Para afrontar los tiempos difíciles –para superarlos en la fecundidad y
la fuerza transformadora de la esperanza- hace falta ser pobres.
Habíamos confiado excesivamente en la técnica, la ciencia y la fuerza de los hombres. Descubrimos al hombre y su historia, el tiempo y el mundo,
pero nos olvidamos de Dios y perdimos la perspectiva de lo eterno.
Nos hemos sentido demasiado seguros en nosotros mismos.
Por eso, la primera condición para esperar de veras es ser pobre.
Sólo los pobres –que se sienten inseguros en sí mismos,
sin derecho a nada, ni ambición de nada- saben esperar.
Porque ponen en sólo Dios toda su confianza.
Están contentos con lo que tienen.
Los verdaderos pobres no son nunca violentos,
pero son los únicos que poseen el secreto
de las transformaciones profundas.
Tal vez esto parezca una ilusión.
No lo es si nos ponemos en la perspectiva del plan del Padre,
incomprensible para nosotros, y de la acción del Espíritu.
No olvidemos que los frutos del Espíritu son amor, alegría, paz (Gál. 5,22).
Los tiempos difíciles se manifiestan cuando las cosas
o los hombres nos aprisionan, limitan nuestra libertad,
oscurecen el horizonte o nos impiden ser fieles
al designio del Padre y a la realización de nuestra vocación divina…
Una manifestación clara de la falta de pobreza
es la seguridad en sí mismo y el desprecio de los otros…
Es interesante comprobar que los tiempos
se vuelven particularmente difíciles
cuando uno cree tener la clave infalible
para la solución de todos los problemas.
Cuando, por ejemplo, en la Iglesia
algunos creen que son los únicos pobres
y que han entendido el Evangelio,
que han descubierto el secreto para hacer más transparente
y cercano a Jesucristo o que son los únicos verdaderamente
comprometidos con la liberación del hombre,
mientras otros sienten que son los únicos fieles
a la riqueza de la tradición
o se sienten maestros infalibles de sus hermanos.
O también en la sociedad civil,
cuando se piensa superficialmente que los otros no hicieron nada
y que la única fórmula para transformar el mundo la posee uno.
El fracaso sucesivo de los hombres
–con la consiguiente desilusión para con los jóvenes-
tendría que ser un llamado a la pobreza.
La pobreza no es sólo una virtud cristiana:
es actitud necesaria y primerísimo de los hombres grandes.
Las tensiones se originan con frecuencia
por el pretendido derecho a la exclusividad
de la verdad y de la santidad.
La paz sólo se da entre corazones disponibles,
y la disponibilidad supone la pobreza…
La fortaleza es necesaria para asumir la cruz con alegría,
como el gran don del Padre,
que prepara la fecundidad para los tiempos nuevos.
Hay un modo de vivir la cruz con amargura,
resentimiento o tristeza.
Pero la cruz es inevitable en nuestra vida,
y para los cristianos, es condición esencial del seguimiento de Jesús.
No fuimos hechos para la cruz,
pero es necesario pasarla para poder entrar en la gloria (Lc. 24,26).
Hay almas privilegiadas que sufren mucho;
más todavía, su gran privilegio es la cruz.
Los amigos, como en el caso de Job, quisieran evitársela.
También Pedro, cuando no entendió el anuncio de la pasión (MT. 16, 22).
O como la crucifixión del Señor, los judíos quisieron verlo
descender de la cruz para creer en El (Mt. 27,42).
Hoy más vale creemos a un hombre que nos habla desde la cruz
con un lenguaje de alegría y de esperanza.
Porque su testimonio nace de una profunda experiencia de Dios...
Los tiempos difíciles pueden perder el equilibrio.
Pero la falta de equilibrio agrava todavía más
la dificultad de los tiempos nuevos.
Porque se pierde la serenidad interior,
la capacidad contemplativa de ver lejos
y la audacia creadora de los hombres del Espíritu.
Cuando falta el equilibrio aumenta la pasividad del miedo
o la agresividad de la violencia.
Los tiempos difíciles exigen hombres fuertes;
es decir, que vivan en la firmeza y perseverancia de la esperanza.
Para ello hacen falta hombres pobres y contemplativos,
totalmente desposeídos de la seguridad personal
para confiar solamente en Dios,
con una gran capacidad para descubrir cotidianamente
el paso del Señor en la historia
y para entregarse con alegría al servicio de los hombres
en la constitución de un mundo más fraterno y cristiano.
Es decir, hacen falta hombres nuevos,
capaces de saborear la cruz
y contagiar el gozo de la resurrección,
capaces de amar a Dios sobre todas las cosas
y al prójimo como a sí mismos,
capaces de experimentar la cercanía de Jesús
y de contagiar al mundo la esperanza.
Capaces de experimentar que “el Señor está cerca” (Flp. 4,4)
y por eso son imperturbablemente alegres,
y de gritar a los hombres que “el Señor viene” (1 Cor. 16,22),
y por eso viven en la inquebrantable solidez de la esperanza.
Hombres que han experimentado a Dios en el desierto
y han aprendido a saborear la cruz.
Por eso ahora saben leer en la noche los signos de los tiempos,
están decididos a dar la vida por sus amigos
y, sobre todo, se sienten felices de sufrir
por el Nombre de Jesús
y de participar así hondamente en el misterio de su Pascua.
Porque, en la fidelidad a la Palabra,
han comprendido que los tiempos difíciles
son los más providenciales y evangélicos
y que es necesario vivirlos desde la profundidad de la contemplación
y la serenidad de la cruz.
De allí surge para el mundo la victoria de la fe (1 Jn. 5,4),
que se convierte para todos en fuente de paz, de alegría y de esperanza.
la fuerza transformadora de la esperanza- hace falta ser pobres.
Habíamos confiado excesivamente en la técnica, la ciencia y la fuerza de los hombres. Descubrimos al hombre y su historia, el tiempo y el mundo,
pero nos olvidamos de Dios y perdimos la perspectiva de lo eterno.
Nos hemos sentido demasiado seguros en nosotros mismos.
Por eso, la primera condición para esperar de veras es ser pobre.
Sólo los pobres –que se sienten inseguros en sí mismos,
sin derecho a nada, ni ambición de nada- saben esperar.
Porque ponen en sólo Dios toda su confianza.
Están contentos con lo que tienen.
Los verdaderos pobres no son nunca violentos,
pero son los únicos que poseen el secreto
de las transformaciones profundas.
Tal vez esto parezca una ilusión.
No lo es si nos ponemos en la perspectiva del plan del Padre,
incomprensible para nosotros, y de la acción del Espíritu.
No olvidemos que los frutos del Espíritu son amor, alegría, paz (Gál. 5,22).
Los tiempos difíciles se manifiestan cuando las cosas
o los hombres nos aprisionan, limitan nuestra libertad,
oscurecen el horizonte o nos impiden ser fieles
al designio del Padre y a la realización de nuestra vocación divina…
Una manifestación clara de la falta de pobreza
es la seguridad en sí mismo y el desprecio de los otros…
Es interesante comprobar que los tiempos
se vuelven particularmente difíciles
cuando uno cree tener la clave infalible
para la solución de todos los problemas.
Cuando, por ejemplo, en la Iglesia
algunos creen que son los únicos pobres
y que han entendido el Evangelio,
que han descubierto el secreto para hacer más transparente
y cercano a Jesucristo o que son los únicos verdaderamente
comprometidos con la liberación del hombre,
mientras otros sienten que son los únicos fieles
a la riqueza de la tradición
o se sienten maestros infalibles de sus hermanos.
O también en la sociedad civil,
cuando se piensa superficialmente que los otros no hicieron nada
y que la única fórmula para transformar el mundo la posee uno.
El fracaso sucesivo de los hombres
–con la consiguiente desilusión para con los jóvenes-
tendría que ser un llamado a la pobreza.
La pobreza no es sólo una virtud cristiana:
es actitud necesaria y primerísimo de los hombres grandes.
Las tensiones se originan con frecuencia
por el pretendido derecho a la exclusividad
de la verdad y de la santidad.
La paz sólo se da entre corazones disponibles,
y la disponibilidad supone la pobreza…
La fortaleza es necesaria para asumir la cruz con alegría,
como el gran don del Padre,
que prepara la fecundidad para los tiempos nuevos.
Hay un modo de vivir la cruz con amargura,
resentimiento o tristeza.
Pero la cruz es inevitable en nuestra vida,
y para los cristianos, es condición esencial del seguimiento de Jesús.
No fuimos hechos para la cruz,
pero es necesario pasarla para poder entrar en la gloria (Lc. 24,26).
Hay almas privilegiadas que sufren mucho;
más todavía, su gran privilegio es la cruz.
Los amigos, como en el caso de Job, quisieran evitársela.
También Pedro, cuando no entendió el anuncio de la pasión (MT. 16, 22).
O como la crucifixión del Señor, los judíos quisieron verlo
descender de la cruz para creer en El (Mt. 27,42).
Hoy más vale creemos a un hombre que nos habla desde la cruz
con un lenguaje de alegría y de esperanza.
Porque su testimonio nace de una profunda experiencia de Dios...
Los tiempos difíciles pueden perder el equilibrio.
Pero la falta de equilibrio agrava todavía más
la dificultad de los tiempos nuevos.
Porque se pierde la serenidad interior,
la capacidad contemplativa de ver lejos
y la audacia creadora de los hombres del Espíritu.
Cuando falta el equilibrio aumenta la pasividad del miedo
o la agresividad de la violencia.
Los tiempos difíciles exigen hombres fuertes;
es decir, que vivan en la firmeza y perseverancia de la esperanza.
Para ello hacen falta hombres pobres y contemplativos,
totalmente desposeídos de la seguridad personal
para confiar solamente en Dios,
con una gran capacidad para descubrir cotidianamente
el paso del Señor en la historia
y para entregarse con alegría al servicio de los hombres
en la constitución de un mundo más fraterno y cristiano.
Es decir, hacen falta hombres nuevos,
capaces de saborear la cruz
y contagiar el gozo de la resurrección,
capaces de amar a Dios sobre todas las cosas
y al prójimo como a sí mismos,
capaces de experimentar la cercanía de Jesús
y de contagiar al mundo la esperanza.
Capaces de experimentar que “el Señor está cerca” (Flp. 4,4)
y por eso son imperturbablemente alegres,
y de gritar a los hombres que “el Señor viene” (1 Cor. 16,22),
y por eso viven en la inquebrantable solidez de la esperanza.
Hombres que han experimentado a Dios en el desierto
y han aprendido a saborear la cruz.
Por eso ahora saben leer en la noche los signos de los tiempos,
están decididos a dar la vida por sus amigos
y, sobre todo, se sienten felices de sufrir
por el Nombre de Jesús
y de participar así hondamente en el misterio de su Pascua.
Porque, en la fidelidad a la Palabra,
han comprendido que los tiempos difíciles
son los más providenciales y evangélicos
y que es necesario vivirlos desde la profundidad de la contemplación
y la serenidad de la cruz.
De allí surge para el mundo la victoria de la fe (1 Jn. 5,4),
que se convierte para todos en fuente de paz, de alegría y de esperanza.
Siervo de Dios R.P. Eduardo F. Cardenal Pironio
2 comentarios:
:a reflexión que has publicado es muy bella y sabia. La pobreza mas importante es la interior.Y muchas veces son las enfermedades, las persecuciones, las dificultades , en definitiva las cruces de nuestra vida las que nos conducen rapidamente a la pobreza ,si las aceptamos.
Exacto, hay que estar despojados de toda seguridad para sólo confiar en Dios. Muchas gracias por tus palabras. Un saludo fraterno en Cristo y María. Paz y Bien. Ricardo
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