidad y libertad, frente a la árida rigidez de la estructura sinagogal, en contrario a un Templo que ha olvidado hace tiempo a su Dios. En el ámbito aparentemente profano del hogar se vá edificando la vida nueva, significando que lo sagrado se encuentra en las honduras de cada alma, que cada hombre y cada mujer son templos santos de Aquél que es la vida, y que desde la comunidad se descubre la eternidad.
En esa alteridad sagrada, podemos mirar y ver con otros ojos a ese hombre postrado, lisiado de cualquier movimiento, condenado a observar el devenir de la propia vida como mero espectador.
Su postración es doble: su cuerpo doblegado por la enfermedad y su alma sometida por una ley cruel -y normas más inhumanas aún- que atribuyen a pecados propios o de los padres el origen de su mal. En cierto modo, en esa lógica perversa está sobradamente justificado el dolor y es necesaria la enfermedad: el por algo será encuentra su raíz allí.
Por fortuna -mejor dicho, por bendición inconmensurable- hay quienes no se resignan jamás, mujeres y hombres de fé inquebrantable que con sus impurezas y sus pequeñeces a cuesta, se atreven a abrir a lo imposible por el otro que sufre, almas imprescindibles que a diario abren brechas en los sólidos muros con que intentamos rodear a ese Cristo que es de todos, de toda la humanidad, hombres y mujeres de la compasión y el coraje capaces de ponerse al hombro, humildemente, el dolor del prójimo.
Con toda esa mentalidad espúrea de impurezas y exclusiones, Jesús declara la liberación de ese mal que oprime, es decir, que sus pecados han sido perdonados, en parte para desatar los nudos que castigan al enfermo, en parte también para que esas almas mezquinas de fariseos y escribas entiendan que es el tiempo nuevo de la Gracia y la Misericordia, que ese andamiaje que sostienen no es cosa de Dios.
La respuesta es inevitable: Jesús de Nazareth es un blasfemo porque adopta para sí la exclusiva prerrogativa de Dios de perdonar los pecados.
No les importa el hombre restituido en toda su integridad, los enfurece que no les haya pedido permiso, que haga lo que quiera, que se atreva a condonar maldades sin analizar cuidadosamente la tablatura de castigos que norma la tradición.
No serán capaces de entender mientras no acepten que no se trata de gestos determinados, de ritos preescritos: es Dios mismo quien se hace perdón como lluvia fresca que alivia nuestros desiertos de pesar.
Así entonces nos queda una invitación a ser constructores de espacios nuevos y eficaces buscadores de brechas por donde la vida y la liberación puedan correr con la fluidez increíble e incontenible de la Gracia.)
Paz y Bien
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