El Inmaculado Corazón de María
Para el día de hoy (20/06/20):
Evangelio según San Lucas 2, 41-51
Ellos, humildes galileos -familia pobre de Nazareth- van a Jerusalem como todos los años para la Pascua. Su hijo querido ya está abandonando la niñez, tal es la cultura de su tiempo, y se está convirtiendo en hombre, en un varón con todos los derechos y deberes frente a la Ley. Tiene doce años, tiempo del Bar Mitzvah, que significa literalmente convertirse en hijo de los mandamientos.
Ellos van sin falta, cumplen al pié de la letra sus obligaciones religiosas que son también tradiciones nacionales. Es decir, van a cumplir con Dios y con su patria.
Como la Sagrada Familia, entre nosotros hay gentes así, tan necesarias, gentes humildes que nunca se detienen, presencia humilde y sagrada de Dios entre nosotros, tenaces y silentes en su fé, que a pesar de todo permanecen firmes y fieles y que no conciben la vida solos, encerrados en sí mismos. La caravana del viaje peligroso entre la provincia galilea y la capital jerosolimitana es símbolo también de esas gentes que se afanan sin desmayos por compartir con los demás la caravana de la fé, que es la caravana de la existencia vivida juntos al amparo de Dios.
El Templo es enorme, deslumbrante. El humo del incienso y de los sacrificios ofrecidos confunde quizás un poco los sentidos, y usualmente hay mucha gente de paso, peregrinos de todo Israel. Pero para la Pascua hay un mar de gentes de Israel y de la Diáspora, una multitud abigarrada en la que es frecuente que se desencuentren las familias, y especialmente los niños se extravíen.
Y a Jesús no lo encuentran. Él sabe desde jovencito que su misión es ocuparse de las cosas de su Padre.
Cuando todo parece nebuloso, cuando se nos enturbia la mirada, hay que volver a encontrarse con Cristo, precisamente, en las cosas de Dios. La vida. El amor. La justicia. La libertad. La compasión. La misericordia.
María de Nazareth es la creyente perfecta que nunca se rinde, que siempre busca, aún cuando a veces parece que todo es angustia y desesperación, María de la confianza.
Y es también signo cierto de ese Dios que no descansa en la búsqueda de los hijos extraviados, que se desvive por ellos, Dios que sale al encuentro, Dios que se deja encontrar.
Ella es, a la vez, madre, hermana y discípula de su Hijo, y su Hijo es su Dios. Bienaventurada por creer, bienaventurada por la cercanía de nombrar a su Dios desde sus entrañas, Hijito.
En esos menesteres y en muchas ocasiones, ese Hijo descolocaba su razón. Tal vez era demasiado para una mujer sencilla como ella.
Aún así, no abdicó a los devaneos limitados de la razón, y se aferró a su co-razón, y es precisamente el corazón el centro mismo de la persona, lo que expresa la totalidad de la esencia y refleja por ello la existencia.
Ella prolonga a través de la historia la luz de Belén, cobijando en las cálidas honduras de su alma la Palabra que escucha, que la nutre, que la re-crea.
En la era definitiva de la Gracia, su corazón transparente alberga a Dios, y ese Dios que hace de su alma su hogar la transforma y la florece.
En la mirada de la Madre intuímos los ojos del Hijo, porque allí en donde está la Madre, el Hijo amado se reencuentra.
Paz y Bien
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